Un silencio estremecedor se extendió por los cuatro costados de la Plaza de la República de París, mientras una fina lluvia humedecía los ropajes de las cerca de 100.000 personas que allí se daban cita. Eran las diez y veinticinco de la mañana del 21 de enero de 1793. Tan sólo unos instantes después aquella multitud prorrumpió en gritos: "¡Viva la nación! ¡Viva la república!".
En el centro de la plaza, sobre un cadalso, Charles-Henry Sanson, el verdugo, exhibe una cabeza que la cuchilla de la guillotina acaba de separar de su tronco. Es la de Luis Capeto, Luis XVI. El rey de Francia acaba de ser decapitado. La Revolución se adentraba en una nueva era. La historia de Europa, también.
"Henos aquí, lanzados hacia el futuro, los caminos han quedado rotos tras nuestros pasos", afirmó entonces el diputado Philippe-François-Joseph Le Bas.
En el transcurso de unas pocas semanas, Inglaterra, España, el reino de Nápoles y los principados alemanes, entre otros, declaraban la guerra a la recién estrenada República de Francia, sumándose en sus esfuerzos a Austria y Prusia, en lucha contra el ejército galo desde hacía casi un año.
“La ejecución del Capeto comprometió la responsabilidad de la nación entera, que se hizo cómplice de una brutal ruptura con el pasado, y de un enorme conflicto con el resto de Europa, cuyas consecuencias se vio obligada a asumir”, escribe Marc Boiloseau en su Nueva historia de la revolución francesa.
Medio siglo después de la muerte de Luis XVI, el Antiguo Régimen estaba sentenciado en Europa
Y las implicaciones de aquel episodio irían mucho más allá de una confrontación puntual. En apenas medio siglo, una sucesión inagotable de revueltas, guerras y rebeliones hubo horadado los cimientos del absolutismo, sentenciando al Antiguo Régimen en casi toda Europa y dando vía libre a la implantación de los sistemas liberales.
Francia se había convertido en un ejemplo para los millares de personas que, por todos los países de Europa, ansiaban una profunda transformación del sistema. Pero también era una clara advertencia para los reyes y las clases privilegiadas de los riesgos que conllevaba abrir la puerta a los cambios políticos y sociales. La lucha entre ambas fuerzas enmarcaría las siguientes décadas de la historia europea.
No era ésta una consecuencia indeseada para los revolucionarios. “No podemos permanecer tranquilos mientras Europa no arda por los cuatro costados”, llegó a expresar el líder girondino Jacques-Pierre Brissot.
Y en esta estrategia, la ejecución del monarca ocupaba un lugar relevante. “La preservación de la libertad para todo el pueblo depende del castigo de Luis XVI. Es el golpe de gracia contra el despotismo y este golpe derrocará a todos los tronos”, escribiría el diputado Jacques Pinot.
Un rey para una revolución
Podría pensarse, así, que la suerte de Luis XVI estaba echada desde el mismo momento en el que triunfó la revolución, en el verano de 1789. Pero lo cierto es que aquel mismo pueblo de París que ahora celebraba su decapitación le había aclamado días después de la toma de la Bastilla, entre gritos de “rey y padre nuestro”.
Por entonces aún se creía que la alianza entre revolución y monarquía era posible. Los revolucionarios se habían rebelado contra un sistema injusto, que reservaba todos los privilegios para una parte muy reducida de la población (la nobleza y el clero), mientras bloqueaba las posibilidades de desarrollo de la burguesía y condenaba a una vida mísera a gran parte del pueblo llano.
Pero muchos aún pensaban que el rey, liberado de las presiones de la Corte y debidamente orientado por una Constitución que pusiera límites a sus poderes, podía resultar un elemento útil para el nuevo régimen.
Luis XVI no era un hombre revestido de un notable prestigio. Definido por sus contemporáneos como gordo, apático y frío, había sido coronado en 1774, tras la muerte de su abuelo. Tenía por entonces tan sólo 20 años y cuentan las crónicas que lamentó su ascenso al trono con un elocuente "qué carga, Dios mío, qué carga".
Su flaqueza de espíritu y su carácter maleable hacían de él un personaje inadecuado para afrontar las dificultades en que se hallaba inmersa la Francia de la época. Y los excesos de su mujer, la austríaca María Antonieta, caprichosa y amante de los lujos, despertaron la antipatía del pueblo hacia la monarquía.
Pero esa animadversión quedó aparcada cuando el rey aceptó ponerse al frente del nuevo régimen. Para buena parte de los líderes revolucionarios, Luis XVI era un buen hombre que había estado mal aconsejado. Y eso habría de cambiar bajo la tutela de la nueva Asamblea Nacional.
