Todo comenzó en julio de 1961 en un vagón de tren, durante el trayecto de 20 minutos que une las estaciones de Dartford y Sidecup. Mick Jagger y Keith Richards apenas tenían en común un puñado de amigos en el condado de Kent, y alguna noche de farra, humo y charleta hasta las tantas en pubs con música en vivo. Habían nacido en el mismo hospital de Dartford, con cinco meses de diferencia; y el destino volvía a emparejarles por un instante, pero a la luz del día, en un andén semivacío. Compartieron vagón y asiento, y la conversación derivó hacia el lote de vinilos que Mick llevaba bajo el brazo. Casi todos importados de Chicago y Nueva York. Casi todos mostrando en la carátula los rostros negros de quienes predicaban entonces el blues, o la evolución más digerible y comercial de la época, el rhythm and blues. De entre todos, Keith se detuvo en uno: One dozen berrys. Chuck Berry lo había publicado en 1958 en Chicago, a 6.000 kilómetros de Dartford, sin saber que estaba predestinado a unir con sus raíces negras a dos músicos de piel blanca.
Al despedirse en la estación de Sidecup, Mick Jagger -alumno entonces de la London School of Economics- y Keith Richards -sin oficio conocido- habían creado sin imaginarlo los Rolling Stones. La banda que, medio siglo después, contaría en su haber con decenas de millones de copias vendidas de sus 24 discos de estudio. Y con uno más, el que sale hoy, cocinado a la vejez y dedicado con respeto casi religioso al blues. Regresan con Blue and lonesome, según la rimbombante declaración de su productor, Don Was, “un testamento manifiesto al amor puro que los Stones sienten por el blues, la piedra angular de todo lo que han hecho”. Habrá quien lo tache de oportunista o trasnochado, pero, guste o no, Blue and lonesome condensa en 12 canciones un homenaje sincero, el de dos tipos de 73 años que rinden tributo al estilo musical que un día les hirvió la sangre, y les animó a montar un grupo de referencia para la historia. La conexión blues es cosa de ambos, porque Charlie Watts vivía entonces -y vive ahora- por y para el jazz, pese a haber pasado medio siglo marcando el ritmo de los Rolling Stones. Paradojas del rock.
Durante sus 51 años de carrera, los Stones aglutinarían bajo un mismo paraguas los sonidos más dispares, desde el rock oscuro y pegajoso de Gimme Shelter –¿su mejor canción?-, al country soleado de Sweet Virginia; desde el funky discotequero de Miss you, al riff monstruoso –y pinchado hasta la indigestión- de Satisfaction; desde la delicia acústica de Wild Horses, a la percusión primitiva y los aullidos salvajes de Sympathy for the devil. Pero las raíces que serpentean y hacen de nexo común en su enorme discografía son negras, parten del blues. De los ritmos, casi lamentos, que extraían de roídas guitarras los esclavos del Delta del Mississippi, a principios del siglo XX; los mismos acordes machacones con los que los padres del blues de Chicago atronarían luego los garitos, con versiones electrificadas. Como Chuck Berry y Jimmy Reed. O Muddy Waters, cuya canción Rollin’ Stone Blues proporcionó a Brian Jones -el otro guitarrista fundador- una idea inmejorable para bautizar la banda.
La primera maqueta que el grupo grabó en 1963 contenía tres versiones de autores de blues: Bo Diddley, Muddy Waters y Jimmy Red. Todos negros. Y cuentan quienes los vieron antes de ser estrellas que sus primeros conciertos teletransportaban a la audiencia a los antros de Chicago. “En el reciento se agolpaban una quinientas personas en un lugar preparado para cien. La música las transformaba, estaban apretadas. Era como un ritual. En la semioscuridad, las guitarras y las baterías comenzaron a sonar. Al interpretarse las melodías de rythm and blues, la atmósfera casi permitía cocer un huevo. Parecía una reunión evangelista en el profundo Sur estadounidense”, contaba un crítico entregado del Daily Mirror en una crónica de junio de 1963.
La huella del blues impregnó también las primeras grabaciones, de verdad, de los Stones. En las estrías de su primer single oficial quedaron registradas dos versiones: Come on, de Chuck Berry; y I want to be loved, de Muddy Waters. Y en su primer largo, los acordes más negros volvían a refulgir en pistas como Honest I do, de Jimmy Reed; o Carol, de Chuck Berry.
El blues seguiría goteando por los LP posteriores. Hay ejemplos enérgicos y metabolizantes como Midnight Rambler (quien haya visto a los Stones en directo puede dar fe). O perforantes como Ventilator blues, escondido en el corte número 12 de su obra cumbre, Exile on main street, ese compendio de estilos que lo convierte en uno de los pocos discos que cualquiera debería escuchar al menos una vez en su vida. Como el Sgt. Pepper’s de los Beatles, paisanos y contemporáneos, con quienes tenían en común un talento apabullante y un universo musical por inventar.
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