Si España no existiera habría que inventarla. Hay anécdotas y acontecimientos que suceden en nuestro país y que se diría que solo pueden pasar aquí: cuando lo trágico y lo cómico se dan la mano de manera inconfundible, unos dirán esperpéntica, otros berlanguiana. Existe cierto orgullo por esta genuina marca España, este vacile constante que permite que por desastrosa que sea la situación podamos reírnos de ella. Siempre ha sido así. Siempre así. Lo sucedido hace 25 años en la inauguración de los Mundiales de Atletismo de Sevilla pertenece a esta categoría de eventos canónicos.

Entre el 20 y el 29 de agosto de 1999 se celebró en Sevilla la séptima edición de esta competición. Hoy nos puede parecer descabellado que a la IAAF, la Asociación Internacional de Federaciones de Atletismo que gobierna mundialmente este deporte, le pareciera buena idea celebrar su mundial en pleno mes de agosto en Sevilla, pero así fue.

Agosto en Sevilla, una maravilla

La elección de la sede había tenido lugar en marzo de 1997, al mismo tiempo que fracasaba en el primer corte la candidatura olímpica de Sevilla para los Juegos de 2004 que finalmente se celebraron en Atenas. Los Mundiales fueron algo así como el premio de consolación. El pretexto para que Sevilla tuviera su estadio olímpico, aun sin olimpiada, que costó 120 millones de euros y que inauguraron los Reyes don Juan Carlos y doña Sofía en mayo de 1999. Y la manera de que la Isla de La Cartuja, que languidecía siete años después de la Exposición Universal, recobrara el esplendor perdido.

No fueron unos mundiales demasiado brillantes, más allá del récord del mundo de Michael Johnson en los 400 metros lisos. Maurice Green mandó en la velocidad y España consiguió cuatro medallas: los oros de Abel Antón y Niurka Montalvo en maratón y salto de longitud, respectivamente, la plata del malogrado Yago Lamela, también en salto, y el bronce de Reyes Estévez en el 1.500. Pero lo que más se recuerda de aquella cita tiene poco que ver con lo deportivo.

Siempre Así y "el aire de Sevilla"

El 20 de agosto tuvo lugar la ceremonia de inauguración presidida por el entonces príncipe Felipe, acompañado en el palco por el presidente de la Junta de Andalucía, Manuel Chaves, y el entonces ministro de Educación, Cultura y Deporte, Mariano Rajoy. El bailaor Joaquín Cortés o la cantante Estrella Morente fueron algunos de los artistas que participaron en Hijos de Hércules, un espectáculo musical y coreográfico dirigido y producido por Manuel Coronado y presentado por Carlos Herrera.

Pero fue a Siempre Así a quien correspondió abrir el show tras el saludo inicial y el himno de España. Ya entonces el popular grupo musical liderado por Rafa Almarcha y formado en 1991 por un puñado de amigos procedentes del coro de la hermandad del Rocío de Triana era considerado el máximo exponente de cierto flamenquito pijo de pantalón chino y camisa oxford, apto para todos los públicos, extirpado de todo exceso y gitanería y capaz de ofrecer lo que una buena fiesta flamenca necesita sin que la cosa se desmadre.

Sus diez miembros interpretaron una canción escrita para la ocasión, "El aire de Sevilla". Fue en ese momento cuando saltó a la vista de los espectadores que seguían el acto por televisión que las dos Giraldillas –mascotas oficiales del evento– que acompañaban a Siempre Así llevaban en el pecho sendas pancartas con la reconocible silueta del País Vasco utilizada por la izquierda abertzale para reclamar el acercamiento de presos de ETA y un mensaje en inglés: "Repatriation Bask Prisoners".

Mientras los sevillanos cantaban, las dos Giraldillas proetarras se balanceaban a cada lado del escenario. Poco antes una de ellas incluso había saludado amistosamente a Carlos Herrera. Los dos activistas estuvieron 20 minutos sobre el escenario sin que nadie, ni los responsables de la gala ni el realizador de TVE ni los cerca de 60.000 asistentes en el estadio, se percatara de lo que estaba sucediendo.

El 'Comando Giraldillas'

El grupo que hizo posible la acción, burlando la seguridad y la organización del estadio, formaba parte de la organización Presoekin Elkartasun Taldea. Estaba integrado por las dos Giraldillas propiamente dichas, un hombre y una mujer, además de ocho activistas que prestaron apoyo logístico y propagandístico en los alrededores. Mientras unos descolgaban pancartas en palcos, otros repartían octavillas. Un comando de diez, como Siempre así. La Fiscalía de la Audiencia de Sevilla llegó a pedir para cada uno de los detenidos una multa de hasta 730.000 pesetas por un delito de desorden público.

Fue el golpe más célebre del grupo, realizado en plena tregua trampa de ETA, rota por la banda el 21 de enero de 2000 con el asesinato del teniente coronel del Ejército de Tierra Pedro Antonio Blanco García. Pero no el único. Un año antes, durante las navidades de 1998, a golpe de pico y mazo, un extraño olentzero (el Papá Noel vasco) intentó abrir un agujero en el muro de la prisión de Algeciras. Un regalito para los niños buenos de la cárcel.

Y casi un año después de la operación Giraldillas, uno de los miembros del grupo quiso aprovechar el interés mediático que había suscitado la primera edición de Gran Hermano para intentar multiplicar la proyección de su causa. Con el mismo secretismo con el que se colaron durante el Giraldazo, el activista abertzale entró en la casa de Guadalix arropado por una bandera con frases en euskera en la que pedía libertad para los presos vascos.