La zarzuela reclama la atención que se merece. Y lo hace para hacerse valer, sobre todo frente a ese público millennial que rechaza lo que teme, le revuelve y le obliga a pensar. Todo ese conjunto de reivindicaciones, en todas direcciones, confluye elegantemente en una doble producción del género sicalíptico que en la práctica cierra la temporada de este año. Enseñanza Libre y La gatita blanca deben ser un planteamiento central a la hora de divulgar nuestro teatro musical. Enrique Viana, el director de escena, y Daniel Bianco, director del Teatro de la Zarzuela y escenógrafo de la producción, parecen tomárselo de forma literal, al eliminar el patio de butacas y construir un gran escenario alrededor del cual se dispone el público. Las dos piezas estarán en cartel hasta el 28 de mayo.
Las nuevas tecnologías, esas que nos retrotraen a una (falsa y primitiva) versión asocial del ser humano, son las encargadas de abrir la trama.
El diseño escénico en general es correcto y despierta el interés desde el inicio. Cierto es que estructurar un espectáculo visto desde todos los ángulos no es fácil, y en esta ocasión no siempre está bien conseguido. En algunos momentos esa idea circular se diluye para centrarse en mayor medida en el grueso de los espectadores, que se encuentran en aquel espacio donde normalmente se sitúa el escenario. Sin embargo, el trabajo del libreto realizado por el director es excelente. Con el pretexto de montar La gatita blanca, Enseñanza Libre se convierte en una interesante transición desde el mundo actual a uno indefinido. Las nuevas tecnologías, esas que nos retrotraen a una (falsa y primitiva) versión asocial del ser humano, son las encargadas de abrir la trama. Lentamente se diluye toda esa novedad tecnológica en algo no tan contemporáneo, pero mucho más valioso.
La protagonista, al borde de los nervios por su examen de Termodinámica, espera con ilusión una nueva tableta cuando su tía le entrega una de turrón recién traída de Alicante. Ese gesto inocente funciona a modo de símil. Poco a poco se desvela lo que será una obra en cuerpo y alma, elegida aquí como representante de un gran patrimonio cultural y social que decenas de años después sigue ahí tan vigente como en sus orígenes. Ni que decir que el de ahora se vuelve obsoleto a los pocos meses, incluso él mismo se bloquea para que su actualización y aprovechamiento sean imposibles. Las lavadoras, la ropa barata que nos fabrican los esclavos en Bangladesh, algunos monólogos o los bestsellers de obsolescencia programada inundan nuestro día a día. Y menos mal que la tienen porque hay demasiado mediocre que solo sirve para ocultar lo más valioso convirtiendo en un placer el mero hecho de disfrutar aquello que es capaz de sobrevivir siglos.
En el marco de esta reflexión se encuentra esta producción. La zarzuela ahí sigue, esperando a que le den mil vueltas, se obtengan mil versiones y llegue renovada a una generación distinta en cada oportunidad. La zarzuela es desde sus origines un revulsivo social, crítica con todos los poderes y reflexiva hasta un punto tabú hoy en día. Y además, como se nos recuerda al final de La gatita blanca, lo hace en castellano, sin recurrir absurdamente al inglés como reclama la empobrecedora y unitaria modernidad.
Pero volviendo a la producción en cuestión, es cierto que mientras la termodinámica de la obra ha sido realmente conseguida, a veces su planteamiento cinético se pierde. Todo ese inicio desaparece en el resto de la trama y no cierra la historia con el broche de oro que se merece. A ratos, el montaje peca de sencillez y se echa de menos alguno de esos chistes o comentarios tan incorrectos del texto original, precisamente por la tensión actual que le obliga a uno a medir con mucho cuidado tanto el uso de las palabras como de los palabros. Aun con todo, el trabajo es de muy alta categoría y, por encima de una escenografía completa de Daniel Bianco, y una iluminación acertada por parte de Albert Faura, destaca el vestuario muy elaborado de Pepe Corzo, sobre el que se sustenta tanto gran parte del planteamiento visual como el argumental. Sin duda, ese momento en que los bailarines se visten de la misma lámpara principal del teatro está realmente conseguido.
Enrique Viana ha sabido estructurar sus movimientos sobre el escenario. Todos actúan sincronizados sin perder su individualidad.
El equipo que conforman actores, coro y bailarines está muy bien compenetrado, convirtiéndose todos en figurantes clave del conjunto del montaje. Esto no es del todo habitual en las producciones líricas, pero Enrique Viana ha sabido estructurar sus movimientos sobre el escenario. Todos actúan sincronizados sin perder su individualidad. Tanto Cristina Faus como María José Suárez bordan sus papeles femeninos y aportan una calidad vocal exigente para una producción en la que hay que intercalar notas bien dadas con berridos que desgarran la garganta. Lo mismo ocurre con el siempre cómico tenor Ángel Ruiz o el barítono Axier Sánchez y con la actriz Gurutze Beitia. Mención aparte requiere la presencia de Roko, y ciertas dudas surgen a partir de su actuación. Su necesidad de usar micrófono choca y sorprende. Cabe preguntarse si era la persona adecuada para realizar el papel de la gatita, o ella misma debía haber entrenado previamente su voz para no desentonar con el resto del elenco. Aunque su participación y su actuación son positivas, ni la zarzuela requiere siempre de voces operísticas ni tolera satisfactoriamente el uso del micrófono.
Deconstruir el teatro para darle una nueva perspectiva es un experimento muy interesante
La orquesta, en el lado opuesto a donde se sitúa habitualmente y con Manuel Coves a la cabeza, suena alegre y enérgica. Aun con la disposición central del escenario, la acústica es lo suficientemente buena para este par de obras desenfadadas. El director de escena presume de haber dejado intactos los cantables, que se intercalan armoniosamente con el conjunto de las partes habladas. Mención especial merece el número dedicado a nombrar a todos los reyes godos, pues sale uno del teatro deseando ser capaz de cantarlo. Y al igual que la orquesta, el cuerpo de baile, que interacciona permanentemente con el coro, está bien dirigido por Nuria Castejón. En una obra pícara como esta, la danza se convierte en un elemento clave y transversal.
Deconstruir el teatro para darle una nueva perspectiva es un experimento muy interesante. La clásica sala a la italiana, en herradura, donde el patio de butacas abraza un escenario frontal, debe ser protagonista de nuevos y originales usos, sobre todo en el mundo del teatro lírico, la ópera y la zarzuela. Sin embargo, bien es cierto que la forma en la que se ha limitado el número de espectadores a aproximadamente la mitad vuelve el espacio algo más frío, y se echa de menos una mayor interacción con el espectador que, sin participar en la obra, sienta que de verdad se encuentra alrededor de una hoguera para compartir una experiencia. Puestos a pedir, algún día deberían dejar a ese público que tararea durante la función, y sale del teatro con la melodía en la cabeza, el hacer las veces de coro en algún número especialmente preparado al final. Ya que esta vez tampoco ocurre, pues que pase en la próxima.
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