Es un drama aún silencioso que parece que comienza a abandonar la penumbra en la que lleva mucho tiempo. Durante décadas ha estado sumido en un limbo, como si intentara silenciar una realidad trágica que existe y convive cada vez con mayor crudeza en la sociedad… y en las aulas españolas: los suicidios infantiles y juveniles. El último dato oficial cifró en 148 los suicidios entre jóvenes de 15 a 29 años y en varios cientos los intentos de llevarlo a cabo. La tragedia no es nueva pero se ha agudizado durante los años de pandemia y los periodos de confinamiento que trajo consigo. Hoy la conclusión es generalizada entre los equipos de psiquiatría, la ausencia de contacto y socialización normalizada durante tanto tiempo ha dañado la salud mental de muchos jóvenes, en particular la de los emocionalmente menos protegidos. Una alteración que en algunos casos se ha manifestado con un incremento de los trastornos alimentarios y en otros con un repunte preocupante de los pensamientos e intentos suicidas.
El Instituto Nacional de Estadística sitúa al suicidio como la segunda causa de muerte en esa franja de edad. En 2020 en toda España se registraron casi 4.000 suicidios en el conjunto de la población. En comunidades como el País Vasco el año pasado fueron 184, un 25% más que sólo un año antes. Un incremento que en gran medida se achaca al impacto de la pandemia.
La fotografía más delicada de este drama está en la infancia y la adolescencia. Además de en las familias, cada día se vive más en las aulas, en el entorno educativo. Esta semana en Euskadi se han celebrado unas jornadas de formación de profesores y profesionales de la enseñanza de 900 centros educativos. El objetivo ha sido prepararles con habilidades y herramientas suficientes para detectar conductas, prevenir situaciones y formar al alumnado con unas adecuadas competencias emocionales, capaces de gestionar sus problemas personales y de convivencia social.
En 2019 las autoridades sanitarias y educativas vascas elaboraron una estrategia de prevención e intervención ante conductas suicidas en el ámbito educativo. En ese documento se analizaba la situación de este drama social entre los jóvenes escolares. Los datos que arroja son inquietantes. Se estima que entre un 12% y un 25% de los adolescentes se autolesiona y que entre un 4% y un 10% lleva a cabo, al menos en una ocasión, un intento de suicidio. Un riesgo que puede comenzar a los 9 años, se intensifica a partir de los 15 y suele estabilizarse en la edad adulta, alcanzada la mayoría de edad.
El impacto de la pandemia
“Han aumentado las tentativas de suicidio entre los adolescentes en general y entre las chicas en particular. A ello se suma el repunte de problemas alimentarios”, asegura Miguel Ángel González Torres, jefe de Psiquiatría del Hospital de Basurto. Las causas de esa mayor incidencia entre las mujeres no está clara. El doctor González Torres considera que podría responder a que las chicas, en términos generales, “necesitan una mayor presencia física, contacto, que los chicos”: “El contacto a través de vías como los videojuegos o las redes a ellas les aporta menos que a ellos”.
Considera que el modo actual de vivir la adolescencia de los escolares es un reflejo de la sociedad actual, “una sociedad que tolera menos la frustración y que es más impulsiva”: “También en los jóvenes se ve ahora una mayor impulsividad, una peor regulación afectiva. Hay más problemas de personalidad y de conductas alimentarias, se han incrementado en los últimos años”.
En términos generales, la prevención y la detección de conductas suicidas en el ámbito escolar comienza a estar cada vez más presente en las agendas de las consejerías de Educación. Se estima que un tercio de los adolescentes con este tipo de pensamientos llega finalmente a intentarlo. Por ello, poder detectar las señales de alerta se convierte en algo esencial. El suicidio suele ser el final de un proceso anterior que comienza con un deterioro de la salud mental del adolescente, provocada por diversos factores, y que puede llevarle a adentrarse en la que se considera la primera fase: la ideación. Posteriormente los expertos identifican una segunda fase que sería la “comunicación” de su posible suicidio. La fase más crítica sería el intento o tentativa. En la mayoría de los casos si se logra identificar en este punto se logra un paso determinante, ya que en la mayoría de los casos el tratamiento tras un primer intento suele dar buen resultado y evitar que se repita. Aspectos como las autolesiones se consideran ya un intento o tentativa de suicidio. Suelen ser más frecuentes en chicas y se estima que hasta un 20% de los jóvenes se provoca lesiones en alguna ocasión. Las autolesiones son un intento por “sentirse mejor o reducir el malestar emocional" en el que se encuentran.
“La sociedad ha cambiado y con ella sus adolescentes. Las experiencias que viven y las nuevas estructuras familiares hacen que los jóvenes de hoy no sean como los de antes. Si a ello sumamos el impacto de la pandemia, que les ha privado de poder interaccionar de modo normalizado, en muchos casos ha tenido unas consecuencias en la salud mental de los adolescentes”, apunta el doctor Gónzáles Torres.
Gestión de las emociones
Su equipo ha liderado un proyecto en colaboración con el departamento de Educación del Gobierno vasco orientado a dotar a los escolares de herramientas y capacidades para superar los obstáculos en su vida “sin perder la salud”. La labor ha contado con la participación de los profesores y ha permitido recabar datos de 2.000 estudiantes: “Nosotros apostamos por entrenar a los escolares en técnicas que les permitan afrontar mejor las situaciones problemáticas que se van a encontrar en la vida, hacerles más resilientes antes las dificultades”.
