Hay destinos de los que nunca se regresa. Parajes donde se queda varada el alma. Así es la Selva de Irati, el hayedo abetal más grande de Europa, el lugar ideal donde dejarse perder un verano. Y otro. Y otro.
Este bosque de bosques, con una extensión de 17.000 hectáreas, se enclava en el Pirineo navarro y ocupa una cuenca rodeada por cuatro valles: dos en territorio español, Aezkoa y Salazar, y otros dos en suelo francés, Cize (Garazi) y Soule (Xiberoa). Es el paraíso para practicar lo que los japoneses llaman shirin-yoku, caminar en la naturaleza con los cinco sentidos alerta. Bañarse en la inmensidad de un paisaje que irradia una extraordinaria energía.
Es la magia de Irati (helechal, en euskera), que cautiva al visitante desde la primera vez. Hay dos accesos principales: por el este, Ochagavía, y por el oeste, Orbaizeta. Desde Pamplona a Orbaizeta, nuestro destino, hay apenas 60 kilómetros que parecen muchos más. El bullicio de Pamplona, especialmente en Sanfermines, queda muy lejos de la paz del valle de Aezkoa.
Dónde alojarse y comer
En esta pequeña localidad navarra con un par de centenares de vecinos hay un bar, el Pardix, y varios hoteles rurales. No hay tiendas de ningún tipo, ni oficinas bancarias, pero por carretera se accede fácilmente a otras poblaciones cercanas como Aribe o Burguete. Los martes y los viernes se acerca el pescadero, también cargado con fruta y verdura, a Orbaizeta. Hay que estar alerta.
Ana, la propietaria de Casa Txorrota, cuenta estos detalles de la vida cotidiana a los visitantes. Ana, estupenda anfitriona, tiene buena mano para la cocina y quien prueba sus cenas suele repetir. ¡Ay, ese bacalao con salsa de piquillos y esa tarta de zanahoria! Otras opciones por la zona el Betolegi Ostatua en Orbara, o Mendilatz, camino del embalse de Irabia.
Fue la madre de Ana quien empezó con el negocio rural sin pensarlo dos veces, al ver cómo llegaban los turistas a la zona y se necesitaba alojamiento, y la joven ahora lleva la voz cantante con gran entusiasmo. Cuando regresas a casa tras el viaje, quiere saber si has llegado bien. Huérfano del valle, ya sueñas con volver. Parte de ti se ha quedado entre las hayas de Irati.
Qué hacer
Una vez que comienzas a dejarte mecer por el ritmo pausado de la vida en Orbaizeta, la tarea del verano consiste en elegir sendero y emprender el camino. Hay cerca de tres decenas de senderos locales de un recorrido inferior a los 10 kilómetros que están al alcance de cualquier andarín vocacional. Para profesionales quedan los de largo recorrido, incluso rutas transpirenaicas.
La primera inmersión en la selva de Irati fue bajo la guía de Koldo Villalba, de Itarinatura. A falta de tiempo y con el sello urbanita grabado a fuego, habría necesitado meses para descubrir ese mundo que para él es tan cercano. Nos movimos por una de las rutas de los contrabandistas, aunque a plena luz del día. Muchos habitantes del valle se dedicaron durante años a pasar ganado caballar a Francia y traer de allí medias de nailon, encajes o agujas. Multiplicaban por diez su escaso jornal.
Con la vista empiezas a distinguir las hayas de los abetos blancos, en esta zona, robles o arces
De aquella iniciación en el bosque quedaron los sentidos abiertos a nuevas experiencias en la naturaleza. Con la vista empiezas a distinguir las hayas de los abetos blancos, en esta zona, robles o arces. Sin apenas darte cuenta, empiezas a fijarte en las pisadas de los animales, en sus excrementos o en el pelo que dejan en los arbustos al rascarse.
Hueles la madera. Cómo huelen los troncos recién cortados. Las hayas, en luna creciente. Los robles, en luna menguante. Así arden mejor, según dan fe los viejos del lugar. Al paso de los caminos ahora dejan la tala. Y delante de cada casa cada uno guarda su parte para el invierno. Pequeños trozos cortados con esmero.
Escuchas atentamente lo que te dice el bosque. Distingues a los pícidos, los carpinteros, su taladro es el más fácil de identificar. Los trinos de los pájaros dejan paso a los cencerros de las vacas, al relinchar de las yeguas que protegen a sus potrillos del acecho del forastero, y al balido de las ovejas. Y el viento, que mece los árboles, y a veces se confunde con el ágil movimiento de animales que se alejan sin que lleguemos a distinguirlos.
