No resulta difícil adivinar la perplejidad en el rostro de Felipe II cuando aquella carta cayó entre sus manos. La misiva, proveniente de territorio americano, contenía una nada velada advertencia para el monarca español: "Avísote, Rey español [...] he salido de hecho con mis compañeros, cuyos nombres después te diré, de tu obediencia, y desnaturándonos de nuestras tierras, que es España, y hacerte en estas partes la más cruda guerra que nuestras fuerzas pudieren sustentar y sufrir". El Imperio americano de España estaba bajo amenaza.
Era 1561 y el firmante de aquel desafío, "Lope de Aguirre, el Peregrino", debía sugerir poco al rey Felipe II. Nacido en Oñate (Guipúzcoa) en algún momento indeterminado entre 1511 y 1515, era uno de tantos ciudadanos españoles que a lo largo de la primera mitad del siglo XVI decidió emigrar a las recién descubiertas tierras de América, en busca de aventuras y, sobre todo, riquezas.
Aquellas ilusiones materiales estaban por entonces plasmadas en el mito de El Dorado, un legendario reino que, según habían relatado distintos pueblos indígenas a los españoles, se levantaba en algún punto desconocido de aquel vasto territorio americano, colmado de oro y diamantes en tales cantidades que podían satisfacer con creces las ambiciones de los conquistadores.
Y precisamente a la busca de El Dorado había partido Lope de Aguirre, el 26 de septiembre de 1560, desde la ciudad peruana de Lamas, enrolado en una expedición comandada por Pedro de Ursúa, un hombre de origen navarro que acumulaba varias décadas de servicios a la Corona española en distintos puestos de la administración de sus posesiones americanas.
Con casi 50 años, Aguirre se embarca en 1560 en una expedición que parte en busca de El Dorado
También Aguirre sumaba por entonces más de veinticuatro años de aventuras y desventuras en América, en su caso en posiciones menos ventajosas que las de Ursúa, luchando en decenas de contiendas, la mayoría de las veces al servicio de la causa de la Corona, aunque también, en ocasiones, formando parte de alguna de las múltiples sublevaciones que en aquellos años tenían lugar en tierras del virreinato del Perú. Su trayectoria aquellos años se ve enmarañada en un aura de misterio y jalonada de episodios legendarios, plagados de asesinatos, huidas y venganzas, que no hacen sino reforzar la fama de violento que le envuelve. "El loco" o "el tirano" son algunos de los apelativos con los que le conocerán sus compañeros de aventuras.
Tampoco esto resultaba una excepción en la América de aquella época, plagada de aventureros frustrados por no alcanzar en aquella tierra prometida las riquezas que habían ansiado al emprender su viaje desde tierras españolas. No en vano, se sospecha que la intención del virrey de Perú, Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, al organizar la expedición a El Dorado comandada por Ursúa, era alejar del virreinato a cientos de soldados ociosos -una vez que se habían sofocado las sucesivas rebeliones en la región-, ante el temor a que causaran problemas.
Así, unos 300 soldados españoles, acompañados de una veintena de esclavos negros y unos 300 servidores indígenas se adentran con sus barcos, en aquellos primeros días del otoño de 1560, en plena selva amazónica, a través del río Marañón, afluente del Amazonas. Había comenzado la aventura de "los marañones".
La aventura de los marañones
Apenas tres meses después de zarpar, en la noche del 1 de enero de 1961, se produce un motín en la expedición y Ursúa es asesinado a puñaladas en su lecho, al grito de "libertad, libertad". Hacía tiempo que el descontento enturbiaba cada paso de aquella empresa, perseguida por los infortunios casi desde sus inicios: el hundimiento de varias barcazas de provisiones, el mal tiempo -algunas crónicas hablan de "un año de lluvias constantes"-, la falta de evidencias sobre la proximidad de El Dorado y el hostigamiento de las tribus del Amazonas iban emponzoñando poco a poco el ambiente.
Ursúa se convirtió en el foco de las iras de los soldados españoles, que veían cómo parecía descuidar el gobierno de la expedición, para dedicar la mayor parte de su atención a su amante, Inés de Atienza. Pero sobre todo, Ursúa encarnaba allí, en plena selva amazónica, la burocracia imperial, aquella contra la que hombres como Lope de Aguirre, uno de los principales instigadores del motín, no podían ocultar su resquemor, evidenciado posteriormente en la carta enviada al rey Felipe II.
Como sugiere su biógrafo, Blas de Matamoro, al repasar los años de servicio a la Corona en América por parte de Aguirre, de todo aquello "resulta un hombre viejo (ser cincuentón en el siglo XVI es llegar a la vejez), tullido y sin un escalafón brillante. No es difícil que esta postergación haya alimentado su descontento y que sus quejas al rey por las injusticias cometidas a partir de la burocracia colonial recogieran el sentimiento de muchos servidores oscuros, sufridos y preteridos de la empresa americana".
