Quizá el abandono de Ted Hughes, uno de los grandes poetas del siglo XX, fue el detonante para una mujer llena de pólvora. Un empujón a alguien que vivía surcando precipicios. La poeta Sylvia Plath se vio sola, vio cómo Assia Wevill le había ganado la batalla, cómo se había quedado con su marido. Sus últimos días fueron un péndulo entre la depresión y la euforia, la consecuencia de pastillas para dormir y píldoras para poder despertarse. Meses en los que escribió sus mejores poemas medio enferma y sin apenas dinero.
Su cabeza entró en bucle y el lunes 11 de febrero de 1963 hizo el desayuno a sus dos hijos, encendió el horno y metió la cabeza. Se suicidó dejando atrás una vida que nunca vivió al completo. Una felicidad condicionada a recuerdos. Murió después de quedar con Ted y que él volviera a casa con Assia.
Tras años de censuras, de malentendidos, la editorial Alba acaba de publicar los Diarios completos de esta poeta estadounidense que nos llevan desde su época de estudiante al año antes de gasear sus pulmones. Entre sus páginas se encuentran 'días' que el propio Ted Hughes no permitió publicar, que embargó hasta 2013 por evitarles dolor a sus hijos. Las líneas de Plath ya habían sido para él una condena social, una narración de su tiranía, de su falta de empatía y de sus descuidos. El gran poeta británico era juzgado como hombre, no como literato.
Sylvia y Ted se conocieron cuando ambos arañaban reconocimientos. Plath se había trasladado con una beca a la Universidad de Cambrigde y al poco tiempo topó con el poeta. Se casaron a los cuatro meses de coincidir en una fiesta, volvieron a Estados Unidos y cuando Sylvia se quedó embarazada decidieron asentarse en Londres. La vida idílica que impostaban ante los demás era sólo eso, una mentira. Ella sentía cómo vivía, entre la tristeza y la sonrisa autoimpuesta. Durante mucho tiempo se pensó que simplemente se trataba de una personalidad de ráfagas, ahora se cree que padecía un trastorno bipolar.
Morir es un arte que hago extraordinariamente bien"
En esta nueva publicación hay líneas que confirman su inestabilidad. El 25 de febrero de 1957 escribió: "En el verano de 1953 sentí que estaba replicando su suicidio (habla de Virgina Woolf). Sólo que yo sería incapaz de meterme en un río y ahogarme. Supongo que siempre seré excesivamente vulnerable y algo paranoica. No puedo ignorarla (habla de una sombra), sé que está aquí, la huelo y la siento". Ella ya había dejado claro, en su último libro de poemas, Ariel, que morir era un arte que hacía "extraordinariamente bien".
Otras páginas nos cuentan sus visitas a un terapeuta. El 10 de enero de 1959 escribe: "Salgo de la terapia con más preguntas de las que tenía al entrar". Otras no están: el propio Hughes confesó que las más cercanas a la fecha de su muerte las había destruido.
Pese a la falta de pruebas de su último año, todas sus narraciones profundizan en ese eterno pasado en el que se sostenía. De éxito temprano, su carrera literaria sufrió un pequeño traspiés que ella refleja con ansiedad en sus diarios. "He tenido la suerte más aciaga: una juventud fulgurante entre los 17 y los 20, y luego la desintegración y el estancamiento a pesar de esforzarme en hacer de las experiencias de mi madurez temprana un material literario".
Esta clase de versos la convirtieron en una de las poetas confesionales, el grupo que fue capaz de exponer sus problemas mentales y su vida más íntima ante el público. Una de sus compañeras de movimiento fue la también poeta Anne Sexton. Grandes amigas, pasaban largas horas hablando tanto de poesía como de suicidio. Sexton se quitó la vida con el monóxido de carbono de su coche en 1974, después de alegar que Plath le había robado su muerte.
Esta y todas las historias que se contaron después de ese 11 de febrero la resumían en pequeñas rachas de entusiasmo y grandes periodos de tristeza. Su poemario Ariel, que se publicó tras su fallecimiento, fue su mejor trabajo. Mientras generaba poema tras poema escribió a su madre: "Soy una escritora de genio; se me ha concedido el don. Estoy escribiendo los mejores poemas de mi vida, los que me harán famosa".
Fue Ted Hughes, que legalmente seguía siendo su marido, el que se encargó de editarlos y suprimió algunas partes de lo que ella misma consideraba su obra maestra. Aquí empezó el segundo descalabro de la vida del poeta.
Es el primer día que pasamos un buen rato desde que ella se fue"
La lectura y edición de los poemas de su todavía mujer profundizó en la herida que el suicido de Plath había provocado en él. Convivía con Assia Wevill, con la hija que tenían en común y con los versos de Sylvia rondándole en sueños. Assia no tardó en hacer ver que era incapaz de vivir con la sombra de la estadounidense. En uno de sus manuscritos llegó a asegurar que "es el primer día que pasamos un buen rato desde que ella se fue". Habían pasado años.
Tardó en darse por vencida, pero la vencieron. Cogió a su hija de cuatro años, encendió el horno y se suicido provocando la muerte, también, de la niña. Se repetía la historia. Sylvia no sobrevivió a Assia y Assia no podía vivir siempre con Sylvia.
Hughes cargaba con la muerte de dos grandes poetas y aunque nunca se mostró culpable de la Plath, la primera vez que habló sobre ella, en su poema Última carta, dejó entrever algo de desconcierto: "Y apenas había comenzado a escribir cuando el teléfono/Se despertó como alarmado,/Como recordando todo. Tomó vida de nuevo en mi mano./Y después, como un arma elegida cuidadosamente/O como una inyección,/Depositó con frialdad sus cuatro palabras/En lo más profundo de mi oído: “Su esposa ha muerto”."
Tras asimilar las dos tragedias, y ante los hombres que se encargaron de su biografía, intentó dar su versión de lo ocurrido con las que habían sido las madres de sus hijos. "La muerte de mi primera mujer fue complicada e inevitable. Llevaba en esa pista la mayoría de su vida. Pero la de Assia pudo evitarse. Su muerte estaba totalmente bajo su control, y fue el resultado de su reacción a la acción de Sylvia", les comentó.
Ted murió en 1998 de un infarto. Llevaba desde 1970 casado con Carold Orchard. Llevaba años tranquilo. Murió sin ver cómo Sylvia se hacía con el Premio Pulitzer de poesía por The Collected Poems, la primera vez que se lo otorgaban a alguien a título póstumo. Murió pensado que todo iba bien, pero en 2009 su hijo Nicholas, que llevaba años viviendo en Alaska con la soledad como compañera de batallas, se ahorcó. Tenía un trastorno depresivo. Combatía con demonios similares a los de su madre.
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