Tradición e historia. Son las dos palabras que más salen a la palestra en todas las respuestas que da cualquier aficionado cuando le preguntan qué es el Seis Naciones. No en vano es una de las competiciones más antiguas del mundo, sino la que más. La primera edición, que acabó con Inglaterra como país vencedor, se disputó en el año 1882 entre las cuatro naciones de las Islas Británicas.
Más tarde, en 1910, se unió Francia aunque su incorporación definitiva y estable no fue hasta 1937. En el año 2000 Italia completó el sexteto de contendientes y dio al torneo su nombre actual. El glamour que acompaña a este evento, con sus canciones a capella en las gradas, sus himnos y toda la fanfarria habitual hace de él una de las citas imperdibles en el calendario.
Desde España se mira con envidia -no siempre de la sana- todo el arsenal de recursos que tienen en sus manos los países de las Islas y sus compañeros transalpinos y galos. Mientras en estos países se puede vivir del rugby, en España sólo son unos pocos elegidos los que consiguen tener como principal fuente de ingresos el deporte del oval.
En Inglaterra o Gales los jugadores de rugby son tan importantes como los de fútbol, sobre todo en el segundo caso. Pasean por las calles agobiados por los selfies, las firmas y los comentarios de unos aficionados que, por norma general, son más respetuosos que los de otros deportes. Cosas de valores que inculca cada disciplina desde las categorías inferiores.
En cualquier caso, mientras en los países británicos o en Francia son figuras destacadas, en España son casi héroes anónimos. Están en sus oficinas, en sus fábricas, en los centros de trabajo. Son profesores, científicos o ingenieros. La diferencia es que, cuando la jornada laboral acaba, se calzan sus pantalones cortos -muy cortos, se lo digo yo- y se lanzan a campos que la mayoría de veces están congelados y hace ya tiempo que no están coronados por una mísera brizna verde.
Éxitos en la sombra
Durante estas semanas, a la sombra del todopoderoso Seis Naciones, se disputará la Copa Europea de Naciones de Rugby. Es, básicamente, el Seis Naciones B. En este torneo participan el resto de países del Viejo Continente que no gozan del nivel ni de la tradición para ser invitados al torneo más prestigioso.
Está dividido en siete grupos ordenados según la calidad de cada equipo y España está en la División 1A, la de los combinados nacionales que más nivel de juego presentan. Cada año nos jugamos las castañas con Portugal, Rusia-nuestro primer rival este mismo fin de semana-, Georgia, Alemania y Rumanía.
El equipo rumano y el georgiano, ambos clasificados en varias ocasiones para el Mundial, son los rivales más duros y han ocupado las dos primeras posiciones desde el año 2010. Son casi imbatibles, por lo que el objetivo español debe estar en la tercera plaza.
De todos modos, el éxito del rugby español no pasa por la selección masculina. Como ya es habitual, el deporte del balón ovalado se sale de los estándares españoles y su futuro está, esencialmente, en manos femeninas. Y de una forma, además, muy natural.
Máxima competición
La selección femenina de rugby sevens -se juega con sólo siete jugadores- de nuestro país puede codearse con las verdaderas potencias del mundo oval. Las Series Mundiales, que se celebran a lo largo y ancho del mundo en exóticas sedes, son una piedra de toque magnífica para el combinado español que disputó merecidamente los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro el pasado verano tras ganarse la clasificación ante Rusia.
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Mantenerse en esta categoría, con resultados más que aceptables, permite a un grupo de jugadoras sostener una situación que las acerca mucho al profesionalismo. Ya son varias las temporadas consecutivas en esa categoría, algo muy difícil cuando hay que competir día sí y día también contra Nueva Zelanda, Australia o Canadá, a años luz a nivel técnico y físico. Estos países cuentan, además, con un abanico de recursos inmenso al que las leonas no pueden acceder.
En cualquier caso, estar dentro de la primera división, junto a los resultados en los Juegos Olímpicos, va a inyectar unos recursos más que necesarios para mantener vivo el sueño del rugby a siete. De hecho, si no hubieran conseguido su billete para Río, con las becas ADO que vienen tras ese gran logro, lo más probable es que esta modalidad en España hubiera caído en el olvido.
Reconocimiento mundial
Quizás la gran personificación del gran protagonismo del rugby femenino español sea Alhambra Nievas. Apenas superada la treintena de edad, Alhambra fue la mejor árbitro del mundo el año pasado. Así, tal cual. Ha superado a leyendas de la talla de Nigel Owens o Craig Joubert en su tarea, que sigue siendo tremendamente complicada pese a las ayudas tecnológicas y el respeto que profesan los jugadores a la figura del juez.
Alhambra fue, además, la primera mujer que arbitró un partido internacional masculino. Fue en el estadio de Anoeta, en San Sebastián, en el duelo que enfrentó a Estados Unidos y Tonga. La malagueña hizo las veces de juez de línea, asistiendo al colegiado principal en su labor.
Ingeniera de telecomunicaciones, Nievas fue, además, la única española que estuvo presente en la final olímpica de rugby a siete, ya que fue designada para ejercer como juez del partido que enfrentó a Australia y Nueva Zelanda.
El arbitraje no es, sin embargo, su única conexión con el mundo del rugby. La andaluza comenzó su andadura con el oval en las manos, y llegó a formar parte de un seleccionado español que jugó un Seis Naciones femenino.
Sin embargo, ella y todos los que orbitan alrededor del mundo oval, ya sea al máximo nivel o no, saben que van a pasar relativamente desapercibidos. Oirán a sus compañeros de trabajo, a sus amigos de clase o su familia hablar del partido del fútbol del sábado a voz en grito. Pero será complicado que ese esforzado delantero alce el tono y diga que el domingo, mientras llovía, se dejó la rodilla en un campo justito de verde ante un rival que luego invitó a cerveza. Por lo menos, en eso, el rugby español no tiene nada que envidiarle a las historias que llegan desde las islas.
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