Sin embargo, si el rey galo había aceptado colaborar con la revolución era por falta de alternativas. Y esperaba el momento de poder revertir la situación, con la ayuda de las restantes monarquías europeas, con las que él y su esposa mantenían una intensa correspondencia.
El pueblo desconfiaba del rey, entre rumores sobre su conspiración para hacer caer la revolución
La limitación de facultades que le imponía la Constitución o la libertad religiosa que fomentaba el nuevo régimen eran ideas que no encajaban en la mentalidad de un rey educado en los principios del absolutismo y la fe católica.
Por eso, cuando tuvo la oportunidad, en junio de 1791, Luis XVI trató de huir del país disfrazado, junto a su familia, para ponerse al frente de la contrarrevolución. Descubierto poco antes de alcanzar la frontera, fue obligado a regresar a París entre las imprecaciones del pueblo. “En Francia ya no hay rey”, se dice que murmuró entonces el monarca.
Aún así y a pesar de su creciente descrédito, los diputados de la Asamblea optaron por mantener a Luis XVI en el trono. El inicio de la guerra contra Austria y Prusia desaconsejaban abrir el debate de la instauración de la república.
Pero entre el pueblo, la idea de que el rey era un traidor ganaba cada vez más fuerza. Y los rumores que recorrían la capital, advirtiendo de que en el palacio real se estaba organizando una contrarrevolución, no hacían sino agudizar la desconfianza.
Así, cuando se conoció el manifiesto del jefe de las tropas prusianas, Carlos Guillermo Fernando de Brunswick, en el que amenazaba con someter París a un duro castigo si se hacía daño al rey y su familia, se dio por sentado que el rey estaba en connivencia con los invasores, lo que desató la ira del pueblo. El 10 de agosto de 1792, una numerosa muchedumbre asaltó el Palacio de las Tullerías, obligando al rey a refugiarse en la Asamblea y desencadenando una matanza en la que unas 1.000 personas (400 asaltantes y 600 defensores del palacio) perdieron la vida.
Juicio y castigo
Los diputados ya no tuvieron más alternativa que aprobar la destitución del monarca, ante el clamor popular, que le acusaba de haber organizado un ataque contra el pueblo. Luis XVI y su familia fueron recluidos en una torre de la antigua fortaleza del Temple, mientras en la Asamblea se discutía si había que juzgar al monarca.
Aquellas dudas quedaron despejadas cuando se descubrió en las Tullerías una caja fuerte, en la que el rey guardaba documentos secretos. Ninguno constituía una prueba fehaciente de su traición, pero evidenciaban que Luis XVI apoyaba la contrarrevolución.
Pocos diputados dudaban de la culpabilidad real y ni siquiera el alegato de inocencia del rey, que compareció ante la cámara sobrio y sereno en los últimos días de 1792, logró cambiar aquella opinión. Luis XVI fue hallado culpable sin un sólo voto en contra.
Más división suscitó el castigo que debía recibir el rey. Finalmente en la tarde del 17 de enero de 1793, la mitad más uno de los 720 diputados se pronunció a favor de su ejecución inmediata. Y entre ellos se encontraba el tío del rey Felipe Igualdad, duque de Orleans: "Preocupado únicamente por mi deber, convencido de que los que han atentado o atentaren en el futuro contra la soberanía del pueblo merecen la muerte, yo voto la muerte", anunció desde la tribuna.
En vano fueron los intentos de los diputados más moderados por aplazar aquella sentencia. Ahora sí, la suerte de Luis XVI estaba echada.
El duque de Orleans, tío del rey, votó a favor de la ejecución de Luis XVI
El rey, que había pasado aquellos últimos meses recluido en la Torre del Temple, dedicado casi en exclusiva a la lectura y a enseñar geografía a su hijo menor, fue despertado a las cinco de la mañana para ser conducido hasta el punto señalado para su ejecución. Antes, tuvo tiempo para escuchar misa y dejar a su familia algunos recuerdos y su testamento.
Ya en la Plaza de la República y antes de que la guillotina pusiera fin a sus días, a la edad de 38 años, Luis XVI, que ya por entonces era simplemente el ciudadano Luis Capeto para los que un día fueron sus vasallos, trató de dirigirse a la muchedumbre. Pero el ruido de los tambores hizo inútil sus esfuerzos y sus últimas palabras apenas llegarían a los oídos de quienes le rodeaban: "Muero inocente. Perdono a mis enemigos y deseo que mi sangre sea útil para los franceses y que aplaque la cólera de Dios", exclamó.
Pocos minutos después, su cabeza era exhibida ante un público jubiloso. Francia, y con ella Europa, ya había empezado a arder. De sus cenizas surgiría un mundo completamente renovado.
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