Lavapiés no existe. O más bien no lo hace oficialmente. Este conjunto de calles, bares, pequeñas tiendas, teatros que representan el Madrid castizo no consta administrativamente como barrio y quizá es esa su seña de identidad, lo que hace que su personalidad sea tan fuerte. Sus fronteras inexistentes se hacen visibles cuando el desastre o el triunfo se convierten en papables.
La primera vez, ocurrió al acabar la Guerra Civil. La posguerra atrajo a este lugar a todos aquellos que ya no veían futuro en el campo y que buscaban montar algo en la capital. Que buscaban sobrevivir. Los edificios semi abandonados comenzaron a ocuparse de personas con el bolsillo vacío y el alma llena de sueños.
Nadie hacía caso a unas calles que iban adquiriendo nombre gracias a la emigración. Un lugar tan abandonado que incluso al franquismo se le olvidó eliminar una fuente en honor a la República, que aún a día de hoy sigue en pie. Pasaron la décadas, y sus fronteras volvieron a coger forma. Aumentaban los comercios, venían más personas por el bajo precio de los alquileres y cuando la dictadura tocaba a su fin, cuando todo se volvió más fácil, Lavapiés se llenó de jóvenes, de movimientos culturales, incluso de okupas.
Marivi Ibarrola fue testigo de aquella apertura. La periodista y fotógrafa estuvo en el centro de la transformación de la década de los 80, cuando retrató cada esquina, cada comercio, los adoquines levantados, los jóvenes protestando, hasta a una cabra bailando en unas calles que olían a tradición y que se dejaban conquistar por todas las nuevas corrientes.
Muchas de sus fotografías se reúnen ahora en De Lavapiés a la Cabeza, que ocupa el Espacio Encuentro Feminista, en la calle Ribera de Curtidoresuna. En total 50 fotografías inéditas de su archivo personal que están acompañadas de textos de vecinos del barrio que cuentan cómo y porqué llegaron a vivir al centro de Madrid. "Gracias a ellos podemos encontrar muchos registros y un gran abanico de pareceres, procedencias y estilos de vida que se dan cita aquí: el grupo de historia de Madrid de la Corrala de la Cabeza, el zapatero, la farmaceútica, el músico, el pintor...", asegura Ibarrola.
Ella también es uno de esos personajes. Se fue a vivir a Lavapiés porque la línea 3 le dejaba directamente en la universidad y vivió todos los cambios en primera persona. "Era un barrio con muchos edificios en ruina, con antenas por todos los sitios, con muchísima contaminación. La fábrica estaba en funcionamiento y como se puede ver en las fotos las casas tenían un color negruzco por el humo que salía de su chimenea", recuerda.
La mayoría de los lugares que Ibarrola fotografió ahora no existen o lo hacen de otro modo. Estuvo en el momento exacto, cuando lo antiguo empezó a transformarse en nuevo. Cuando aún Lavapiés pedía más atención. "He tenido que volver a recorrer las calles en busca de muchas de mis fotografías. Todo ha cambiado tanto que con algunas he tardado días en encontrar su lugar. Ahora esto ya no tiene nada que ver", asegura.
Lavapiés ha pasado de necesitar un cambio a ser el cambio en sí mismo.
Porque Lavapiés ha pasado de necesitar un cambio a ser el cambio en sí mismo. Sus calles son un hervidero de culturas. Sus pisos, ahora, aumentan de precio porque "parece que están de moda". Los centros culturales, los teatros, las terrazas, los comercios invaden los locales. Reciben tanta atención que los vecinos empiezan a irse ante la llegada masiva de turistas, ante el aumento de los precios. En 2017 los datos eran demoledores. Un 16% de su población había desaparecido en menos de una década pero sus edificios estaban más llenos que nunca.
La gentrificación llegó al Madrid castizo y lo hizo con tanta fuerza que lo ha convertido en un parque temático. "Era un barrio que primero acogió a emigración nacional, luego a emigrantes internacionales que tenían que vivir en pisos pateras... comenzó su remodelación, las casas empezaron a subir y ahora los turistas se han hecho con él". Lo único que queda de Lavapiés, del no barrio más barrio de Madrid, se cuenta en las fotos de Ibarrola.
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