Mariano Fortuny no llegó a la cuarta década. Su vida fue un camino corto en el que la pintura ocupó más de la mitad del trayecto. Consiguió en poco más de 20 años hacer de la luz y el color unos aliados perfectos y ser reconocido, incluso fuera de su país, aún en vida. El don le llegó pronto, en la infancia. Su abuelo lo vio rápido y cuando el joven Fortuny quedó huérfano a los 14 años no tardó en buscar alguna ayuda que le permitiese a su nieto acudir a Barcelona a formarse.
Llegó a la capital con ansia y pasó su tiempo de ayudante del escultor Domingo Talarn mientras hacia algún que otro encargo para poder pagarse la Escuela de Bellas Artes. De ahí, a viajar por Europa, a aprender de los de antes, de sus coetáneos y puede que a avanzar más de lo esperado. Pero quizá su talento habría pasado desapercibido si no hubiese llegado a conocer África. El norte del continente provocó en el catalán una paleta distinta, una mirada limpia a un mundo que le deslumbró y le llevó a la cumbre de su profesión. Se convirtió en el artista español de su siglo con mayor proyección. En el pintor de lo fantástico, de lo exótico y, sobre todo, en el pintor más querido por las nueva burguesía.
Ahora, el Museo del Prado le dedica una exposición en la que ha conseguido mostrar a esta figura a través de más de 170 obras. Al que se rifaban en Francia y del que no se vendían muchos cuadros en España. Fortuny (1838-1874), con el patrocinio de la Fundación AXA, es un proyecto que les ha llevado más de cuatro años: lo empezó Zugaza cuando todavía dirigía el museo, y que, aseguran, ha involucrado a gran parte de su personal.
Por eso, desde que pensaron en Fortuny como protagonista han ido recopilando sus mejores obras, y también las más relevantes, de los mejores museos del mundo. "De los siete más importantes, solo uno carecía de obras del pintor catalán, la National Gallery de Londres. Del resto hemos traído como mínimo dos de cada uno", dice el comisario de la muestra Javier Barón, también jefe de Conservación de pintura del siglo XIX del Prado.
El British Museum de Londres, el Louvre de París, el Hermitage de San Petersburgo, el Metropolitan Museum of Art de Nueva York y la National Gallery de Washington son los más relevantes, aunque también han contado con la colaboración de coleccionistas privados y de museos de nuestro país, como el Museu Nacional d'Art de Cataluña que ha prestado 18 piezas.
Así pretenden ofrecer una versión integral del artista y mostrar cómo este se convirtió en un referente para el resto de sus colegas. Lo consiguen a través de 67 obras que jamás se han expuesto fuera de las instituciones de las que forman parte, con muchas otras de su colección (desde 2014 el Prado ha adquirido tres lienzos de Fortuny solo para esta exposición) y la dividen en nueve secciones que nos llevan desde su formación hasta su estancia en Granada después de haber conseguido el reconocimiento absoluto.
"Hemos intentado mostrar todos los aspectos del Fortuny creador: pintor al óleo; a la acuarela, en donde revoluciona por completo la técnica y es envidiado por otros compañeros y amigos por su extraordinaria facilidad; renovador también al aguafuerte, y también como dibujante a la pluma y al lápiz", añade Barón. Todas sus facetas desplegadas en varias salas del Prado en las que sobre todo llama la atención la influencia del norte de África.
El catalán fue enviado por la Diputación de Barcelona a Marruecos, tras haber estado viviendo un tiempo en Roma y haberse empapado de los clásicos, para pintar los encuentros bélicos que estaban teniendo lugar en la zona, la guerra hispano-marroquí. En esta estancia, asegura Barón del Prado, "da un giro total a su trayectoria". Es la luz de aquella ciudad, la cultura que le resulta exótica, atrayente, caótica; su gente, sus costumbres, lo que refleja en unos lienzos que nada tienen que ver con sus obras anteriores y que dejan boquiabiertos a Europa.
Fortuny llegó incluso a aprender algo de árabe, intentando integrarse en aquella sociedad para entenderla mejor. A su vuelta a Roma, no tardó mucho en pedirle a la Diputación que le devolviera a África. Fue en está segunda visita cuando el arte árabe le embriaga y vuelve a condicionar su trabajo. Sus tapices, su artesanía, comienza entonces a tener un espacio muy importante en sus obras. Al volver, su éxito ya era absoluto, se instaló en Granada con su mujer y se dedicó a viajar por Reino Unido, por Italia y entró en una especie de depresión.
El público le pedía un arte que él ya no quería realizar, que "no le permitía evolucionar". Pasó un largo tiempo con la lucha interna entre el negocio y el crecimiento artístico. Durante su última estancia en Roma, tras haber pasado una temporada en París y el verano en Nápoles, su estómago le empezó a doblegar. Moriría en la ciudad italiana de una ulcera con 37 años, en 1874, dejando un legado que casi 200 años más tarde sigue impresionando a su país.
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