El 4 de abril de 1961 un grupo estudiantes estadounidenses tomó en la ciudad de Washington un autobús con destino Nueva Orleans. Aquel no era un viaje de placer. Tampoco de trabajo. Se trataba de un recorrido reivindicativo, un trayecto por la libertad, como fue bautizada aquella iniciativa. Su objetivo: hacer cumplir la normativa que declaraba ilegal la segregación en los viajes interestatales; es decir, que negros y blancos pudieran compartir asientos en los autobuses, que pudieran utilizar las mismas salas de espera en las estaciones y entrar en los mismos baños. Y para ello recorrerían gran parte de los estados del sur de Estados Unidos, aquellos en los que el racismo estaba más arraigado.
Cuarenta días después, aquellos mismos estudiantes se encontraban, abandonados por el conductor del autobús, en medio de una carretera de Alabama, rodeados de una multitud enfervorecida, que golpeaba el vehículo con piedras y ladrillos y que, en un momento dado, le prendió fuego. Los pasajeros no tuvieron más remedio que apearse, para no ser víctimas de las llamas, aunque fuera les aguardaba la violencia de aquel grupo de personas, que armados con todo tipo de objetos contundentes no dudaron en apalizarlos.
El racismo en Estados Unidos hacia la década de 1960 podía alcanzar dimensiones dramáticas. Y precisamente en esa época -y obrando principalmente en esos estados del sur del país- fue cuando Martin Luther King se erigió en uno de los grandes referentes del movimiento por los derechos de los negros.
Por eso tampoco cuesta tanto entender que a finales de noviembre de 1963, cuando supo que el presidente John Fitzgerald Kennedy había sido asesinado, King afirmara ante su esposa que "esto es lo que me va a pasar a mí. Te lo sigo diciendo, esta sociedad está enferma". Al fin y al cabo, a esas alturas, y desde que en 1955 se puso al frente del boicot a los autobuses de Montgomery por la detención de Rosa Parks, King y su familia -como muchos de sus colaboradores- ya habían sufrido diversos atentados, amén de múltiples detenciones.
Tras el asesinato de Kennedy, en 1963, Luther King auguró que él correría la misma suerte
No pasarían ni cinco años hasta que aquel lúgubre presagio se hiciera realidad en el balcón del motel Lorraine, en la ciudad de Memphis. El 4 de abril de 1968, hace ahora 50 años, a las 18 horas y un minuto, un certero disparo que le alcanzó en la garganta acabó con la vida de aquel pastor protestante que, en poco más de una década se había convertido en icono de la lucha por la igualdad de los ciudadanos negros y una de las personalidades más cautivadoras de la escena internacional.
Dos meses tardarían las autoridades en capturar al sospechoso del asesinato. Y en marzo de 1969 James Earl Ray, un delincuente común que había escapado poco antes de una prisión estatal, confesó finalmente ser el autor del crimen. Su motivación: el racismo. Caso cerrado. ¿O no?
Enemigo público
Lo cierto es que, desde un primer momento, la sombra de la conspiración envolvió el asesinato de Luther King. Porque aquel pastor protestante, defensor de la lucha sin violencia, se había convertido para muchos en el enemigo número uno y, por tanto, eran varios los que podrían desear eliminarlo.
Si, lógicamente, era un objetivo esencial para los grupos racistas del país, también por entonces se había convertido en un problema para algunos grupos de defensa de derechos de los negros, que rechazaban sus postulados pacifistas. Y tampoco se podía descartar a un FBI que mantenía, desde la década de 1950, una estrecha vigilancia sobre un hombre al que se llegó a acusar de comunista.
Como en el caso de JFK, la escasa capacitación del presunto asesino para ejecutar el crimen fue el origen de todas las sospechas. Su fuga, que le llevó a recorrer diversos países, haciendo uso de documentos falsos, hasta su detención en Londres, alentaba las teorías de que contaba con respaldo económico y logístico. Y una serie de extraños movimientos en los días previos y posteriores al suceso proyectaban las dudas hacia los propios organismos del Estado.
Así, cuando Ray se retractó de su declaración de culpabilidad todo estaba servido para que las teorías conspiratorias coparan los debates sobre la muerte de Luther King.
