Si te acercas al mostrador y dices check in muy rápido suena a japonés. Sin embargo, lo más seguro es que nadie te entienda y puede que incluso te metas en problemas. Apunto en mi libreta cosas así de espirituales (lo del check in) en el trayecto que separa la isla de Miyajima, al sur de Japón, cerca de Hiroshima, y un pequeño pueblo llamado Oji, en la prefectura de Nara.
Después de unos días en Japón decir Nara es como abrir una especie de grifo fonético. Nada de haches intercaladas, ni guiones, ni jotas, ni kas... Un extraño momento de asueto.
La hora tope para hacer el check in, si es que se puede hablar en esos términos en un templo budista incrustado en un espeso bosque japonés, es a las 17.00 de la tarde. Aproximadamente una hora y media antes de que el sol se ponga para volver a ser naciente.
Los mapas, las aplicaciones de móvil y los trenes de alta velocidad ayudan. El recorrido en varios trenes trascurre sin sobresaltos. Sin embargo, la ruta quizás es demasiado ambiciosa y lleva buena parte del día. Senjuin se llama el templo y para llegar allí solo hace falta un último medio de transporte, un taxi. Queda media hora para llegar antes de que cierren.
Se puede decir Senjuin muy rápido, como ellos, pero tampoco te entienden. Y como el japonés está lleno de jotas, kas y haches intercaladas, resulta que el único taxista que hay en la parada de Oji, un tipo que parece hacer pocas carreras al día y mucho menos para turistas, es todo un reto. Senjuin no se pronuncia como lo estás leyendo, ni como resuena en tu cabeza. Cuando lo pronuncia el taxista parece una broma. Nada concuerda.
Pero el protagonista de todo esto no es un turista, ni un taxista, sino un monje. La anécdota del taxi viene a cuento porque gracias a él y a una carretera sinuosa que escala una montaña cada vez más estrecha, más empinada, menos asfaltada y más oscura, la llegada al templo se retrasa hasta las 16.55. Antes, hay que remontar unas escaleras desde el final de la carretera que más que subir, hay que escalar, y que acaba ofreciendo dos caminos flanqueados por una suerte de pilares de piedra con inscripciones ilegibles. Más allá, bosque y más bosque. La decisión, acelerada, acaba siendo la correcta y en unos 100 metros (lisos) el templo está a la vista y aún abierto. Son las 16.59.
Pero el protagonista de todo esto no es un turista, ni un taxista, sino un monje
Varios módulos con los característicos tejados a dos aguas japoneses parecen amontonarse unos sobre otros, casi devorados por grandes arces verdes en esa época del año. Sin embargo, solo cuatro personas lo habitan. Una mujer que no parece ser de allí y que se pasea con un kimono dando pasos cortos, riendo sin carcajadas, como afectada por una locura inofensiva; la que parece la responsable de todo aquel mamotreto de vigas, suelos y tejados de madera chirriantes; un cocinero o cocinera que nunca se dejará ver y él. Sí, él.
Es joven y escuálido. Con aspecto aniñado. La cabeza rapada y andares ligeros, más que rápidos, dentro de una túnica clara que parece la sábana con la que se ha tapado nada más levantarse de la cama. Sus ojillos escrutadores se esconden tras los cristales austeros de sus gafas y, a diferencia de los japoneses conocidos hasta entonces, no sonríe. Y eso inquieta en un templo budista incrustado en un espeso bosque japonés, a punto de anochecer.
Es el momento de confirmar la reserva. Check in, muy rápido. La jefa (llamémosla así), comprueba los datos mientras sonríe y cabecea afirmativamente y, como es un templo budista y todo fluye, la espiritualidad y eso, el dinero también, así que hay que pagar la noche por adelantado. Las haches, las kas, las jotas...se amontonan mientras la jefa habla y al coger el dinero de la cartera sobre un diminuto mostrador de bambú uno ya no sabe cuánto es un yen y solo maldice la inflación y los tipos de cambio.
