No cuenta con un patrimonio como el que hay a dos horas (Granada), ni con unas calas paradisíacas a las que se llega en apenas 30 minutos (Cabo de Gata-Níjar); ni con el turismo insoportable de Madrid o Barcelona a pesar de un clima estupendo casi todo el año, la playa, los buenos precios y mucha luz solar; ni con un renombre gastronómico y eso que estamos ante uno de los mejores lugares para tapear de España, y quien diga lo contrario miente; por no tener no tiene ni Corte Inglés, ya que la afamada cadena decidió abrir en El Ejido. ¿Qué tiene pues Almería?
Estamos ante la capital poco turística de una provincia muy turística: Mojácar, las playas del Cabo, las Alpujarras y Sierra Nevada, el jamón de Serón, el observatorio del Calar Alto, el desierto de Tabernas y su legado cinematográfico en forma de Western, la Sierra Alhamilla de Juego de Tronos, la gamba roja de Garrucha… Los que se acercan a Almería ciudad no abundan. Y sin embargo, los que tenemos familia, casa y amigos allí somos asiduos. Y cada vez somos más.
¿Por qué Almería? Porque se vive y se come bien; porque su condición de ciudad costera no tan turística, sumado al desagravio comunicativo que padece –seis horas a Madrid en tren, inexistente conexión ferroviaria con Murcia-, hacen de esta urbe un oasis de paz donde los cláxones de los coches no suenan y la gente vive tranquila; por el pescado a la plancha; porque, aunque patrimonial y artísticamente Almería no es la pera, posee joyitas como los refugios de la Guerra Civil (imprescindibles), el Cable Inglés, la Alcazaba o el barrio de la Almedina.
Desconfíen de los gurús de la nueva gastronomía, que también existen en Almería. El Nevada, los Sobrinos, el Bombón, la Casa Puga y muchos otros llevan abiertos toda la vida y proponen jurel, gallopedro, brótola, pijota, gambicas, cigala, aguja, boquerones o bacalailla; la ensaladilla lleva variantes, patata, atún y huevo y ya; cuando llueve, las migas se hacen con harina de sémola y se las adorna con pescado, aceitunas, pepino y pimiento frito; la berza y el arroz caldoso le pueden llevar a uno a cuestionarse su agnosticismo y todavía no hemos hablado de las gachas, el trigo y el conejo al ajillo, platos de pobres que con los años han cristalizado en manjares.
Vale que el desempleo es elevado, cerca del 22% solo en la ciudad, y es verdad que hay barrios abonados al trapicheo por los que da yuyu pasear, pero uno no tiene por qué ir a El Puche o al Quemadero. Si acaso atravesar Pescadería para visitar las calles de La Chanca, el barrio que inmortalizaron Goytisolo y Pérez Siquier y que conserva rasgos del periodo musulmán, con cuevas habitables y casas de una sola planta de colores vivos.
Lo cierto es que Almería ha cambiado. A mejor. Mucho. En mi infancia el barrio del Zapillo estaba a medio asfaltar y reunía las condiciones para batir el Guiness de excrementos de perro. La pobreza crónica de la ciudad menos andaluza de Andalucía se dejaba notar. Hoy el Zapillo es el mejor barrio almeriense, el que tiene la playa. El Paseo Marítimo es la Quinta Avenida de la ciudad, siempre lleno de runners y ciclistas. Una red de carriles bici (muy mejorable, pero ahí está) surca Almería, que no para de crecer: en los ochenta vivían menos de 150.000 personas y hoy la capital está a punto de rebasar la barrera de las 200.000. Algo tiene que tener para esta evolución desatada que contrasta con el envejecimiento de localidades de tamaño similar en España.
Que sí, que la ciudad no tiene el tirón de Málaga, ni el bullicio de Murcia ni el ambiente universitario de Granada: la Universidad de Almería nació en 1993 y su especialidad son las ingenierías agrarias. Esta es la tierra de los invernaderos y la agricultura intensiva, pero también del luthier Antonio de Torres, del compositor José Padilla, de Tomatito, del cancionero tópico de Manolo Escobar y hasta de Bisbal (disculpas a los cuatro anteriores). La catedral-fortaleza de estilo gótico tardío es bastante rara y como buena ciudad meridional, todo está lleno de palmeras. Y de pitas. ¿Que en la ciudad no se descansa? En Almería sí.
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