Cuando Mijaíl Gorbachov puso en marcha en 1985 su programa de reformas, que acabó con el colapso de la URSS seis años más tarde, se apoyó en dos ideas: Glasnost y Perestroika.
La Perestroika consistía en la sustitución de la economía planificada, impuesta tras la revolución bolchevique de 1917, por una economía de libre mercado. La Glasnost era el compromiso de establecer un Gobierno transparente para los ciudadanos. Ambos conceptos son la base de un sistema democrático.
Transparencia es sinónimo de democracia. Las dictaduras se caracterizan por el oscurantismo, que se justifica porque el Estado/Gobierno no le debe explicaciones a los ciudadanos/súbditos. El Estado, casi siempre encarnado en un líder, no rinde cuentas a las masas porque conoce mejor que ellas sus necesidades y aspiraciones y, porque actúa, al menos en teoría, como su guía y protector.
Hay dictaduras militares y regímenes autoritarios más o menos represores, de distinto tipo, desde la extrema derecha a la extrema izquierda. Pero todos ellos coinciden en la falta de libertad y en el secreto.
En los estados democráticos, por el contrario, hay libertad de expresión, elecciones,… Pero también en ellos la transparencia tiene sus límites. Y, en ocasiones, esos límites no se justifican por la salvaguarda de los intereses públicos, sino que sirven para ocultar conductas y hechos inconfesables.
En España tenemos una Ley de Transparencia que fue aprobada en diciembre de 2013, cuando el PP gobernaba con mayoría absoluta. Esta ley, que sigue en vigor, no fue apoyada ni por el PSOE ni por otros partidos de izquierda y nacionalistas, con la excusa de que Rajoy la utilizó como “una cortina de humo para tapar el caso Bárcenas”, entonces en plena eclosión. La ley supuso la creación de un Consejo de Transparencia de la administración central, modelo que se replicó en las Comunidades Autónomas.
En su preámbulo, la ley establece: “La transparencia, el acceso a la información pública y las normas de buen gobierno deben ser los ejes fundamentales de toda acción política”.
Es una excelente declaración de principios, que contrasta con la realidad.
El Gobierno elude con excesiva frecuencia su deber de dar respuesta a demandas de información avaladas por el Consejo de Transparencia. En 2021 hubo 431 reclamaciones contra el Gobierno. No existe un régimen sancionador y, por tanto, el incumplimiento por parte del Gobierno no tiene consecuencias efectivas.
Además del silencio, el Gobierno tiene, para escaparse del escrutinio público, la portezuela de la Ley de Secretos Oficiales, que data de 1968. El decreto que la desarrolla es de 1969 y lleva la firma del almirante Carrero Blanco.
Aunque fue hecha en pleno franquismo y está tan desfasada que, por ejemplo, establece para la clasificación de documentos un órgano, como la Junta de Jefes de Estado Mayor, que ya no existe, sigue en vigor. El PSOE en tiempos de Felipe González hizo un intento de modernización, como también el PP en tiempos de Aznar. Ambos proyectos de reforma terminaron en la papelera.
Desde el punto de vista del control democrático de los poderes públicos, ahora estamos peor que hace veinte años
Desclasificar documentos hubiera supuesto conocer a fondo qué ocurrió el 23-F o saber hasta dónde conocía el presidente del Gobierno las actividades de los GAL. No parece que revelar los detalles sobre esos temas les interesara mucho a los dos grandes partidos.
El Gobierno actual se comprometió a llevar un nuevo proyecto de ley al Congreso en 2022. Veremos si lo cumple.
Este Gobierno, al igual que otros anteriores, hace bandera de la transparencia, pero luego recurre al silencio o a la ley de Secretos cuando un determinado asunto le es incómodo. La ministra Arancha González Laya se escudó en esa ley para no revelar ante el juez quién ordenó la entrada ilegal en España del líder del Polisario Brahim Ghali. El propio presidente Sánchez no ha querido decir cuántas veces ha utilizado, ni para qué fines, el Falcon oficial, amparándose en la ley de Secretos.
