El 11 de noviembre de 1918 el bosque de Compiègne fue testigo de una de las firmas más importantes de la Historia de Europa. Eran alrededor de las 5 de la mañana cuando representantes de los Aliados y del Imperio Alemán firmaron un armisticio que ponía fin a la sangrienta Primera Guerra Mundial. Frenaba el número de muertes que ya alcanzaba los 9 millones y dejaba atrás más de 1.500 días que habían hecho agonizar a Europa y temblar a los líderes políticos del momento.
La paz, una rendición por parte de Alemania, se selló dentro de un vagón que surcaba el viejo continente camino al actual Estambul. Fue una larga negociación en el interior del coche Foch, que tras la firma fue recogido por Francia. El país galo no tardó en encajarlo en un museo, mostrando así su victoria, humillando de algún modo a Alemania, enseñando su derrota. Pero, como ocurrió en numerosas ocasiones durante la siguiente gran guerra, los alemanes se vengaron del símbolo y el vagón fue utilizado como despacho durante la II Guerra Mundial para que Francia firmara la redención ante Alemania. Fue tan simbólico que cuando Hitler supo que el final estaba cerca ordenó a las SS dinamitarlo, no quería pasar por lo que él le había hecho pasar a los franceses.
Este 19 de mayo se cumplen 40 años desde el último gran viaje de este ferrocarril, desde que el encanto perdió fuelle y los costes empezaron a ser inmanejables. Pero su historia, tanto la real como todas las ficticias, es parte de la historia europea. El famoso Orient Express se transformó, y se transforma, en el escenario de libros, películas e incluso en la oficina de algún que otro espía que escuchaba en esos coches los cuchicheos de las clases más acomodadas.
Pero para llegar a ponerlo en marcha se requirieron varios años y una potente infraestructura. Todo empezó cuando Georges Nagelmackers, fundador de la CIWL (Compagnie Internationale des Wagons-Lits, empresa que comercializó los primeros coches cama) tuvo la idea de crear un tren que llevase a los europeos hasta oriente. En 1883 se presentaba un ferrocarril que, tras seis años generando vías, sería capaz de trasladar a los pasajeros desde París hasta Constantinopla (Estambul), surcando más de 2.000 kilómetros en aproximadamente 80 horas.
Nagelmarckers lo hizo a lo grande. Cada uno de sus coches, de sus vagones, estaba diseñado por René Lalique pensando en sus futuros ilustres pasajeros. La madera de teca y de caoba rodeaba las paredes, las sábanas eran de seda en una Europa que remendaba abrigos y el oro brillaba en los platos y los cubiertos del vagón restaurante. No podía ser de otra forma. El apodado como Orient Express por la prensa llevaba a lo más alto de la aristocracia europea, a la realeza e incluso a algunos espías, que aprovechaban para escuchar las conversaciones ajenas.
La ruta era compleja. Pasaba por países menos amables que los europeos. En 1881 sufrió el primer gran percance. Unos hombres lo asaltaron al pasar por Turquía llevándose más de 40.000 libras esterlinas y secuestrando a cinco personas. Fue en el mismo lugar, en 1929, cuando los pasajeros tuvieron que bajarse a tierra firme y cazar algún que otro animal de los que merodeaban por la zona. El tren se había quedado bloqueado por la nieve y tuvieron que sobrevivir cinco días a menos de 20 grados bajo cero y casi sin reservas.
No fue lo único, también a principios de los ochenta el ferrocarril quedó retenido. Uno de los huéspedes de sus coches cama enfermó de cólera y tuvieron que poner a todo el pasaje en cuarentena dentro del tren. Además de los largos parones que sufrió durante las dos guerras mundiales, uno de ellos de cuatro años.
Pero sus vagones tenían vida propia, con parones, saqueos y climatologías adversas. Igual que el Foch, otros de sus coches fueron cobijo de momentos históricos. Uno de ellos, el Persus, sirvió de coche fúnebre para Winston Churchill, en 1965, en su funeral sobre ruedas. Charles De Gaulle decidió viajar en el Phoenix, y el Zena fue el escenario de Asesinato en el Orient Express, el libro que encumbró a Agatha Christie y que tanta repercusión ha tenido en la gran pantalla. Incluso sus baños fueron testigos de grandes historias. Dicen que, en pánico, Fernando de Bulgaria utilizó uno de ellos para esconderse. Temía que le asesinasen.
Sus rutas pasaban por lugares tan convulsos que a los pasajeros se les recomendaba llevar armas en el equipaje y tenerlas a la vista al pasar por los Balcanes. Se trataba de toda una aventura en una época en la que los viajes a lugares exóticos otorgaban fama a los que los hacían y además, en el Orient Express, los huéspedes cruzaban junglas en salones de terciopelo.
Aunque fue en 1977 cuando realizó su último viaje de París a Estambul, siguió manteniendo rutas más pequeñas y desde hace años muchos trenes ambientados en el Orient Express recorren parte de su recorrido como atracción turística. Anuncios, películas y libros siguen utilizando como reclamo y sus interiores son copiados por restaurantes y grandes hoteles. Fue el tren de las guerras, de los reyes y de los actores, el único donde se decidió el futuro de Europa.
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