Como si se hubiera separado del mundo o todavía no hubiese encontrado el lugar donde enraizar. El pecho descubierto, la mirada fija en el espectador, la fuerza que desprende una delgadez fibrosa y la libertad de no ser de nadie que nos indican sus ojos. Dorothea Tanning hace en su autorretrato, Cumpleaños, la mejor de sus descripciones. Se pinta vestida de raíces que no se anclan en nada. Recta, elegante, sin temor. No hay en ella ni el más mínimo signo de inferioridad, de sumisión.
Algo que muestra, también, agarrando el pomo de una puerta abierta que da a otras tantas que nos dejan ver detrás de ellas. Quizá una forma de decirnos que todo estaba a su disposición. Fue este cuadro, este autorretrato entre melancólico, temeroso y contundente lo que impactó al surrealista Max Ernst. Ella lo había pintado en su 30 cumpleaños y él buscaba a pintoras para una exposición en Nueva York. Cuentan que en cuanto lo vio le pidió que participase y que se fuese a vivir con él. No fue su belleza, ya la conocía de antes, el detonante de tanta pasión. Fue ver el talento más impactante lo que lo ató a ella de por vida.
Su nombre no tardó en llenar galerías, exposiciones. Y ella en ser conocida por su trabajo. No fue la única. El surrealismo permitió a muchas mujeres desplegar sus alas, sin más condición que la genialidad para entrar a formar parte de él. Fueron Dora Maar, Frida Kahlo, Maruja Mallo, Lee Miller, Angeles Santos, Eillen Agar y otras tantas. Algunas consiguieron mantener un vuelo largo, otras cayeron rápido por el peso de sus parejas.
Tenaces, transgresoras y polémicas
Ahora, el Museo Picasso de Málaga las revive con una exposición que muestra el trabajo de más de una decena de ellas y que se podrá visitar desde el próximo 10 de octubre. De esas mujeres que cogieron la pintura, la poesía, la escultura y le otorgaron un novedoso femenino singular. "Tenaces, transgresoras y polémicas, las mujeres artistas surrealistas sólo lograron plena libertad y protagonismo como creadoras cuando se rebelaron a las imposiciones sociales y morales de su época", aseguran desde la institución.
Otra de las que se rebelaron contra ese mundo que las dejaba en la sombra fue Lee Miller. Modelo durante su juventud, la estadounidense acaparaba portada tras portada trabajando en Nueva York. Decidió irse a París y hacerse sujeto. Se puso detrás de una cámara y lo bordó. Sus fotografías casi enloquecidas la metieron de cabeza en el círculo de los surrealistas, la llevaron cerca de Picasso, de Eluard. Eran de un humor ingenioso, de un magnetismo agridulce. Durante la Segunda Guerra Mundial no lo dudó y se convirtió en fotoperiodista. Atrás quedaba aquella rubia lánguida que posaba para Vogue, ahora Miller llevaba casco y, como arma, su cámara.
También del mismo arte vivió Dora Maar. Su historia cogió algo de fuerza hace unas semanas cuando el Museo de Bellas Artes de Bilbao anunció que un retrato de ella pintado por Picasso se convertía en su obra invitada. Y es en lo que quedó, en musa. Su trabajo despertó tanto interés como el de sus compañeras, pero su relación con Pablo Picasso y el abandono por parte del español la llevaron a la mayor de las profundidades con apenas treinta años. No se supo nada más de ella hasta su muerte, con más de 80, y su obra quedó en un olvido injusto, su nombre pasó a ser más reconocido como modelo que como fotógrafa. Como loca que como artista.
Si nos alejamos de París, si dejamos atrás Estados Unidos, en España la mejor representante de este movimiento fue una gallega. La pintora Maruja Mallo era miembro de nuestra Generación del 27, miembro de las Sin Sombrero. Estudió en Madrid cuando Lorca, Alberti o Dalí. El último la definió como "mitad magia y mitad marisco" y Alberti se convirtió en su compañero hasta que María Teresa León se lo llevó a otro lugar. Fue Ortega y Gasset el que al descubrir su obra en 1929 no dudo en conseguir que se convirtiese en una exposición.
Fue aquella muestra la que convirtió a Mallo en artista, le eliminó el género. Fue durante la década de los 30 cuando recoge el petate y se larga a París, fue en aquellos años cuando el surrealismo la embriaga y cuando el gobierno francés compra uno de sus cuadros para exponerlo en el Museo Nacional de Arte Moderno. No sucumbió a nada más que a sus figuras geométricas, a su arte, y quizá, a su exilio dulce durante la Guerra Civil, en el que Andy Warhol la metió de lleno en el mundo artístico neoyorquino.
Aunque no tan conocida, otra de las españolas que formó parte de este movimiento, y que compartió generación con Mallo fue Ángeles Santos. La pintora generó El mundo a través de unos versos de Juan Ramón Jiménez; en cuanto Ramón Gómez de la Serna, Jorge Guillén, García Lorca y el propio poeta vieron ese cuadro en una exposición de Madrid se trasladaron a Valladolid para conocer a la artista. Desde entonces, su correspondencia fue fluida y su talento llegó hasta Estados Unidos.
Su trayectoria no duró mucho, lo que tardó en casarse y quedarse embarazada. Dicen que dejó de pintar, que decidió dedicarse a su familia. Otros, en cambio, aseguran que su obra se había vuelto dura, demasiado, y había perdido adeptos.
Ellas, Mallo, Santos, Miller, Ranning son sólo algunos ejemplos de todas las mujeres que en Europa, Estados Unidos y Latinoamérica se dejaron influenciar y formaron parte del movimiento surrealista. Todas derivaron en otras formas, en otras mentalidades, en otras artes. No era fácil ser la protagonista en un mundo de hombres. Todas son el surrealismo y el surrealismo no sería nada sin ellas.
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