El Teatro de la Zarzuela acoge hasta el 12 de febrero el esperado montaje de La villana del compositor Amadeo Vives. Esta obra vuelve al escenario en donde se estrenó hace casi 90 años con un éxito rotundo. Rápidamente, se convertiría en un destacado referente del llamado Género Grande, protagonista de los años 20 del siglo pasado, y contribuiría a ensalzar la figura de un músico marcado por Doña Francisquita, representada cuatro años antes en el mítico Teatro Apolo. Vives vuelve con La villana a la escena de la mano del tándem formado por dos de los grandes libretistas de la historia del teatro lírico español: Guillermo Fernández-Shaw y Federico Romero.
Poner en escena La villana no es enfrentarse a la obra de Lope de Vega
El texto se inspira en Peribáñez y el Comendador de Ocaña de Lope de Vega, pero centra el protagonismo en el personaje de Casilda. En la década de 1920 resurge el teatro del Siglo de Oro gracias a la Generación del 27, que se propone renovar la escena española y ve una oportunidad para sus innovaciones en el teatro clásico. Sin embargo, ese renacer implica, como es el caso de la obra que nos atañe, una reinterpretación que convierte el texto declamado en un musical. Estos años no se caracterizaron precisamente por un interés arqueológico del teatro pasado, sino por la renovación a través de nuevas ideas, tanto plásticas como literarias. Por tanto, poner en escena La villana no es enfrentarse a la obra de Lope de Vega.
Natalia Menéndez, gran experta en teatro clásico, parece no haber tenido en cuenta este aspecto al dirigir esta producción. Recurre a Lope y pasa por alto el trabajo de adaptación realizado por Romero y Fernández-Shaw. Abordar a estos últimos y poner en escena una zarzuela del siglo XX implica un trabajo diferente al de una obra del siglo XVII. En esta producción de La villana se ha buscado “una apuesta por el amor”, como se indica en el propio programa, en donde también se mencionan el abuso de poder y el abuso sexual, aunque estos temas quedan finalmente como anecdóticos frente a ese “amor”.
Pero, ¿qué clase de amor trasmite la nueva producción? El mensaje parece aproximarse a una oda a los celos, a los sentimientos posesivos y a la venganza que, además, encuentran clemencia y justificación ante el rey y el pueblo. La conexión con el público quizá se rompe al presentar a la mujer como una mera moneda de cambio, de amor corrompido y de sentimiento de pertenencia. Esto hace que para algunos quede como una mera labor arqueológica. Para ese público joven que se acerca progresivamente a la zarzuela se perciben valores más propios de un culebrón latinoamericano, alejados de la actitud que se pretende trasmitir a las nuevas generaciones.
Quizá, el peso de la tierna protagonista y la eliminación de la comicidad de ciertos personajes que actuaban de contrapeso en la zarzuela original, básicos para entender el desarrollo del género a lo largo de la década, hayan producido este efecto. Los cómicos resultan, sencillamente, demasiado serios.
El concepto global termina pidiendo una aproximación más cercana a la parodia que a la asunción del drama como esqueleto de la puesta en escena. Precisamente, ese vuelco podría haber convertido ese mensaje arcaico sobre el amor en todo lo contrario. Ello se ve intensamente acentuado en la escena final, cuando el rey “de dulces ojos” otorga clemencia a una sucesión de excesos ante las exigencias exaltadas de sus súbditos.
El coro es demasiado estático y su salida y entrada del escenario se realiza un poco toscamente
La escenografía manchega y castellana de Nicolás Boni es bella y poética, aunque resalte en exceso el espíritu arqueológico de resucitar a Lope de Vega. El coro y el pueblo ha sido vestido de blanco por María Araujo, enfatizando una pureza que contrasta con los colores oscuros de los protagonistas. El aprovechamiento de todos estos recursos y el movimiento en escena, si bien muy correctos, no alcanzan la altura de los excelentes trabajos vistos últimamente en el teatro de la mano de Giancarlo del Monaco, Miguel del Arco o José Carlos Plaza. El coro es demasiado estático y su salida y entrada del escenario se realiza un poco toscamente. Hay también demasiada tendencia a focalizar la acción en el lateral izquierdo del público. La iluminación de Juan Gómez-Cornejo es cuidada y proporciona un cierto aire cinematográfico.
En La villana, los cantantes están a la altura y el coro suena excelente bajo la dirección de Antonio Fauró. En ambos repartos las voces de los tres protagonistas destacan y cumplen con las exigencias de una difícil partitura. Nicola Beller Carbone y Maite Alberola se intercalan en el papel de Casilda, mientras que Ángel Ódena y César San Martín lo hacen en el de Peribáñez, y Jorge de León y Andeka Gorrotxategi interpretan a Don Fabrique.
Destaca de ella su grandeza y la cualidad de ser armónicamente brillante
Milagros Martín aprovecha bien los minutos que tiene en escena y demuestra una larga experiencia al ser una de las cantantes y actrices más completas del panorama lírico nacional. Su papel discreto como Juana Antonia está bien acompañado por Ricardo Muñiz como Miguel Ángel. Es una lástima las limitaciones que en cierto modo les vienen impuestas a partir del drama principal.
Saúl Aguado, quien ha trabajado a fondo la partitura para la edición crítica de Óliver Díaz, destaca de ella su grandeza y la cualidad de ser armónicamente brillante. Es cierto, que la Orquesta de la Comunidad de Madrid, con Miguel Ángel Gómez Martínez a la cabeza suena excelente, aunque en algunos momentos la música de Vives resulta demasiado “cursi”.
Aunque en conjunto se trata de un buen trabajo, quizá hubiera sido preferible recuperar La villana como zarzuela del siglo XX, sin recurrir a una concepción tan próxima al teatro clásico.
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