La película de Víctor García León que llega a los cines este fin de semana se incorpora a la lista de películas de retrato sociopolítico que tuvieron en Luis García Berlanga y en La escopeta nacional el paradigma cinematográfico de cómo debemos reírnos de nosotros mismos y de nuestras miserias, nuestras Españas y, por supuesto, nuestra inseparable corrupción.
Selfie lo que aporta es una mirada nueva, en la que nos pilla en una (auto)foto fija, la de 2016. Borja Bermúdez, interpretado por Santiago Alverú, es un niño bien e hijo de un ministro corrupto del Partido Popular que ve todo su contexto social destrozado por la entrada de su padre en la cárcel. Su deriva social le hace pasar de vivir en una urbanización de lujo a hacerse pasar por un desahuciado que es acogido por una activista social. En su nuevo entorno social rondará los círculos de Podemos y vivirá en un piso compartido en el barrio multiétnico de Lavapiés.
Borja está continuamente acompañado por una cámara que le hace un seguimiento para un documental. La cámara hace que Borja se mantenga constantemente en la posición de quien está siendo grabado. Un postureo con el que afronta los inconvenientes de su nueva vida. No tener techo es un reto personal, una lección de la vida. Dormir en el cuarto del hijo de su criada suramericana es una experiencia antropológica. Todo menos reconocer que su vida está hundida. Él no es de los que pierden y se comporta como si el metraje de su vida pudiera ser editado posteriormente para ser colgada en el muro de su Facebook.
En el Selfie de Borja se cuela España de fondo. Como un photobomb la realidad se mete en la ficción con escenas grabadas con Pablo Iglesias abrazado a los suyos en un mitin en la Caja Mágica de Madrid, en la calle Génova la misma noche de las elecciones y en la fiesta de Podemos junto al Museo Reina Sofía.
Un acercamiento con la realidad que llega al troleo cuando el actor le da dos besos a Esperanza Aguirre presentándose como un Bermúdez. Porque Borja Bermúdez es una ficción, pero su tiempo histórico es muy real. Su personalidad es terriblemente contemporánea, especialmente su manera de jugar y reírse de la vida, principalmente de la de los demás. Él viene de la casta, a la que intenta aferrarse, mientras desprecia otra España que le es ajena. Así que te ríes de él por su situación y te ríes con él por sus momentos más políticamente incorrectos, esos en los que saltas de una España a otra, como uno de esos tuit que indignan y gustan a partes iguales, a Españas distintas.
Y en ese reparto de Españas, en este retrato del país, es el PSOE el que no aparece bien parado. En los códigos de esta película en la que encajan las palabras selfie, photobomb y postureo no aparece la palabra PSOE. En la parodia política del celuloide de nuestro país que más ha triunfado entre el público del Festival de Málaga ya no vienen los socialistas como en el 82. Pedro Sánchez tendrá que moverse si quiere salir en la foto, en el Selfie de los españoles.
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