El maestro Antoñete, ya retirado, desde la tribuna de comentarista que tantos años ejerció junto a Manolo Molés, contaba cómo seguía buscándose en los carteles. A medio camino entre la ensoñación y la nostalgia aún buscaba su nombre entre el de sus compañeros. Todavía esperaba la obra utópica que todo artista espera una vida. Para buscar la corrida perfecta a lo largo de la Feria de San Isidro que este año cumple 71 ediciones repasamos seis grandes momentos históricos isidriles. Seis toros seis, que un día alzaron a los cielos a sus intérpretes. Toro y torero unidos en una obra para la historia.
Atrevido y Chenel
San Isidro de 1966. Sin duda uno de las ediciones más memorables. Durante los 16 festejos 36 trofeos. Antoñete, Antonio Bienvenida, El Viti, Puerta, Litri, Curro Romero y Andrés Vázquez fueron los triunfadores de la feria.
Entre aquella borrachera de éxito nos vamos al día de San Isidro. Aquella tarde se citan Antonio Chenel, Antoñete, con terno salmón y oro, y Atrevido. Estamos ante la celebérrima faena que el cronista de Abc José Luis Suárez Guanes definió como “el milagro del Toro Blanco”. El astado, propiedad de José Luis Osborne, fue la atracción de la Venta de El Batán los días precedentes al festejo. Esa apariencia física es precisada por algún revistero de la época como berrendo en negro, alunarado, salpicado, entrepelado, caricárdeno, botinero y coletero. La historia lo simplifica como el toro blanco de Antoñete.
La obra tuvo verónicas de sabor rematadas con una media marca de la casa. Nada menos que 60 muletazos que convirtieron el recinto de la calle de Alcalá en un verdadero manicomio. La estructura de la faena vista con el tiempo es un compendio de la tauromaquia que siempre pregonó su autor. Un inicio por abajo conduciendo la embestida del toro. El maestro habló en numerosas ocasiones de “enseñar a embestir”. Y a partir de ahí series de derechazos y naturales templados y eternos. Remates monumentales con pases de pecho y trincherazos. Y por supuesto ese sentido de la distancias tan presente en su modo de entender el toreo. Entre serie y serie, el torero tomaba distancia. Mientras toro y torero tomaban aire, la belleza y pureza del cite calentaba la serie por venir. Mató de dos pinchazos, media y un descabello. Aun así, el público le concedió una oreja. Pero su éxito reside en el escogido lugar de la memoria colectiva.
Palomo Linares y Cigarrón
La segunda parada en este viaje en el tiempo nos lleva al 22 de mayo de 1972. Aquel día Sebastián Palomo Linares pasa a la historia por cortar el último rabo en la historia de la Plaza de las Ventas y el único durante la Feria de San Isidro. En el pasado se habían cortado otros 9. Juan Belmonte lo consiguió en octubre del 34 –fecha de la inauguración oficial- y nada menos que tres cortaron Domingo Ortega, Pepe Bienvenida y Vicente Barrera en la Corrida de la Victoria en mayo de 1939 tras la Guerra Civil, como lo habían hecho antes Marcial Lalanda, Manolo Bienvenida, Alfredo Corrochano, Curro Caro y Lorenzo Garza.
Desde esos años treinta el Templo no había sido profanado y el acontecimiento que protagonizó Palomo Linares, el toro Cigarrón de Atanasio Fernández y el presidente José Antonio Pangua hizo correr ríos de tinta. La polémica en grado superlativo. Simplemente un par de detalles para ilustrar el clima. Aquel presidente nunca volvió a subirse al palco de Las Ventas. Y al día siguiente, parte de la afición, especialmente la concentrada en la andanada del 8, lucía crespones negros. Por supuesto que la dura crítica taurina del momento se despachó a gusto con la afrenta a la historia de la plaza. Lo más positivo que se logra leer repasando los grandes cabeceros de la época es que la polémica era buena para la fiesta.
https://youtu.be/eI3WvVi3y9Q
En cuánto a lo estrictamente taurino es indudable que el acontecimiento es un ejemplo superlativo de la pasión en los tendidos madrileños. La lucha de poderes entre los críticos de la andanada del 8 (lo que en la actualidad se ha trasladado mayoritariamente al tendido del 7), aficionados e isidros (festivos espectadores ocasionales).
