En los últimos años se han publicado varios libros que reflexionan sobre el fenómeno de la despoblación en la España rural. Baste citar, entre los más conocidos, La España vacía. Viaje por un país que nunca fue, de Sergio del Molino (2016) y Los últimos. Voces de la Laponia española, de Francisco Cerdá (2017). Están teniendo una repercusión notable, hasta el punto de que esta temática se ha incorporado al debate público y la agenda política. Estos libros actualizan y modernizan una antigua tradición: la literatura en torno al contraste entre la España despoblada del interior y la de las ciudades y el litoral. Es algo que ya observaron los diplomáticos extranjeros en el siglo XVI y los viajeros de los siglos XVIII y XIX, y que, durante la llamada Edad de Plata, fue convertido en tema de primera importancia por los escritores del 98 y los intelectuales del regeneracionismo.
Sin duda, estos contrastes dan mucho juego literario, y es normal que haya habido y siga habiendo una abundante literatura en torno a ellos. Ayer como hoy, pasar de forma abrupta de la gran ciudad a algo parecido al desierto es una experiencia impactante, especialmente cuando produce un extrañamiento paisajístico y cultural. Es como viajar a otra latitud o a otro país con solo desplazarse unos kilómetros.
Pero cabe adoptar otra perspectiva, quizá más distante emocionalmente pero más incisiva intelectualmente. Podríamos así hacernos la siguiente pregunta: ¿y si tales contrastes fueran en realidad un hecho estructural e inevitable, algo contra lo que poco o nada se puede hacer, ya que están condicionados por la geografía? El mero hecho de hacer esta provocativa pregunta nos sitúa ante una realidad indiscutible: que las condiciones geográficas más básicas de una parte de la superficie del planeta (disposición del relieve, naturaleza de los materiales geológicos, régimen de los ríos, clima…) tienen un papel relevante en la disposición de asentamientos, las comunicaciones y las actividades humanas. Así puede observarse en cualquier país. Consideremos el caso de Australia: el contraste entre el litoral y el interior es mucho más acentuado que en la Península Ibérica, y lo mismo puede decirse de Brasil o Argentina. En Oriente Medio encontramos, por ejemplo, el marcadísimo contraste entre la ribera del Nilo y el resto del país, apenas poblado. Y así podríamos seguir hasta aburrir a quien esto lea.
Con ello no queremos decir que la Península Ibérica sea asimilable a los casos mencionados, pues es obvio que aquí no existen extensas selvas ni grandes desiertos. Pero adoptar una escala planetaria y comparativa, que nunca debe perderse a la hora de abordar cualquier hecho geográfico, sí sirve para relativizar la cuestión: nuestro país no es tan anómalo. Lo que ocurre es que el marco geográfico y mental de la casi totalidad de viajeros y escritores preocupados por este tema es europeo o, más precisamente, europeo-occidental. Ello los lleva a advertir que España rompe el canon de la “Europa llena”, repleta de asentamientos y con una densidad de población superior a la de la Península Ibérica.
De este modo, la sorpresa y extrañamiento ante la llamada España vacía, aun siendo fértil literariamente, soslaya la pregunta que nos da la clave real de la cuestión: ¿cuáles son las condiciones geográficas que, combinadas con la historia, han dado este resultado de marcado contraste entre la España llena y la España vacía? O, como dirían los antiguos geógráfos: ¿cuál es la personalidad geográfica de España? A responder esta pregunta se han dedicado autores de muy diversos perfiles: escritores, ensayistas, historiadores, geógrafos, tanto españoles como extranjeros. Gracias a ellos disponemos de una tradición cultural de primer orden que nos permite comprendernos mejor a nosotros mismos. Remito al lector interesado en conocerla a La tierra de las Españas. Visiones de la Península Ibérica (Ecúmene Ediciones), libro en el que he tenido ocasión de recoger y estudiar, junto con Rafael Medina Borrego, los hitos de este bagaje tan olvidado como valioso.
¿Qué nos dice esta tradición sobre España? ¿Cuál es esa personalidad geográfica que nos permite explicar la causa profunda de tantos hechos que podemos observar? Es realmente tema para un libro, pero, partiendo de quienes han reflexionado sobre esta cuestión, sí es posible apuntar algunas ideas claves de especial valor para afrontar los debates de orden territorial y geopolítico que afectan a nuestro país, incluida la cuestión de la denominada España vacía.
En primer lugar, hemos de partir de la base de que Europa puede ser una realidad cultural y geopolítica, pero no lo es desde una óptica geográfica. El geógrafo Manuel de Terán, señaló, hace 70 años, que “el viejo esquema de la división del mundo en cinco continentes coacciona nuestro pensamiento”, impidiendo ver que, geográficamente, la Península Ibérica no es europea pero tampoco africana.
Esta es una visión muy antigua que nunca debe perderse de vista: ya en la Antigüedad el historiador galorromano Pompeyo Trogo fijó el lugar común de que la Península Ibérica estaba en una latitud intermedia, especialmente benigna, libre de los calores africanos y de las inclemencias que aparecen al norte de los Pirineos; y añadía que a ello se debía la especial feracidad de nuestro suelo y su abundancia en toda clase de productos. Este tópico doble fue recogido por los humanistas del siglo XVI y podemos también encontrarlo en España defendida de Francisco de Quevedo. Pero no es un mero lugar común, sino que interpreta una sólida realidad: la personalidad geográfica de nuestra península es justamente el no ser ni europea ni africana sino que es, como también han dicho muchos autores, un continente en miniatura, claramente diferenciado de su entorno europeo y africano. Sin duda, ello es también el fundamento de los acentuados contrastes paisajísticos que caracterizan a España, tan bien evocados y explicados en los años 50 por el geógrafo gallego Ramón Otero Pedrayo.
En segundo lugar, y no menos relevante, hemos de tener en cuenta la historia y sus efectos geográficos. Para ello contamos con la aportación esencial de los historiadores sensibles a la geografía, como lo fueron Claudio Sánchez-Albornoz o Pierre Vilar. En el caso de España el más notable de tales efectos es que el poblamiento de la Península ha sido una realidad cambiante e inestable: en algunas épocas la meseta ha sido el área más poblada y activa, mientras que en otras lo han sido determinadas partes del litoral y, además, ha sido recurrente, la existencia de “Españas vacías”. Todo ello se materializa en que, a diferencia de otros países europeos, no existe un centro urbano indiscutible. En Francia, París no ha soltado el cetro desde época romana, y en Inglaterra ocurre lo mismo con Londres. Nada de eso se encuentra en España, donde las capitales han cambiado varias veces y la jerarquía urbana es menos vertical y más horizontal, por así decirlo. En consecuencia, la España vacía ha de verse, en perspectiva histórica, como un fenómeno reversible, sin perder de vista que dentro de un siglo el problema podría afectar a regiones que hoy vemos muy pobladas y prósperas.
Juan Vicente Caballero Sánchez es geógrafo y editor.
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