Ya son pasadas las 17.00. Entonces él se mueve ligero y mete la mano en la cartera. Ese trámite ya debería estar hecho. Un monje budista mete la mano en tu cartera. Un monje con prisa. Tú con prisa en un templo budista. Ninguno de los dos esperaba eso al despertarse. En ese momento le miras. Check in! Él, tras sus cristales, tú reflejándote en ellos con el pelo más bien sucio, la piel algo quemada y muchas ganas de darte una ducha. A veces algo se rompe entre dos personas y casi se puede escuchar un chasquido. Algo que quizás mañana no se habría roto. Y en un templo budista hay mucho silencio.
Pasear por pasillos y pasillos, esquinas y más esquinas, con un monje que no te habla. Como un niño en un triciclo esperando que Kubrick grite corten. Al final se frena ante una puerta y decide que esa es tu habitación.
A veces algo se rompe entre dos personas y se puede escuchar un chasquido
El monje ofrece la puerta con las dos manos abiertas sin dejar de mirar a los ojos. No sabes por qué si el templo está vacío –aparte de sus cuatro habitantes, uno de ellos supuesto—la habitación tiene que ser esa. ¿Con qué criterios? ¿Por las vistas? ¿Por el silencio?
El caso es que por delante te espera una noche en ese templo budista. Esa será tu habitación, un cuadrado con un futón en el suelo y un gran ventanal con vistas a una especie de tatami preparado al aire libre con inciensos, telas y esculturas para servir de lugar de culto y ceremonia. Nada o poco más.
Ya ha oscurecido y la cena se sirve hasta las 20.00. Le ha sentado mal que llegaras casi a las 17.00. Así es que bajas a darte una ducha rápida desandando el camino por los pasillos interminables. En el hall, si es que se le puede llamar así a la entrada de un templo, hay un cartel que parece decir que por ahí se va al onsen.
Un onsen viene a ser una ducha en la que primero uno se puede echar por encima un cubo de agua y lavarse en general para luego meterse en una especie de piscina de agua caliente y relajante.
Si entre los amigos sobran las palabras, a veces entre los extraños también
El camino, bajando plantas y plantas, como si hubiera más templo sumergido que en la superficie, lleva al onsen, pero un cartel (hay símbolos internacionales) avisa de que ese es para mujeres. Alrededor solo hay puertas correderas que dan a tatamis oscuros, llenos de cojines y de sombras…El lugar es muy budista, muy vacío y también muy de no estar tranquilo.
De vuelta al hall para preguntar por el onsen de caballeros allí está él. No contaré cómo nos entendimos. Supongo que si entre los amigos sobran las palabras, a veces entre los extraños también. Él me acompaña hasta el mismo onsen y en un grácil giro de muñeca da la vuelta al cartel y aparece otra signatura. De pronto el onsen ya era para hombres. ¡Era obvio! ¡Cómo no había caído antes!¡Pero qué estúpido puede llegar a ser uno!
Él te mira fijamente a los ojos.
El onsen, bien. Caliente, ligeramente descuidado…pero después de un largo viaje todo baño reconforta, relaja…tanto que se te puede ir la hora.
La cena se sirve hasta las 20.00, en punto. Como tarde. Lo recuerdas. Y son las 19.55 cuando llamas con los nudillos a la puerta del comedor. Para acceder hay que calzarse unos zuequitos de madera. Una mesa larga como la jornada vivida ocupa casi toda la estancia. Sin decoración, austera. Vacía como los pasillos del hotel. Al final de la mesa, él y su jefa esperan con una cara neutra.
Una vez sentado, la comida no para de salir por una puertecita inadvertida (entendemos que el cocinero o cocinera está al otro lado). Todo transcurre en silencio, como todo allí. Él hace alguna que otra pasada para traerte curiosamente cazuelas humeantes. Te mira a los ojos reproduciendo el momento del check in y esos cuencos en sus manos tienen más de arma arrojadiza que de sabrosas sopas.
La cosa no va a más esa noche. Pero porque en el país del sol naciente amanece tan pronto que si te llaman a la puerta a las 5.00 de la mañana no puedes decir que te hayan despertado en plena noche, pero sí en pleno sueño.
