No fue infiel a su marido por impulso. Habría resultado más fácil justificar un arrebato pasajero. Estaba casi segura de que él lo habría entendido, a sus 43 años, con tres lustros de relación a la espalda y un par de baches recientes taponados antes de convertirse en abismos. Hasta la familia lo habría encajado, con tal de proteger el futuro de una pareja insuperable.
Lo cierto es que molaban. Se lo decían por fuera y ellos estaban autoconvencidos por dentro. Gastaban la vida viajando, cerca de España al principio, muy lejos en cuanto sus nóminas les dieron cancha. Trotaban juntos por el mundo desde que se conocieron bajo un toldo en Agra. Habían viajado solos a India por motivos diferentes y un aguacero descomunal les juntó a las puertas de una tienda de souvenirs. Hablaron del Monzón mientras escampaba, intercambiaron pinceladas de sus respectivas vidas camino del Taj Mahal y acabaron visitando juntos el templo.
El escenario se prestaba para el inicio de una historia memorable de amor, pero el destino les tenía reservado un comienzo más mundano. En Agra se despidieron en una parada de tuc-tuc, tras pasarse los teléfonos. Y no volvieron a encontrarse hasta dos meses después, en Madrid. Quedaron tarde en un bar de Malasaña y a la tercera cerveza estaban besándose en un rincón oscuro, junto a un póster de Jim Morrison. Fue el punto de partida de sus quince años de convivencia, el kilómetro cero de los muchos miles que les quedaban por delante.
Viajaban, por supuesto, en vacaciones. Pero también todos y cada uno de los puentes, e incluso muchos fines de semana. Planificar una ruta era una pasión para ella y casi una obsesión para él. Ella le llevó por sorpresa a Marrakech, a Nueva York, y a un concierto de los Who en Central Park. Él le regaló viajes a Praga, a Florencia y al Cabo Norte, donde celebraron su 40 cumpleaños.
El Taj Majal se prestaba para el inicio de una historia memorable de amor, pero el destino les tenía reservado un comienzo más mundano
La escapada a Cadaqués fue idea de él y sería la última. El segundo de los tres días de estancia previstos en el pueblo, conocieron a Neus en la terraza de un bar. Estaba sentada sola en la mesa de al lado, con un labrador negro atado a la silla que sirvió de excusa para entablar conversación. Había recalado en Cadaqués hacía una década, en busca de un trabajo de verano. Sólo encontró hueco en la frutería de un supermercado. Y allí seguía, diez años después, con una cuenta corriente vacía y una vida plena. Porque saludaba al Mediterráneo cada mañana desde la ventana de su apartamento abuhardillado. Porque revivía con la tramontana en las tardes de invierno y se quedaba dormida con la brisa en las noches de verano.
Los tres simpatizaron al instante y, al día siguiente, la invitaron a comer en un restaurante con vistas a la casa de Dalí. Se despidieron tras una excursión al Cap de Creus, con la promesa firme de reencontrarse algún día, cuando hallaran una página en blanco en su agenda viajera.
Ella tardó sólo dos semanas en volver a ver a Neus. Prolongó con una mentira un viaje de trabajo a Barcelona. Alquiló un coche en la estación de Sants y se escapó a Cadaqués. La esperó un viernes por la tarde en la puerta del supermercado. Subieron juntas la cuesta hacia su apartamento y no aguantaron ni el primer tramo de escaleras para darse el primer beso.
Dos años más tarde, cuando las heridas de la ruptura dejaron de supurar, lograron hablar de lo ocurrido sin dramatismos. Una noche de julio, en la terraza del bar donde se conocieron, Neus le dijo que su historia era como Los Puentes de Madison pero al revés, y mucho más transgresora. Le arrancó una sonrisa inédita mientras pagaba la cuenta. Luego desataron al labrador y emprendieron de la mano el camino de vuelta a la buhardilla. Como cada noche.
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