Nació de una idea que sus vecinos consideraron una ocurrencia. “Es que no acepto la marginación de nadie. Ya, todos juntos, somos una minoría. Si empezamos a dejar a personas fuera de la sociedad, ¿qué se puede esperar de nosotros?”, dice Buyema Fateh, pertrechado de una voluntad de hierro. La aventura que creció de aquella determinación ocupó, primero, una habitación. Entre unas cuatro paredes similares a las que durante años sirvieron de cárcel para los excluidos. “De aquella habitación a esta institución que ve”, desliza, orgulloso, su fundador y actual director.
Buyema camina y habla deprisa, como si no tuviera tiempo que perder. Como si cada segundo contara. Su centro, al que acuden varias decenas de discapacitados de la zona, emerge como un espejismo en un árido promontorio en Smara, una de las wilayas (provincias) que componen los campamentos de refugiados saharauis. Hace 46 años la hamada argelina, un terruño pedregoso y estéril, se convirtió en el espacio de destierro de los habitantes del Sáhara Occidental, la colonia española ocupada desde entonces por Marruecos.
Allí, entre los pliegues de una geografía hostil, Buyema -apodado "Castro" por el parecido físico con el líder cubano que cultivó en sus años de soldado- moldeó un milagro décadas después. Una colmena de sencillas habitaciones con fachadas encaladas donde pequeños y mayores, los más vulnerables entre los olvidados, quiebran décadas de oscuridad. “Todos somos iguales. Vi un montón de casos de niños y adultos que eran marginados y ocultados por sus familias. Había incluso personas que eran atadas y tuvimos que lamentar varias tragedias. Algunos menores murieron calcinados cuando las jaimas se prendieron fuego”, rememora.
"Todos estaban en contra"
“Eran pérdidas que hay que atribuir a la falta de conciencia y al poco nivel intelectual de la población. Me llevó siete años poder sensibilizar a alguna gente para comenzar a sembrar mis objetivos”, admite desde la sala, humilde y repleta de citas, que hace las veces de recepción. “Todo el pueblo saharaui estaba en contra de lo que tildaba como ‘la locura de Castro’. Fue una decisión personal y me siento orgulloso de haberla logrado”, declara el hombre que inauguró la senda de la integración en uno de los escenarios más azarosos e inhóspitos.
Las familias, muy reticentes al principio, han aceptado que sus hijos vengan a diario
LAILA, EDUCADORA DEL CENTRO
La primera iniciativa de ayuda a la comunidad de discapacitados en un campamento de refugiados a nivel internacional ofrece hoy una opción frente al repudio y el ostracismo. En una de las estancias, Raaba, de 47 años, zurce un peluche. “Vengo a diario, salvo los sábados. De ocho de la mañana hasta pasado el mediodía. Aquí siempre me enseñan cosas nuevas”, explica la mujer mientras da las últimas puntadas al muñeco. “Raaba olvida todo lo que aprende. Jamás llegó a estar escolarizada”, comenta Buyema. En su infancia, Raaba disfrutó del programa de acogida “Vacaciones en paz”. “Estuve en una residencia en Cataluña y Castilla-La Mancha”, evoca vagamente.
En otra de las salas, repleta de coloridos juguetes, los menores dormitan. Es primera hora de la mañana. Sobre la alfombra se hallan esparcidos las herramientas que Buyema y sus ayudantes emplean en las primeras fases de aprendizaje, en los primeros compases hacia la autonomía. “Les enseñamos a peinarse, a anudarse los cordones o a conocer las diferencias entre nuestro estilo de vida y el del extranjero”, desliza el fundador. En la habitación aneja, Laila, una de las educadoras, instruye a un grupo de jóvenes. “Las familias, muy reticentes al principio, han aceptado que sus hijos vengan a diario. Creen mucho más en ellos”, se felicita.
Fatimetu, que ocupa uno de los pupitres, observa a la maestra sin pestañear. “Estoy aprendiendo el abecedario y me gusta. Me ayudan mucho”, dice entre las risas del resto de alumnos. “Me encanta la música, de todo tipo. Hace poco nos robaron el equipo de música, pero van a traer uno nuevo”, narra. “El objetivo es siempre la integración escolar y laboral. De aquí terminan yéndose. Hay quien aprende a coser y se marcha con su máquina, capaz de ganarse algo de dinero”, confirma Buyema, contrario al modelo de internado que durante años reinó en los campamentos.