A partir de entonces, aquel grupo de hombres aislados en plena selva amazónica, desconectados del control y del poder del rey de España, cambia por completo el objetivo de su viaje. La búsqueda de El Dorado quedaba postergada por un reto mucho mayor: combatir a las autoridades imperiales y tomar el control del virreinato del Perú.
Los hombres amotinados en pleno Amazonas nombran su propio rey y rompen sus vínculos con España
Para ello, "los marañones" acuerdan el nombramiento como rey de Fernando de Guzmán, un veinteañero sevillano proveniente de una familia acomodada, y deciden desnaturalizarse -fórmula para romper sus vínculos- de España. "En la soledad de la selva, un puñado de hombres funda un Estado (Estado itinerante, a veces flotante, finalmente desproporcionado a los poderes de este mundo y efímero: pero Estado, de cualquier manera) que da batalla a otro Estado, considerándolo extraño y ajeno: España", apunta Matamoro.
Desde el asesinato de Ursúa, la travesía de la expedición estará marcada por la violencia, instigada casi siempre por Aguirre. Una violencia que no sólo, ni especialmente, se dirige contra los pueblos indígenas que encuentran a su paso, sino que se manifiesta de forma mayoritaria en el asesinato de muchos de los propios expedicionarios, como la que había sido amante de Ursúa, Inés de Atienza, o el propio Fernando de Guzmán, muerto el 22 de mayo de 1561.
A partir de entonces, Aguirre asume el mando de la expedición, autoproclamado la Ira de Dios y el Principe de la Libertad y del reino de Tierra Firme y provincias de Chile. A través del curso del río Orinoco, en el que aún encontrarían sepultura varios de los soldados de la expedición, Aguirre conduce a sus hombre a mar abierto y el 20 de julio de 1561 desembarcan en la isla Margarita, en el mar Caribe.
Para entonces, la expedición ya ha perdido a un tercio de sus soldados, pero los 200 restantes se las ingenian para apresar al gobernador y al alcalde de la isla y someter a la población a un saqueo en el que los actos de violencia son una constante. Aguirre y sus hombres gozan por instantes de un nivel de riquezas como nunca han disfrutado.
Pero su meta ya no es otra que hacer la guerra a las autoridades reales en América y apoderarse de aquel vasto territorio y por eso, el 31 de agosto, Aguirre y los 200 hombres que le acompañan parten hacia la zona continental, Tierra Firme. Allí, en territorio de la actual Venezuela, "los marañones" emprenden una marcha destructiva que asuela múltiples poblaciones -en muchos casos, previamente abandonadas.
Aguirre se declara "rebelde hasta la muerte" ante Felipe II y decide cumplir su palabra
Por momentos, las fuerzas de Aguirre parecen imparables, pero lo cierto es que las autoridades del imperio ya habían enviado para hacerle frente un contingente al mando de Diego García de Paredes y Pedro Bravo de Molina, que les acecha de cerca y se evidencia mucho más poderoso. Llegados a ese punto, Aguirre no parece dispuesto a renunciar a su empresa. En la carta que pocos meses antes había enviado al rey Felipe II se declaraba "rebelde hasta la muerte por tu ingratitud" y no pensaba traicionar sus palabras. Pero muchos de sus hombres comienzan a desertar.
El 26 de octubre de 1561, en Barquisimeto, se produce la batalla definitiva. Y, nuevamente, las promesas de perdón por parte de las autoridades realistas convencen a un buen número de "los marañones" para cambiar de bando. Finalmente, acorralado, Aguirre es acribillado por los disparos, al parecer de sus propios hombres, que temían que desvelara todos sus crímenes. Antes de morir, no obstante, Aguirre tuvo tiempo de cometer un último asesinato: el de su hija Elvira, a la que degolla para evitar que caiga en manos de sus enemigos.
Con la muerte de Aguirre tocaba a su fin uno de los más estrambóticos desafíos que había sufrido la autoridad de la monarquía hispánica en sus nuevas posesiones de América. Su cuerpo fue descuartizado y su cabeza, exhibida en el pueblo de Tocuyo, donde permaneció una década, hasta quedar reducida a simple calavera. Juzgado en muerte, se ordenó que se derribaran sus posesiones -aunque no tenía- y se declaró infames de por vida a sus descendientes -aunque no se le conocían hijos.
El rey ordenó destruir la carta con la que aquel soldado "loco" había osado desafiar su autoridad y amenazado con que, "si no pones remedio en los males destas tierras, que te ha de venir azote del cielo". Sin embargo, aquella misiva no tardó en extenderse por todo el continente americano y la figura de Lope de Aguirre, el soldado raso que quiso romper el Imperio español, fue elevada poco a poco a leyenda, hasta el punto de llegar a ser reivindicado varios siglos después como el primer abanderado del movimiento por la libertad de América.
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