Aquel día Palomo lució su casta y arrojo como de costumbre. Compuso su figura de un modo más natural que tardes precedentes y las bondades del toro le pusieron ese punto tan importante en Las Ventas de jugar con el clímax emocional de la plaza. Dispuesto toda la tarde con el capote. El inicio de la faena con series en redondo de rodillas con la montera del brindis en una de sus manos encendió los tendidos. A partir de ahí intercaló el toreo más ortodoxo con los rodillazos y molinetes tan efectistas del momento. El clima de entusiasmo no bajó. La estocada a sangre y fuego saliendo prendido enardeció a las masas y el presidente se acogió al resquicio que dejaba el Reglamento del momento para considerar “extraordinario” lo visto y conceder el rabo del astado salmantino.
Aquel día de miel trajo a Palomo otros tantos de hiel. Es muy complicado buscar otra figura en la historia del toreo que fuera tan agriamente tratada por la afición madrileña desde aquella fecha. Burlas, cornadas y el episodio en el cual la casta de un desesperado Palomo le llevó a arrojarse a las astas de un sobrero de El Pizarral años después. Un peón suyo, Rafael Corbelle, se encargó de sacarle de semejante embolado.
César Rincón y Bastonito
El tercer toro de esta quimérica Corrida perfecta podría ser Bastonito, marcado con el hierro de Baltasar Ibán y que protagonizó con el diestro colombiano César Rincón el combate taurino más recordado de los últimos años. Estamos en el 7 de junio de 1994, y el matador nacido en Bogotá ya había sido ungido por la gloria en la histórica temporada de 1991. Aquel año Rincón salió 4 veces a hombros por la Puerta Grande. La primera, en la única tarde que estaba anunciado en aquel San Isidro, con toros también de Baltasar Ibán. Al día siguiente repitió la gesta ante los toros de Murteira Grave en una sustitución. Más tarde la Beneficencia con samueles y, en la Feria de Otoño, ante un toro de Moura. Hasta en 4 ocasiones el mismo año. Lo que nadie antes y hasta la fecha había conseguido.
https://youtu.be/h23iND0dgrc
Pero el capricho de la memoria recuerda sobre todas las actuaciones la oreja que logró arrancar a Bastonito. Un toro de poco más de 500 kg de enorme fiereza. Costó minutos sacarlo del peto del caballo. Y en la muleta libró una batalla con Rincón de gran dimensión. Cada pase era una moneda al aire. A veces iba largo, en ocasiones le dibujaba la cornada quedándose bajo el vuelo de la muleta. Especialmente en los remates de cada serie. Una vez le derribó y pasó sobre el matador. Y de nuevo en la estocada Bastonito, herido de muerte, prendió a César. En una tertulia que conmemoraba la efeméride el propio diestro se recreaba en la imagen final. Él, tendido en la arena boca arriba abrazando la cabeza del toro que literalmente se lo quería comer. De alguna manera la imagen le trasladaba al boxeo cuando dos púgiles durante el último asalto se abrazan exhaustos a medio camino entre el ataque terminal y la única defensa de mantenerse en pie.
José Tomás y Corchito
El cuarto toro de la historia nos traslada al 27 de mayo de 1997. Aquel día Corchito, de Alcurrucén, asistió a la presentación en sociedad del mito de José Tomás. Posiblemente alguien podrá discutir mayor nivel en alguna que otra tarde gloriosa del diestro de Galapagar en su Madrid. Pero aquella tarde primero tuvo el encanto de la primera vez y, segundo, será siempre la faena de los naturales. A excepción de los primeros pases por bajo en el tercio dónde el madrileño probó la condición por ambos pitones, el resto fue con la mano izquierda.
Los que conocen al público de Madrid saben que sólo hay una cosa que le gusta más que exigir y juzgar con dureza a la figura del toreo. Y esa es elevar a los cielos al que viene abriéndose paso. De un día a otro el abanico puede abrirse desde la crueldad crispada a la entrega furibunda.
https://youtu.be/t9mbxldrCwo
Y aquella tarde pasó algo de eso. Madrid buscaba su torero. Y la mano izquierda de José Tomás se lo dio. Al toro de Alcurrucén le faltaban muchas cosas para ser el toro perfecto. Buena parte de la faena se desarrolló con el diestro prácticamente extrayendo los pases de uno en uno. La falta de repetición enfatizó la colocación según el canon que tanto valora Madrid. El torero cruzado al pitón contrario, pecho semi de frente y la pierna de salida cargando la suerte. Así una y otra vez, los naturales limpios y eternos. Según iban pasando las tandas el toro se animó a repetir. Apenas tanda y media, pero el público enloqueció. En los tendidos se creó ese ambiente que delata el acontecimiento. Unos hablaban con otros interrogándose sobre lo que estaban viendo. Estoconazo en lo alto, dos orejas y quedaba inaugurado el trienio mágico del 97,98 y 99 de José Tomás.
