El ruido es repelente o bello en función del oído que lo escuche. Hay quien llega al éxtasis cuando pasa a su lado un Fórmula 1 a 18.000 revoluciones por minuto. A los fanáticos de la aeronáutica les flipa el estruendo de un Boeing 747 al despegar. Y luego están esos melómanos peculiares, que sienten náuseas al oír Despacito, pero levitan en una sesión de tecno. O en un concierto de Metallica.
Desde 1987, la banda californiana ha tocado 25 veces en España. En pabellones de pequeño aforo como el del Real Madrid (que ya no existe), en plazas de toros como la Monumental de Barcelona (ya clausurada), en grandes estadios como el Olimpic y en festivales multitudinarios como el Rock in Rio.
De la suma se obtienen dos certezas sin ningún rigor estadístico: que varios cientos de miles de españoles han asistido alguna vez a un concierto de Metallica; y que todos han vivido, con mayor o menor intensidad, la experiencia de someter sus oídos a dos horas de metralla.
Metallica es una batería que atruena como un bulldozer (Lars Ulrich), una guitarra que escupe los riffs como ráfagas (Kirk Hammett), un bajo cuyos graves retumban en el estómago (Robert Trujillo) y una voz, la de James Hetfield, que suelta las estrofas como broncas y los estribillos como puñetazos. La ración de decibelios que proporciona el conjunto garantiza una noche de pitidos taladrando los tímpanos. Y aún así ¡hay público en sus conciertos!
En Madrid, las entradas para la gira actual se evaporaron en minutos. 15.000 facturadas para la noche de este sábado en el WeZink Center y otras tantas añadidas para una velada extra, el próximo lunes. Dos días más tarde recalarán en el Palau Sant Jordi de Barcelona. La receta de las tres citas será similar: una tanda de 18 de canciones que abre una melodía enlatada de Ennio Morricone (The Ecstasy of gold) y cierra la archi famosa Enter Sandman, todo un milagro de la industria musical: igual suena en la barra libre de una boda, que en un garito pijo a última hora, pese a condensar en cinco largos minutos y medio la esencia pura de la banda.
Metallica ha elegido para cerrar los directos de la gira el mismo tema que abre su disco más laureado (y el más vendido de la historia del metal): el Black Album, editado en 1991. El título encierra un guiño al álbum blanco de los Beatles y su portada azabache está repetida en 30 millones de copias repartidas por otros tantos millones de hogares.
Y en medio, una sorpresa (lo siento por el spoiler): una version en castellano de Obús (Vamos muy bien) que se marcan Trujillo y Hammett para deleite de la parroquia heavy.
https://www.youtube.com/watch?v=SOcDJUlsiXU&t=33s
Enter Sandman es el fin de la ceremonia por la que desfilan otros 17 ejemplos del estilo que ha entronizado a Metallica. El tumulto de ruido bebe de los bajos galopantes de Black Sabbath, de la rabia de Motorhead y la distorsión trepidante de pioneros del heavy como Iron Maiden o Diamond Head. Metallica los hizo todos suyos y los empaquetó en 10 discos que han servido de influencia para bandas duras posteriores como System of a Down, Sepultura o Spliknot.
Este sábado, en Madrid, hicieron el recorrido por todo el repertorio con parada especial en su último disco –qué gran disco-, Hardwired... to Self-Destruct. Sonaron siete canciones, intercaladas por los hits-bomba que llevan a la pista y al graderío a desafiar, voz en grito, el estruendo que emana del escenario, ubicado en el centro del pabellón: Creepin Death, Seek & Destroy, Welcome Home (Sanitarium) o una estratosférica Master of Puppets. Y, por supuesto, One, ese tema que despega como un 747 en los compases finales del directo y acelera el pulso, como un Fórmula 1, de quienes detestan ir por la vida sin ruido y despacito.
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