No es lo mismo montar una banda terrorista que coger el avión oficial para ir a un mitin. Pero el Gobierno hace cosas que no quiere que los ciudadanos sepan, aunque tengan derecho a ello.
La transparencia total es una ficción. Incluso sería perjudicial para los intereses generales que se supiera todo lo que hace el Gobierno. La actividad de los servicios secretos, por ejemplo, debe ser una materia reservada. Como ciertas investigaciones policiales o judiciales. Eso lo entiende todo el mundo.
El problema es el abuso, o bien la utilización torticera de la ley de Secretos para ocultar escándalos o tramas de corrupción.
Los periodistas vivimos de la revelación de secretos. Las grandes exclusivas consisten en hacer público lo que se ha mantenido oculto sólo por el interés de los afectados, no porque la publicación de la noticia en cuestión pusiera en riesgo intereses de Estado.
El papel de la prensa en una sociedad democrática es precisamente ese: priorizar el interés de los ciudadanos por encima de los intereses de los poderosos, sean estos políticos, hombres de negocios o representantes de altas instituciones.
Muchos piensan que los periodistas lo pasamos bomba escudriñando aquí y allá. Por experiencia les digo que no es nada fácil destapar asuntos complicados. Para hacer buen periodismo, como lo es el periodismo de investigación, hacen falta medios. Pues bien, la prensa atraviesa por una situación muy delicada que no favorece precisamente la calidad. Internet ha traído muchas cosas buenas, pero también ha supuesto la estocada de muerte para los periódicos tal y como los conocíamos.
No voy a llorarles por los males que aquejan al periodismo. Pero sí quiero resaltar que la afluencia masiva de medios, la gratuidad de la información, las redes y su facilidad para viralizar noticias, sean verdaderas o falsas, son circunstancias que no han redundado en una mejora de la calidad del periodismo.
Una sociedad es más democrática cuando sus medios son más sólidos, cuando la prensa es más independiente. La independencia está ligada a la autonomía financiera y los principales medios llevan mucho tiempo luchando por la supervivencia. Desde el punto de vista del control democrático de los poderes públicos, ahora estamos peor que hace veinte años.
El big data no sólo es utilizado por las grandes compañías, sino que también es la masa madre para elaborar el discurso político
Resulta paradójico que reivindiquemos la transparencia cuando vivimos en una sociedad teóricamente casi transparente.
Millones de personas no tienen inconveniente en desnudarse en las redes sociales, física y moralmente. Como bien dice el filósofo alemán Byung-Chul Han: “El mundo hoy es un mercado en el que se exponen, venden y consumen intimidades”.
La sociedad moderna le ha dado a la transparencia una categoría moral. Forma parte del catálogo de lo políticamente correcto. La violación de la intimidad, a la que toda persona tiene derecho, no provoca escándalo, sino admiración. La sociedad de la transparencia favorece el control de los ciudadanos, porque estos no tienen inconveniente en ceder sus datos y sus opiniones. Las redes han creado la ficción del ensanchamiento de la democracia.
En la sociedad de las redes sociales y la información como producto de consumo masivo vemos como los políticos de todas las tendencias utilizan sin pudor los medios como herramientas para mostrar una falsa transparencia. Sabemos si les gusta una canción, una serie de televisión o si apoyan determinadas causas, pero, cada vez con más frecuencia, eluden las ruedas de prensa o se niegan a dar explicaciones sobre decisiones que tienen repercusión directa en la vida de los ciudadanos.
Es una transparencia sólo aparente. El manejo de las masas es ahora mucho más sencillo que antes de la aparición de Internet.
Y lo peor de todo es que a muchos ciudadanos no parece importarles. Los bulos tienen éxito no por lo bien construidos que están, sino porque coinciden con lo que la gente quiere creer.