Dalia y José María Manzanares
El 1 de junio de 2016 pasará a la historia de San Isidro como el día del triunfo rotundo de la naturalidad. La belleza de una composición integral. El astado de Victoriano del Río se empleó a fondo en los tres tercios. El espectáculo de Dalia brilló en la tersura y empaque del toreo de capa del maestro de Alicante. La faena de muleta desbordó la emoción. En tiempos de banderazos, pases cambiados y otros lances de riesgo, aquel día José Mari reivindicó el clasicismo helenístico del toreo. Sabor y color mediterráneo. La entrega del toro profundizaba en la hondura de cada serie.
Y un estoconazo prodigioso, en la suerte de recibir, firmó la obra de un artista. Aquel día Manzanares venía de un año complicado. La muerte repentina de su padre le había dejado en una deriva emocional complicada de manejar en el mundo de un torero. Aquel día muchos cronistas titularon la gesta como En el Nombre del Padre.
Muchos vieron plasmados los sueños del viejo Manzanares en el manejo de las telas de su hijo. Una faena que resumía el espíritu de toda una dinastía. El presidente sacó en el palco los dos pañuelos a la vez, y en los tendidos muchos espectadores seguía agitando sus pañuelos. Bien porque no vieran que eran dos trofeos al mismo tiempo, bien porque realmente estaban pidiendo la concesión del rabo. Personalmente, fue la primera vez que pensé sobre esa posibilidad de la concesión de los máximos trofeos en la plaza de Las Ventas. Nunca antes, ni después, me había parado un segundo a pensarlo.
Y el sexto toro
La sexta faena para redondear esta utópica tarde perfecta queda abierta a gusto del lector. Para este sexto imaginario toro, pues depende de lo que busque cada cual. Si lo que quieren es un acto de redención de culpa quizá deban de viajar al San Isidro de 1967. Allí Curro Romero en apenas 24 horas pasó de los calabozos de la Dirección de Seguridad por negarse a matar un sobrero de Cortijoliva por “estar toreao” a cortar 4 orejas en una de las numerosas tardes en las que el diestro de Camas subió al cielo de Madrid.
Si lo que quieren es un gran espectáculo social de primer orden viajen al San Isidro de 1964. El 20 de mayo confirmaba la alternativa Manuel Benítez, El Cordobés. La corrida se televisó y el país se paró. Dicen que muchas empresas dieron la tarde libre para ver la corrida de toros. En ella El Cordobés cortó 1 oreja después de ser herido de gravedad.
Para los que busquen dos exponentes del toreo total uno les puede recomendar que busquen cualquiera de los triunfos de Su Majestad El Viti y Paco Camino. Ambos son los indiscutibles reyes de San Isidro. Por encima de la decena de puertas grandes y triunfos con todo tipo de encastes. La abundancia no se lleva muy bien con lo extraordinario. Y por eso cuesta tanto descubrir el mejor día de ambos espadas en un San Isidro. Quizá la faena de El Viti a un toro de Garzón en 1966, y la de Paco Camino a un sobrero del Jaral de la Mira en 1970. Sólo quizá.
Si valoran la evolución de un torero y la emoción de la fiereza vayan al San Isidro de 1985: allí un toro de Manolo González redescubrió al Niño de la Capea, que impuso csu poderío de siempre al temple del toro mexicano. Alguno preferirá trasladarse a junio de 1982 para ver la corrida del siglo: Ruiz Miguel, Luis Francisco Esplá y José Luis Palomar a hombros con una encastada corrida de Victorino Martín.
Personalmente no me importaría asomarme al delirio de Julio Aparicio en el San Isidro de 1994, o quizá a ver la sinfonía de naturales del Alejandro Talavante de 2011 a un toro de El Ventorrillo.
La historia de San Isidro es como la propia vida. El éxito se alimenta del fracaso. Y la sublimación de la emoción bebe del hastío, o simplemente de la lineal rutina. La perfección en el toreo es una palabra demasiado gruesa para un recipiente tan grande como una corrida de toros. A lo mejor, la corrida perfecta puede tener el único contenido de un quite de Morante de la Puebla.
Cuestión de paladares.
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