Hablar de Chavela Vargas es hacerlo de voces rotas y de vasos secos. También de represión y marginación, de soledad y de ausencias o incluso de tiranía y ternura. Hoy se cumplen cinco años de su muerte, de su último trago a una vida que le dio tantas tristezas como alegrías y que le dejó de regalo una voz de noches mal curadas que la encumbraría a lo más alto de la canción mexicana.
No nació como Chavela y ni mucho menos era mexicana. María Isabel era de Costa Rica. Pero decidió no pertenecer a ningún sitio y jamás ser de nadie. Huyó de su casa en cuanto pudo y se mudó a un México donde el arte le esperaba con las puertas abiertas. Le gustó tanto su gente como su alcohol. Le dio al tequila como el que debe olvidar deprisa para poder continuar y dio rienda suelta a una sexualidad que le habían intentado reprimir.
Mientras esperaba el éxito, intentaba gustar al público con vestidos largos y melena al viento. Un desastre. No era ella. Pero de repente le quitó peso a la cabeza, se enfundó unos pantalones y un poncho rojo y negro. Nacía la verdadera Chavela Vargas y el mundo enmudecía con una mujer que cantaba arrastrando la pena con furia. Que presumía de un aspecto poco femenino y de no temer ningún reproche.
Para entenderla a ella. A su cabeza, a su voz, a su poncho y a los movimientos de sus manos, debemos ir a su infancia. Pasó sus primeros años en la sombra fría del desconocimiento. Sus padres la escondían de las visitas por su aspecto "de niño" y sus reflexiones salidas de tono. "Fui una niña triste, sola. No tenía el amor de mis padres y me crié sola", llegó a afirmar. "Mis padres se dieron cuenta de que yo era un niño/niña", añadió.
No tardo en largarse. En dejar Costa Rica sin volver ni siquiera a mirarla ni de reojo. La fama en México no le llegó pronto ni fácil. Fue José Alfredo el que descubrió a una joven Chavela Vargas y a su enorme talento y se convirtió en su padrino. Ella tenía ya 30 años, habían pasado 13 desde su desembarco, y le quedaba poco tiempo para llenar los escenarios con su voz y su guitarra haciendo de las rancheras algo novedoso, algo suyo. Era dulce y desgarradora, profunda e irónica, era única y el grande de la canción mexicana lo vio al instante.
El amor no existe, es un invento de las noches de borrachera"
Chavela actuaba en pantalones. "Vestida de mujer no daba una, parecía un travestí", aseguró sobre sus primeros años en México. En pantalones y con el tequila. Su conducta tuvo tantos detractores como fervientes admiradores y, aunque hasta el año 2000 no habló de su homosexualidad, esta era bien sabida por todos y nunca fue ocultada por la cantante que se convirtió en un símbolo contra la represión.
La fama le llegó y su cama se llenó de grandes nombres. Hablan de un amor no consumado con Frida Kahlo, según dicen ambas se quedaron fascinadas al encontrarse. También de una noche con Ava Gardner en la boda de Elizabeth Taylor y Michael Todd, que la contrataron para la ocasión. De decenas de mujeres a las que ella nunca quiso poner nombre pero a las que jamás negó. "El amor no existe, es un invento de las noches de borrachera", alegó. Y es que sus relaciones eran tan pasionales como su voz. Y duraban lo que a ella le aguantaba el efecto tranquilizador del tequila.
Fue este su mejor amigo y su gran enemigo. "Yo amo con el hígado, el corazón no tiene nada que ver con esto", aseguró. Y vivió tal cual. Ella y José Alfredo se enganchaban unas juergas de cuidado. Joaquín Sabina, que la conocería años más tarde, confesó que un día la cantante le dijo: "Este tequila es muy malo, el bueno ya nos lo bebimos José Alfredo y yo". Y ella y otros tantos. Fue su gran perdición. La que la llevaría de lo más alto a no tener donde cantar.
En 1973 muere José Alfredo. Cuentan que en el velatorio apareció una Chavela Vargas descompuesta y con su mayor borrachera. Gritando de dolor se acercó al cuerpo de su amigo y cuando intentaron pararla, la mujer de José Alfredo les dijo: "Dejadla, está sufriendo tanto como yo". Se le fue una mitad y la que le quedaba se esfumaba en vasos cortos.
Pedro Almodóvar y la segunda vida de Chavela
Esta pérdida hizo de los ochenta su peor época. El alcoholismo la retiró de su brillante carrera y la hizo sumergirse en el anonimato. Pero apareció su segundo ángel. Al que ella llamaría "mi marido en la tierra". Era Pedro Almodóvar, que la llevaba adorando años. Le dio una segunda vida. Una segunda gran oportunidad. Su música ya había aparecido en alguna de las películas del director español y, desde ese momento, por los noventa, se convirtió en su banda sonora.
Su relación de amistad se fortaleció a base de horas de trabajo y reconocimiento mutuo. Él llegaría a asegurar que antes de conocerla le dio miedo, había llorado tanto con sus canciones que temía el impacto. Durante su época en España también entabló amistad con Sabina. Él y Los Secretos hicieron de ella y su mito una canción, Por el bulevar de los sueños rotos, que la define a la perfección. Eso era ella, una calle preciosa llena de baches. Una "mestiza ardiente de lengua libre".
Su estancia en Madrid le dio fuerzas para volver a México como lo que era, Chavela Vargas. Fue su segunda vida profesional y la exprimió al máximo. No dejó de dar conciertos, de generar canciones. Incluso cuando la enfermedad la dejó en una silla de ruedas, ella se subía al escenario y el público tenía que mirar hacia arriba para admirar tanto talento. Su último concierto fue aquí, en Madrid. En la Residencia de Estudiantes. Moriría meses más tarde, en México, como mexicana, lesbiana, cantante, mito, referente y con la soledad sólo en sus letras.
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