Perdone el lector mi condición de millennial pero para mí el fútbol fue durante mucho tiempo una victoria constante del Real Madrid frente al Atlético. Esos 13 años sin perder en Liga que para mi compañero de líneas representaron una travesía en el desierto eran en mi caso una rutina esencial. Por eso me sobresalté hace poco cuando acudí a la hemeroteca y descubrí que el primer derbi que se disputó estando yo vivo lo ganó el Atlético dos a cero, con goles de Vizcaíno y de un tal Manolo. No he querido indagar mucho, pero me he enterado esta semana de que a ese gol casi aleatorio le precedieron unas manos flagrantes. Algo me olía.
Me piden que hable de goleadas y lo cierto es que no las recuerdo. Trato de rescatar humillaciones y quizá la más grande sea esa: que durante mucho tiempo significaron poco. Los derbis eran derbis porque ese día Telemadrid retransmitía regatas desde el Retiro y partidos de fútbol indoor, pero a la hora de la verdad, generalmente ya sin luz y no a las 4 de la tarde, José María del Toro cantaba los goles siempre del mismo lado.
No recuerdo las goleadas pero sí recuerdo los detalles que sacaban a esos partidos de la normalidad. Algunos ni los ganó el Madrid, aunque eso he tenido que comprobarlo ahora.
Mis recuerdos de niñez se mezclan invariablemente con Clarence Seedorf. El primero es un regate en el Bernabéu, contra el Celta, al que asistí como primerizo en el estadio con entradas baratas y rodeado de ultras vigueses. El segundo fue ese chute de 40 metros que le coló por el centro a Molina después de que el portero diese dos pasos desorientadísimos hacia la derecha pensando que era un centro para Davor Suker. Al día siguiente, con seis años, en el recreo celebrábamos los goles como si celebrásemos un embarazo. Con menos gracia que Seedorf y Roberto Carlos, pero con bastante más que Pedja Mijatovic. Empate a uno. Año 97.
De aquellos partidos recuerdo la comodidad que transmitía Ronaldo. Entre central y central tendía una hamaca y allí holgazaneaba hasta que se le escapaba un gol. Era casi una falta de respeto al delantero no ver el partido tumbado también, esperando un daikiri servido por Zidane, como en aquel derbi de 2003 en el que dicen que mandó el Atleti pero acabó con el Madrid borracho y celebrando el 0-4, con un Raúl académico. Dos goles de área pequeña, recuerdo a sus hijos y beso al anillo. Aquel Madrid galáctico era una oda a la familia tradicional.
Los goles de ese partido se recitan de memoria, por lo fácil. Ronaldo, Raúl, Ronaldo, Raúl. Lo extraordinario del derbi siguiente fue seguir con la secuencia. Otra vez Ronaldo, otra vez Raúl. Fue el del gol a los 14 segundos, el reguero de rojiblancos por el suelo, la gorra intolerable del Mono Burgos y la mirada perdida de Simeone.
Ya pensaba entonces el Cholo en vengarse de alguna manera, por suerte. Con el paso del tiempo la relación entre Madrid y Atlético cayó en una especie de paternalismo letal y falsos ánimos en las finales de la UEFA contra el Athletic de Bilbao. "Por lo menos que gane un madrileño". También eso era una victoria blanca, humillante.
Simeone cambió eso para siempre y con ello inició el camino hacia la victoria definitiva. No la recuerdo mucho. Sólo que la cámara enfocó al Cebolla Rodríguez con la cara hundida entre las manos en un banquillo de Lisboa, en el descuento, con su equipo ganando 1-0 en una final de la Champions y entonces se supo que sí. Recuerdo el shock durante una décima y el caos posterior, la afonía, un momento angustioso debajo de muchos cuerpos y el mío lleno de moratones. Creo que después el Madrid marcó otros tres goles, y que incluso ganó otra Champions, pero la Historia realmente terminó en ese instante. No habría sido lo mismo en los 2000. Gracias Cholo.
Atleti: lo que Wanda debe saber
Centremos la cuestión. Convivir con el Real Madrid en la misma ciudad es soportar al compañero que permanentemente fanfarronea de su salario en el despacho de al lado. O sufrir la opulencia del rico que insiste en exhibirte las doradas escaleras de su casa que conducen a estancias inconfesables. O someterse a la detestable condescencia de aquellos madridistas, que -pésimos actores-, espetan: 'No, si mi segundo equipo es el Atleti'. Una condena, vaya. Que sí, que 11 copas de Europa y tal y cual. Pero los Atléticos vivimos una pasión que sobrevuela indiferente al palmarés.