El doctor González Torres asegura que las conclusiones de todo este proceso les ha permitido concluir que, en términos generales, los adolescentes actuales muestran una mayor “dificultad de regulación afectiva”: “Tienen dificultades para responder de modo manejable ante afectos y sentimientos como la rabia, la ira, el enfado o la tristeza. Deben tener herramientas para que estos sentimientos no les inactive, no les impida restablecer la situación con soluciones saludables. En los casos de los jóvenes con mayores dificultades para regular sus afectos, dotarles de estas herramientas da muy buenos resultados”.
Desde el ámbito de Psicología también se ha detectado este repunte tras la pandemia. La psicóloga vasca Concepción Torre señala que en los últimos años se ha producido una transformación social importante que ha derivado en un cambio en la comunicación familiar y social y a lo que se suma la irrupción, a través de las redes sociales, de modelos de referencia para los jóvenes. Todo ello se suma a lo que define como una “desesperanza” social que se ha extendido en el conjunto de la ciudadanía y que ha afectado a los adolescentes: “En la comunicación hoy día existe una distancia en las familias. Lo paradójico es que cuando más herramientas para comunicarnos tenemos, las exigencias laborales y familiares la han reducido de modo importante”.
A esa menor interacción con los jóvenes Torre suma el cambio social que ha reducido “la presencia de los jóvenes en la calle, en contacto directo”, en favor de relaciones virtuales o a distancia: “Todos estos cambios han provocado un incremento de problemas de ansiedad y depresión. Esa regulación emocional que antes se controlaba mucho en las familias ahora se ha debilitado”. La psicóloga vasca añade que el desengaño social, la desesperanza por las dificultades económicas y sociales que se ha implantado no ha ayudado, “los jóvenes también lo sienten, se lo transmitimos los adultos. Se ha perdido esa motivación. Hace unos años no se percibía tanto sufrimiento social, tanta crispación”.
Falsos 'mitos' del suicidio
La experta apela a la necesidad de reformar algunas capacidades de los jóvenes, como saber gestionar la frustración. Apunta que actualmente la capacidad para hacerle frente “se ha perdido”. Pone el ejemplo del aburrimiento en los más jóvenes: “Ahora no les dejamos que lo sufran, que se aburran. Un niño tiene que aburrirse precisamente porque es lo que le generará habilidades creativas para manejarla y buscar vías de salida de ese aburrimiento”.
Los canales de prevención los considera fundamentales y entre ellos destaca la necesaria formación de los padres y la escuela. Ambos ámbitos deberían ser capaces de estar conectados en esa labor para detectar cualquier señal de alerta sobre el estado de salud de los jóvenes, “creo que debería ser a través de la escuela como se deberían dar esas pautas a los padres”.
En torno al suicidio perviven aún demasiadas ideas preconcebidas, falsos “mitos” que los expertos procurar reconducir. La estrategia de prevención aprobada en el País Vasco detalla varios de ellos. El primero y más extendido es creer que hablar de suicidio lo promueve. En el documento se apunta que es falso, que abordarlo abiertamente puede permitir conocer mejor las dificultades por las que atraviesan algunos adolecentes y desarrollar en ellos habilidades para afrontar las dificultades. También se alerta de la creencia de que si alguien verbaliza su deseo de quitarse la vida “no lo hará”. Se llama a no infravalorar ni minimizar en ningún caso este tipo de manifestaciones que se deben entender como un modo de petición de ayuda.
También hace referencia a que, aunque no se tenga la preparación adecuada ayudar siempre puede resultar positivo, “hay conversaciones que salvan vidas”, se señala. Se alerta del riesgo de considerar que una mejoría espontánea y rápida de una persona pueda suponer la consideración de que el riesgo ha pasado. Por último, se llama a la necesidad de eliminar cualquier rastro de la idea de que el suicidio puede ser considerado un acto heroico o romántico “como se ha retratado en ciertas novelas y películas”.
Detectar indicios
A los profesionales de la Educación del País Vasco se les dota de una pequeña guía con indicaciones de posibles “factores de riesgo” para detectar casos. En el ámbito personal se citan elementos de alerta a tener en cuenta entre los adolescentes. Uno de ellos es la búsqueda prolongada de la soledad o la no participación en actividades de grupo. Otro elemento a controlar es las dificultades para expresar emociones, una excesiva sensibilidad o no tener capacidades para pedir ayuda.
El entorno familiar es otro de los focos a los que se debe prestar atención y en el que se apuntan creencias a controlar, como “la lealtad mal entendida a su familia para no revelar secretos que le lleven a no buscar ayuda”. El maltrato y abuso físico o sexual o la pertenencia a una familia desestructura es otro de los posibles elementos de riesgo. El tercer ámbito, el social y escolar, incluye indicadores de riesgo a controlar en los adolescentes como el aislamiento, el desarraigo sociocultural, la orientación sexual, una bajada del rendimiento escolar no justificada o el uso problemático de las redes sociales.
A estos indicadores se suman otras “señales” de alarma. Algunas son verbales, como manifestar deseos de morir o dañarse, “me gustaría desaparecer” o “no quiero seguir viviendo”. Comunicar desesperanza o que la vida no tiene sentido –“esta situación no va a mejorar nunca”. O sentirse una carga para el entorno -“no quiero preocupar a mis padres”. A ella se añaden las señales “no verbales”: intentos de suicidio anteriores, realizar búsquedas al respecto en Internet, perder el contacto con la familia y amigos, disminuir el cuidado personal y cambios significativos en los hábitos de alimentación y sueño.
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