Es él. La némesis hecha monje budista viene para avisar de que va a comenzar el rito en ese espacio que se veía desde la ventana, ese que no se veía desde el resto del templo, en el que también se podría haber dormido.
En una confusión, uno dice sí, cuando quiere decir no. El sueño, las haches, las jotas, las kas. Y como uno dice sí, el monje para la ceremonia, en la que bien podría haber estado el cocinero, y pide que esperen, que el turista, el del dinero, ha dicho que baja. Pero uno cree que ha dicho que no y no baja. Hasta se duerme. Y él, ya a punto de echar por la borda toda ese camino de serenidad y sabiduría aprendido durante los últimos años, vuelve a llamar a la puerta y, solo entonces, la cosa está clara y el sí se convierte en no. Y la poca química existente, torna en malestar claro y evidente.
Se oyen gruñidos al otro lado de la puerta. Un monje budista porfía.
Antes de desayunar, como es tan pronto y una vez acabada esa misa inexplicable durante la que ha sido imposible dormir (porque esas campanas en las que se deslizan…quién sabe como se llaman…eso, morteros de metal) ya no hay quien duerma, es el momento de remontar el otro camino que quedó sin explorar antes de llegar al templo.
Se oyen gruñidos al otro lado de la puerta. Un monje budista porfía
En la claridad de la mañana, el camino cercado por monolitos de piedra es un agradable paseo hasta la cima de la montaña en el que de vez en cuando la vegetación da una tregua y se divisan otros valles, otros templos y otras montañas. ¡Qué bonito es Japón! ¡Qué foto más buena esta última!¡Qué tranquilidad!
En la cima, unos pequeños bancos de piedra hacen las veces de mirador. Sopla el viento con bastante más fuerza y por momentos parece encapotarse el cielo y tornarse tormentoso. Entonces, aparece él. Otra vez.
Todo apunta a que este es su destino habitual por las mañanas. Su lugar de retiro, su paz. Las primeras gotas de lluvia empiezan a caer y a mojarnos a los dos como si yo las hubiera atraído. En un pensamiento estúpido pienso que a él le da igual por aquello de la fusión con el todo…que igual es la reencarnación de algún animal, anfibio por ejemplo…pero mira como si ya no hubiera ni un monje ni nada en él.
Quizás su voluntad no fuese tan firme…
Alguien tiene que abandonar la montaña y parece lógico que lo haga el que tiene que seguir su camino. Paso a su lado. Él me mira a los ojos y se flexiona en una reverencia.
No paro a desayunar y rehago el macuto sin preocuparme de doblar la ropa, con las expectativas pisoteadas. Sin descanso alguno. Y con algo menos de dinero. Me voy con la prisa con la que llegué a ese supuesto remanso de paz.
A la salida la jefa arregla el jardín de la entrada; la mujer que ríe sin carcajada se quita sus pequeños zuecos para atravesar un escaso tramo de suelo entre una moqueta y la salida. Acabo de reparar en que había que hacerlo y la inercia me ha hecho volver a cruzarlo como hice por la mañana, sin descalzarme…
A la salida, como ese profesor que siempre estaba allí, él se da la vuelta con unas tijeritas con las que a esas horas ya está arreglando el musgo (tras un descenso fulgurante) en las manos. Las abre y las cierra. A esas alturas, tiene más pinta de pandillero que de monje budista.
Me dispongo a enfilar el camino de vuelta a la civilización. Entonces la jefa me para, me hace una reverencia y me coge la mano. Me da un regalo, una ofrenda. Cuatro llaveros con un buzón de correos rojo y un cascabel dentro. No entiendo el porqué de ese regalo. El caso es que amarro uno de ellos a la mochila.
En los siguientes días, el cascabel sonará cada vez que levante el macuto, que lo descuelgue de mi espalda, que ande, que lo pise para ir al baño por la noche. Y al poco acabaré cayendo en la cuenta que me molesta, como una mala energía, como una de esas cosas que sin saber por qué no acaban de encajarte. Será el karma.
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