Huyó de su suerte, de sus oportunidades. Pertenecía a ese pequeño grupo que podía acceder a todo, pero Lautrec prefirió tirar de tabernas, de mujeres que aman por horas y de noches largas. Su aspecto le hizo salir de la zona de confort, su tamaño, sus piernas deformadas le hicieron sentirse incómodo en el cielo y el rey de los infiernos. Se mudó al Montmartre de finales del siglo XIX, se atiborró de su lado turbio, de su excentricidad. Devoró como nadie sus calles a oscuras.
Vio un mundo fascinante por defectuoso y pintó cada uno de sus rincones. Fueron las cabareteras, la absenta y sus consecuencias, los bares ruidosos, los burdeles, los circos la línea de su obra. Ese París que ardía por las noches de lujuria, de falta de conciencia y de bebidas espirituosas. Hizo del Moulin Rouge su casa, de mujeres con poca suerte sus musas y de los artistas de aquel barrio bohemio sus amigos.
Cuando Picasso llegó a sus calles, Lautrec ya estaba muy enfermo. Cuando se mudó a aquel barrio, el francés ya llevaba tres años bajo suelo. Había muerto joven, a los 36, apurando cada hora entre su alcoholismo, sus sífilis y varios episodios de neurosis. Murió dejando un legado que impresionó a los mejores. El pintor español ya vivía fascinado con aquel tullido que mostraba lo deforme, lo grotesco, como única belleza. Con aquel hombre que aseguró que aunque él era feo, "la vida era hermosa". Con su forma de mostrar lo erótico, lo sensual, donde nadie era capaz de encontrarlo.
Ambos sintieron pasión por aquel París. Y fue la prostitución la temática que los enlazó, los desnudos en los burdeles una fascinación compartida. Ambos tocaron, vivieron, bebieron y amaron como si la vida durase unos segundos. No cruzaron ni una palabra pero las líneas de sus obras tienden a conversar. Ahora, el Museo Thyssen de Madrid los junta, los compara en la primera muestra que se hace de ambos. Picasso/Lautrec, que se inaugura este 17 de octubre y comisariada por Francisco Calvo Serraller, catedrático de Historia del Arte de la Universidad Complutense de Madrid, y Paloma Alarcó, jefa de conservación de Pintura Moderna del Museo Thyssen; contrapone a los dos artistas y lo hace a través de un centenar de obras procedentes de más de sesenta colecciones. La intención es la de "rastrear la pervivencia de la huella de Lautrec a lo largo de la dilatada trayectoria del artista español, abarcando también su periodo final".
Esa huella que les llevó a los dos por los "retratos caricaturescos, el mundo nocturno de cafés y teatros, los seres marginales, el espectáculo del circo o el universo erótico de los burdeles". Para poder contarlo todo, han dividido la muestra en cinco apartados temáticos: Bohemios, Bajos fondos, Vagabundos, Ellas y Eros recóndito. Planteando así diversos puntos de vista de la relación entre ambos, en cómo dejaron atrás lo aprendido a base de academia y se inspiraron en pintores franceses como Ingres o Degas o en El Greco. En cómo ambos al final de sus vidas se acomodaron más de lo que esperaban.
Todavía en Montmartre se cruzan los dos. Todavía sus casas, las de sus amantes, su vida nocturna aunque quizás más aburguesada. En aquel barrio parisino, subiendo a pulso sus calles aun se huele esa sensualidad decadente que tanto amaron, en la que tanto se perdieron. La que quizá Picasso echó mucho de menos en su última época. "Solo en Montmartre fui feliz, allí era un pintor y no un bicho raro", llegó a asegurar el español. Solo en Montmartre, Lautrec era un pintor y no un tullido.
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