Un jurado determinó en 1999 que fue víctima de una conspiración, con la probable participación del Estado
Ray pasaría casi 30 años, hasta su muerte en 1998, clamando, en vano, por un juicio para defender su inocencia. El presunto asesino del líder del movimiento por los derechos de los negros aseguraba que había sido un misterioso personaje, llamado Raoul, el que le había pedido que trasladara hasta Memphis el rifle con el que, supuestamente, se disparó a Luther King. Según su versión, él se limitó a entregar el arma sin saber cuál sería su destino.
Ni la Justicia estadounidense ni la opinión pública ni muchos de los investigadores que siguieron el caso dieron visos de certeza a la historia de Ray. Pero sí lo hizo William Francis Pepper, un abogado que había colaborado con Luther King y que decía haber hecho importantes hallazgos que evidenciaban la existencia de una gran conspiración tras la muerte del pastor protestante.
Aunque sus investigaciones han sido objeto de críticas por distintos expertos en el caso, como el periodista Gerald Posner, Pepper obtuvo su gran victoria en 1999 -con Ray ya muerto-, cuando un jurado civil del Estado de Tenesse dio por probado que Luther King había sido víctima de un movimiento conspiratorio en el que, con toda probabilidad, participaron agencias gubernamentales.
¿Pero por qué podría estar interesado el Gobierno de Estados Unidos en liquidar a un hombre que sólo luchaba por conseguir la igualdad de derechos de los ciudadanos negros del país?
Lo cierto es que ya en la segunda mitad de la década de 1960, Luther King había dado un giro a sus reivindicaciones, pasando de exigir el fin de la segregación en establecimientos públicos a abordar las dificultades económicas, el aislamiento en guetos y la falta de oportunidades que penalizaban a la población negra a lo largo de todo el país.
Ya en 1967, el ganador más joven del Premio Nobel de la Paz había comenzado a preparar la conocida como Campaña por la Gente Pobre, mediante la que pretendía movilizar a cientos de miles de personas sin recursos en una marcha en Washington para presionar al Gobierno y que éste ampliara sus programas de apoyo a los más desfavorecidos.
Su oposición a la Guerra de Vietnam y sus luchas sociales podían suponer una amenaza para el poder
Como explica María Jesús Rodríguez Illán en su biografía sobre el líder social estadounidense, "Martin Luther King había alcanzado tanto prestigio que se había convertido casi en un mito, capaz de movilizar a cientos de miles de personas [...] sus denuncias de la segregación y de la discriminación que existían en la sociedad hacían tambalearse los cimientos del sistema social establecido por el poder blanco del país. Todo esto bastaba para que King estuviera en el punto de mira".
Por si esto no fuera suficiente, el activista afroamericano se había sumado con fuerza a la creciente corriente de oposición a la Guerra de Vietnam que recorría el país. Según señala Pepper en la obra Un acto de Estado. La ejecución de Martin Luther King, un buen puñado de grandes empresas -varias de ellas vinculadas al dirctor del FBI, Edgar Hoover y al presidente estadounidense Lyndon Johnson- obtenían ingentes beneficios derivados del conflicto. Por lo que el apoyo de Luther King al no a la guerra era visto como una amenaza. Máxime cuando parecía ir cobrando fuerza la posibilidad de que Luther King decidiera en algún momento dar el salto a la política y optar a presidir el país.
La mezcla de todos estos factores representaba para los poderes ocultos del Estados, según Pepper, un serio peligro que era preciso eliminar. "Si los ricos y poderosos de todo el país pensaban que la creciente actividad del doctor King contra la guerra era intolerable, su plan de movilizar a medio millón de pobres con la intención de sitiar el Congreso sólo podía despertar su rabia y su miedo", afirma el abogado.
En ese contexto, una bala perdida en una tarde de abril en Memphis podía resultar la solución que conjurara ipso facto la amenaza. Pero también podía suponer la vía que aplacara los ánimos de venganza de cualquier racista resentido como James Earl Ray o algún otro de su calaña.
Lo único que es seguro es que aquel disparo puso punto final, a los 39 años de edad, a la vida de uno de los hombres que más hizo por borrar cualquier rastro de injusticia de la sociedad estadounidenses. El hombre que prometió a sus iguales que alcanzarían la Tierra Prometida.
Su muerte queda como uno de los grandes misterios de la historia más reciente. Su sueño, como una meta aún por alcanzar.
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