Eso sí, para un Atlético, no hay placer en la vida como derrotar al Real Madrid. Lo entienden hasta los chinos de Wanda. Ganar en cualquier formato, hora y lugar: sea en Liga, en amistoso, a las chapas, en el FIFA 17, en Copa o en Champions. Sí, en Champions, porque llegará la hora.
La historia de los derbis dice que el Atlético sabe humillar al Real Madrid. Claro que sabe. Si hay que remontarse al antiguo régimen, cuando el fútbol era en blanco negro y no había slow motion, nos remontamos: la primera gran goleada a los blancos se remonta a la temporada 47-48. Los héroes goleadores: Escudero, Campos, Juncosa (2) y Vidal.
Resumamos y avancemos más allá de los años del blanco y negro. La democracia trajo el fútbol en color, y con el color, en los 80, dos soberanas goleadas del Atlético en el Bernabéu. Una (84-85) en la era pre Gil, con Luis Aragonés devorando cigarros en el banquillo. Hugo Sánchez aún lucía la rojiblanca, antes de largarse a hacer cabriolas a la acera de enfrente: él marco un gol, y Marina y el 'negro' Cabrera (no era aquella una España de eufemismos) completaron el festín. Fue la primera noticia para un hoy cuarentón de que el todopoderoso Real Madrid de Míchel, Sanchís, Camacho o Valdano también podría ser reducido a las cenizas de un equipo vulgar.
Después llegó Gil. Y sus peleas con Mendoza. El Atlético, en la temporada 87-88, cambió de estilo en todos los sentidos y reamuebló hasta el último puesto de pipas. Más de media plantilla nueva y ahora detrás del humo del cigarro peroraba sin límite César Luis Menotti. Con Futre como desbocado caballo, imparable con el balón en los pies y el noble arte de sacar a Buyo de sus casillas, el equipo rojiblanco ajustició al Real Madrid bajo una inclemente lluvia que embelleció la estampa. Otro 0-4 para la historia. Con recochineo incluido: hasta marcó Julio Salinas, quien abrió el maltrato futbolístico que culminaron el propio Futre y López Ufarte.
Los 90 trajeron gloria y triunfos con recurrente frecuencia. Aquella inolvidable final de Copa del año 1992. Futre seguía regateando entre pitillo y pitillo, lanzado por la nibelunga cabellera de Bernd Schuster, quien tras su paso por el Bernabéu decidió pasarse a los buenos. Dos zapatazos muy lejos del impotente Buyo y el Atlético, campeón. Hubo más belleza en esa victoria que en los desenlaces de las finales de Lisboa y Milán. ¿Qué una cosa es la Copa y otra la Champions? Hay cosas que la razón madridista jamás entenderá de las entrañas rojiblancas... No lo intenten.
También es verdad que el aficionado atlético saborea los triunfos por la mínima como una humillación de facto, eso es así. Incluso empates en el minuto 92 –ay, Demetrio Albertini- se llegaron a festejar como tres puntos en aquel paseo a cámara lenta por el desierto (y sin agua) que supusieron 13 años sin ganar al Madrid. Aunque sea sólo por no someterse al aparato propagandístico multimedia, porque rapsodas nunca faltaron para contar con pretenciosa poesía, la no siempre legítima gloria blanquecina.
El siglo cambio, y el cuarentón terminó hastiado de explicarle a los millennials incrédulos que el Atlético fue grande en el fútbol en España. Y un día llegó Simeone para darnos la razón. Aquel cabezazo de Joao Miranda en otra final de Copa en el Bernabéu -de hecho, los posteriores goles de Ramos de cabeza se antojan un tosco remedo 'vikingo'- rompió la risa floja y la condescendencia del vecino, que quedó sometido en otro 4-0, éste como local en 2015, ya dentro de una normalidad victoriosa casi burocrática.
Los atléticos, en suma, estamos mejor pertrechados para el día del juicio final futbolístico. El aficionado blanco vive un matrimonio de conveniencia con su equipo, presto para renunciar al vínculo al primer contratiempo: tanto ganas, tanto vales. El Atlético y su afición viven un pacto de sangre, se amarán y respetarán todos los días de su vida. Por eso la pasión es del Atlético de Madrid y de su gente. Y ahí radica -cada día, cada minuto, cada segundo- su verdadera humillación sobre el Real Madrid.
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