Los pasos al caminar se perciben diferentes. Sobre tierra húmeda o seca. Sobre las hojas. Por la gravilla de la pista. A veces incluso se escucha el sonido del silencio.
En el bosque del Ursario (majada de agua, en euskera) la ruta se desdibuja por momentos y piensas que estás perdido. Has de confiar en tu instinto, tan poco habituado a actuar en territorio ignoto.
¿Y si no vuelvo a encontrar el sendero? ¿Y si pasan las horas y no saben dónde buscar? ¿Y si he de pasar aquí la noche? No hay conexión con el móvil. Sólo hay un mar de hayas que dejan el suelo en sombra, chapoteado, y al urbanita desconcertado. Esa desorientación en la naturaleza incluso es una experiencia mágica, por lo primigenia y por lo novedosa.
Dicen que dos seres mitológicos, Basajaun y Basandere, cuidan de la naturaleza de estos parajes
Dicen que dos seres mitológicos, Basajaun y Basandere, cuidan de la naturaleza de estos parajes. Junto a ellos también lo hace la junta del valle, el gobierno local, que hace pagar a quienes quieren recoger setas, por ejemplo, o se encarga de cuidar la señalización de los senderos. No siempre está revisada y por ello es fácil despistarse.
De las rutas más fáciles de hacer destaca la vuelta al embalse de Irabia. Es sencilla por el recorrido que se extiende por unos diez kilómetros. Es agradable comer al aire libre en el merendero junto al parking de Irabia, previo pago de una cuota que se reduce si te alojas en la zona. Es curioso cómo sabe el pan con queso cuando lo comes mirando al monte.
Por la noche es aún más especial la experiencia de saborear el bosque. Primero, una cena con productos de la tierra (chorizo de jabalí, salsa de pimiento de piquillo, tortilla con pimientos verdes y patatas, licor de mora y tarta de Txantxigorri, con manteca de cerdo y canela).
De los sabores locales destacan los sabrosos quesos
De los sabores locales destacan los sabrosos quesos. Camino de la fábrica de armas de Orbaizeta, una de las mayores de Europa en el siglo XVIII, hacen y venden un delicioso queso de oveja. Más fuerte es el que se compra al pastor directamente camino de la cueva de Arpea. Queso francés, en este caso. Entre 15 y 20 euros por un kilo aproximadamente.
Tras la cena, con la ayuda de un telescopio, intentad vislumbrar estrellas y planetas. Júpiter es en esta época quien mejor aparece. Si no lo habéis hecho nunca, probad a escuchar en la oscuridad. Cada sonido se recubre de misterio. Cada ruido nos pone en alerta.
Qué leer
Es una forma de conectar con lo que hay dentro de nosotros. La Biografía del Silencio, de Pablo D’Ors, es la letra adecuada para esta sinfonía de experiencias. Ese opúsculo sobre cómo meditar cala muy dentro en plena naturaleza.
También es un viaje a la infancia un verano en Irati. Esa niñez donde habitan los seres extraordinarios que duermen en robles milenarios, como el que hay en el sendero que parte de Aribe y pasa por un antiguo balneario, en la zona donde pescaba Ernest Hemingway, tras los Sanfermines. Son esos gnomos como el que perdió un zapato que misteriosamente encontró Koldo hace años y guarda como un tesoro. Es uno de los enigmas de la Selva de Irati. Apetece en este ambiente releer cuentos y leyendas locales, y rebuscar notas sobre Irati en las obras de Hemingway.
Qué ver
Como entorno mágico, en un puente hacia el fin del mundo, está la cueva de Arpea en el valle de Cize (por allí pasaron los hombres de Julio César) o Garazi, en euskera. Los más curtidos parten de la fábrica de armas y llegan a Arpea después de 25 kilómetros de paisaje de pastizales y montes.
También se puede acceder en vehículo y el tramo final es de una belleza sobrecogedora. Las laderas de los montes parecen pintadas de diferentes tonalidades de verde. Cuando sopla el viento, puede verse bailar la hierba a su son y desplegarse rítmicamente. La cueva es un anticlinal en flysch oceánico, formado hace unos 30 millones de años.
Hace millones de años este bosque con sabor medieval era fondo marino y aún pueden encontrarse fósiles que lo confirman. Ernest Hemingway decía que Irati le ponía los pelos de punta y buscaba siempre que podía perderse entre las hayas. Del autor de Fiesta hablan los vecinos y también de los akelarres de brujas cerca de donde ahora se enclava la ermita de San Joaquín.
La naturaleza era un templo para unos y otros, como lo es para quienes buscan su camino en la vida. Un verano en Irati. Mil y un veranos hasta fundirnos con el silencio que habita en nosotros.
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