El objetivo es siempre la integración escolar y laboral. De aquí terminan yéndose
BUYEMA FATEH, FUNDADOR Y DIRECTOR DEL CENTRO DE INTEGRACIÓN
“Estoy en contra del concepto de internado. Es sinónimo de marginación. Tuve la primera idea en 1993. Hoy hay un centro similar a éste en cada wilaya. Hemos contribuido a mejorar las cosas, a que se produzcan progresos, pero no podemos cantar victoria. Todavía existen casos de menores y mayores que siguen atados y yo los conozco”, lamenta. “Para mí todo lo que se ha construido aquí sigue siendo un lujo. Hay países del tercer mundo que llevan décadas siendo independientes y donde la marginación existe. Aquí, que vivimos de la ayuda humanitaria, estamos intentando que nadie quede al margen”.
Inclusión allá donde todo escasea
Allá donde se carece de casi todo -la asistencia internacional sigue siendo el principal sustento para sus 175.000 habitantes, desprovistos de una red de saneamiento, una dieta variada o alumbrado público-, el precursor de la plena inclusión dice compartir la máxima de que para educar a un niño se requiere la tribu entera.
Hay que trabajar con las familias para que se produzca el cambio
BUYEMA FATEH, FUNDADOR Y DIRECTOR DEL CENTRO DE INTEGRACIÓN
“Hay que trabajar con las familias para que se produzca el cambio. Visitamos a las familias una vez al mes y siempre les decimos que tienen las puertas abiertas para que vengan a ver a sus hijos. Celebran sus avances, que sepan cuidar de su higiene o hacer las tareas domésticas”.
“Aprenden rápido. Son alumnos muy disciplinados”, replica Latifa, una de las voluntarias que desde hace cuatro años trabaja con los más veteranos. Dirige el taller de confección, donde se manufacturan camellos de peluche. “Les enseño a coser y a hacer manualidades. Los asistentes tienen a partir de 20 años”, comenta, con Raaba en primera fila. La revolución que Buyema ha obrado entre los discapacitados, haciéndoles visibles, arrancó con él mismo.
"Un simple pastor"
“Yo soy un simple pastor de cabras. Aprendí una palabra al día y 30 palabras al mes. Intento ser el mejor en todo lo que hago: el mejor barrendero cuando cojo una escoba y el mejor doctor cuando trato con ellos. Jamás he ido a ninguna escuela ni ninguna universidad”, admite. “Puede llamarme autodidacta o lo que considere. A mí lo que me importa es el resultado, que es lo que ve alrededor”.
Sobre los dinteles de las puertas cuelgan carteles que, escritos a mano, dan cuenta de su filosofía. “Aquí no crecen plantas ni árboles, pero florecen personas”, reza uno de los rótulos en español. “El niño con diversidad cognitiva aprende únicamente haciendo”, defiende otro de los textos de un centro financiado con ayuda española. Una de las furgonetas lleva la procedencia, la ciudad de Puertollano, asida a su esqueleto de color azul desteñido por el sol.
No se puede comparar con la integración en España. En el desierto nada resulta sencillo
BUYEMA FATEH
“No se puede comparar esto con la integración en España. Nuestra vida aquí es a base de ayuda internacional. En el desierto nada resulta sencillo. En España hay de todo. Es un medio lleno de posibilidades. Aquí, en cambio, no las tenemos”, responde Buyema, que suele visitar la península “para compartir e intercambiar ideas”. “Pero, dicho esto, no tiramos la toalla. Hacemos lo que podemos y tratamos de copiar lo que funciona allí”.
El próximo horizonte
El artífice de la institución muestra con pundonor haber sido testigo de los primeros noviazgos y vidas en común. “Tenemos al menos cuatro casos. Algunos han tenido hijos. Varias de las mujeres que participan en el taller de confección tienen marido. Es nuestra meta, que formen parte de esta sociedad”, asevera.
Fue una habitación y hoy es una institución
BUYEMA FATEH, FUNDADOR Y DIRECTOR DEL CENTRO DE INTEGRACIÓN
“Si tuviera que renunciar a esto, los echaría de menos”, confiesa Latifa. Sobre los muros del despacho de Buyema, entre fotografías ajadas, un folio guarda un aforismo. “El inicio es difícil pero la historia me enseñó que nada es imposible”, esboza. “Fue una habitación y hoy es una institución”, repite Buyema. “Yo no tengo sueños. ¿Para qué tenerlos? Los sueños, sueños son”, arguye quien, antes que de lo onírico, prefiere vivir y nutrirse de las conquistas. “Hace unos años teníamos que ir hasta las familias para convencerlas de que trajeran a sus hijos. Hoy son los padres quienes se presentan aquí. Al menos existe otra mentalidad”.
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