La sociedad de la transparencia es la sociedad de la apariencia. Los gestos son más importantes que las ideas. Y por ello las sociedades modernas caminan ciegamente hacia la polarización y el sectarismo. El político más valorado entre sus seguidores no es el más brillante o el que reflexiona intentando encontrar soluciones a problemas complejos, sino el que da “más caña” al adversario. Las redes se convierten en un veneno que corroe la acción política. ¡Es tan fácil disparar! Y no hace falta pensar mucho: basta con una frase ingeniosa; 301 caracteres ya son demasiados.
La información es la materia prima para la dominación. El big data no sólo es utilizado por las grandes compañías para conocer los gustos de los consumidores y saber cómo y cuándo venderles sus productos, sino que también es la masa madre para elaborar el discurso político.
La sociedad transparente es, como les decía, la sociedad de la apariencia. Nunca hemos estado tan preocupados por la protección de los datos. Y nunca nuestros datos han estado tan expuestos, nunca se ha vulnerado de forma más flagrante nuestra intimidad.
Recuerden el caso de Cambridge Analytica, la empresa británica que mercadeo con los datos obtenidos de Facebook para hacer campañas políticas en Estados Unidos o para facilitar el trabajo de los partidarios del Brexit.
La política se ha convertido en mercadotecnia. Se invierte cada vez más dinero en encuestas, sondeos, en testar los deseos o las aspiraciones de los ciudadanos.
Una metedura de pata, como la entrevista del ministro Garzón en The Guardian, puede generar una crisis interna en el Gobierno o bien determinar el resultado de las elecciones de Castilla y León.
Este es el escenario en el que nos movemos. Y no es sólo un problema de España, es un fenómeno global.
Bajo la excusa de que la verdad absoluta no existe, se ha generado la ficción de la existencia de verdades diferentes sobre un mismo hecho
Mientras que, por un lado, se aprueban leyes encaminadas a facilitar el control ciudadano sobre la acción de los gobiernos, y cuando Internet ha facilitado el acceso a la información a la mayoría de los ciudadanos, al mismo tiempo aumenta el descrédito de los políticos, la desconfianza sobre sus motivaciones y su comportamiento.
Tendríamos que pensar por qué está ocurriendo esto, pero no de una forma partidista, porque a todos nos concierne el hecho de que estemos construyendo una sociedad cada vez más dividida, más enfrentada. Es lo que estamos viendo en Estados Unidos y también en España.
La actividad política ha cambiado radicalmente en los últimos 30 años. El debate, antes de la irrupción de las técnicas publicitarias en las campañas electorales y, sobre todo, antes de que existieran Internet y las redes sociales, consistía en el contraste de ideas y propuestas. La izquierda quería más impuestos para mejorar el estado de bienestar; la derecha, menos gasto público porque considera que el dinero se administra mejor en manos de los ciudadanos que si lo tiene el Estado.
Ahora la discusión gira en torno a quién miente. Se ha perdido el respeto a los datos, a los hechos. Bajo la excusa de que la verdad absoluta no existe, se ha generado la falacia de la existencia de diferentes verdades. La verdad ya no tiene valor. Lo único que importa es consolidar las ideas preconcebidas, reforzar las ideas de cada bando en liza.
La transparencia, vuelvo al origen, no es un fin en sí misma, sino un medio. En una sociedad democrática es elemental que los ciudadanos conozcan cómo actúan sus gobiernos. Pero la transparencia no sirve de nada si los ciudadanos desconfían sistemáticamente de los poderes públicos, si se impone la tesis de que los que no piensan como yo mienten por sistema y quieren hacer trampas.
El experimento bienintencionado de Gorbachov en la URSS devino en estrepitoso fracaso. Rusia no es una dictadura comunista, pero tampoco una democracia.
Ahora, las democracias consolidadas se enfrentan a un reto distinto, pero no menos complejo. Sobre todo, porque las élites se han instalado en el sectarismo: se niegan a reconocer los errores propios y alimentan de forma consciente la desconfianza en el otro.
Mientras esto siga siendo así, la transparencia será una entelequia.
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