El general José Moscardó ascendía por las cuestas de la Sierra del Guadarrama sudoroso y jadeante. Con más de 60 años a sus espaldas, el militar que había alcanzado la condición de héroe por la defensa del Alcázar de Toledo durante los primeros compases de la recién concluida Guerra Civil se mostraba mucho menos ágil que el jefe del Estado, catorce años menor que él, a la hora de escalar por aquellos riscos.
Tras examinar un cerro pedregoso, conocido con el nombre de Altar Mayor, Francisco Franco decidió seguir trepando hasta la cima, desde donde pudo observar un paisaje majestuoso que se amoldaba a sus expectativas.
Cuando llegó a su lado, Moscardó le explicó que aquella cima en la que había fijado sus ojos recibía por nombre La Nava. "Su nombre es menos sugestivo que el de la altura en que estamos, pero su forma me parece más majestuosa", le respondió el Caudillo.
Exhausto, el héroe del Alcázar no pudo evitar inquirir: "No nos harás subir también hasta allí". Para su tranquilidad, Franco descartó la posibilidad. "No es necesario por ahora", afirmó antes de augurar que "subiremos algún día y me atrevo a esperar que subirán muchos españoles". Definitivamente, habían encontrado el Valle de los Caídos.
El colosal monumento donde reposan los restos de Francisco Franco, rodeados de los de otros 40.000 combatientes de ambos bandos fallecidos durante la guerra, no estuvo concluido hasta el año 1958, pero sus majestuosas estructuras estaban perfiladas en la mente del generalísimo desde mucho antes. Antes, incluso, de encontrar el lugar idóneo para su ubicación.
La idea de erigir un vasto monumento a sus muertos estuvo presente entre los sublevados desde antes del final de la guerra
Desde los instantes inmediatamente posteriores al final de la guerra, incluso durante la misma, la idea de erigir un monumento conmemorativo a los caídos en la que fue concebida como una cruzada contra los enemigos de la patria fue tomando forma en la mente de muchos de quienes se englobaban en el autodenominado bando nacional. No en vano, como observa el periodista Fernando Olmedo en su obra El Valle de los Caídos. Una memoria de España, "el culto a los muertos se incorporó muy pronto a la épica de la Cruzada".
Los monumentos funerarios se extienden a lo largo y ancho del país, en un claro intento del nuevo régimen por preservar la memoria de sus muertos, "para que los caminantes y viajeros se detengan un día ante las piedras gloriosas y rememoren a los heroicos artífices de esta gran patria española", tal y como rezaba el Discurso de Unificación pronunciado por Franco en abril de 1937, aún dos años antes de que concluyera la contienda.
Pero lo que el Caudillo proyectaba en el Valle de los Caídos era mucho más que una mera losa en el camino, para el recuerdo de gestas bélicas singulares. Se trataba de erigir un fastuoso monumento, capaz de plasmar a perpetuidad la renacida grandeza de España, tras siglos de decaimiento.
Así lo establece con rotundidad el decreto del 1 de abril de 1940, que dispone la fundación del monumento: "La dimensión de nuestra Cruzada, los heroicos sacrificios que la victoria encierra y la trascendencia que ha tenido para el futuro de España esta epopeya, no pueden quedar perpetuados por los sencillos monumentos con los que suelen conmemorarse en villas y ciudades los hechos salientes de nuestra Historia y los episodios gloriosos de sus hijos. Es necesario que las piedras que se levanten tengan la grandeza de los monumentos antiguos, que desafíen al tiempo y al olvido y que constituyan lugar de meditación y de reposo en que las generaciones futuras rindan tributo de admiración a los que les legaron una España mejor".
Para entonces, Franco ya había localizado el lugar donde había de levantarse este mausoleo. El general había realizado un meticuloso rastreo de la Sierra del Guadarrama, en busca de un lugar que reuniera los requisitos necesarios para servir de escenario a la magna obra que alumbraba en su cabeza. Durante semanas, fueron frecuentes los paseos del general por aquellas laderas, acompañado de aquellos que se dejaran tentar por su invitación: "¿Vamos a buscar el Valle de los Caídos?".
Con el Valle de los Caídos, Franco pretendía rivalizar con la grandeza del Monasterio de El Escorial
Como explica fray Justo Pérez de Urbel, primer abad de la basílica del Valle de los Caídos, "no se trataba de descubrir, sino de identificar y localizar una imagen que (Franco) llevaba dentro". En su cabeza, el Valle de los Caídos debía existir y, sin duda, debía localizarse allí, en aquella sierra carpetovetónica, presidiendo desde las alturas el Monasterio de El Escorial.
Fue su primo Francisco Franco Salgado-Araujo uno de los primeros en sugerir que con el Valle de los Caídos el Caudillo "tal vez haya querido imitar a Felipe II, que levantó El Escorial para conmemorar la batalla de San Quintín".
En uno de los primeros actos de exaltación de la victoria en la Guerra Civil, celebrado en El Escorial, Franco accede al Panteón de los Reyes para detenerse y rezar frente a la tumba del hijo y sucesor de Carlos I. Para el régimen, estos monarcas, que habían gestionado uno de los mayores imperios que la historia haya conocido, representaban la máxima expresión de las glorias pasadas de la nación, sepultadas por el "apocamiento y cobardía de los tres últimos siglos de fracaso y decadencia". Era preciso volver tras sus pasos.
Un templo grandioso
La finca elegida para construir el Valle de los Caídos, conocida como Cuelgamuros, cuenta con una extensión de 1.365 hectáreas y una altitud comprendida entre los 958 y 1.758 metros. No es nada casual, sugiere Daniel Sueiro en el libro El Valle de los Caídos. Los secretos de la cripta franquista, que el jefe del Estado escogiera para la erección de la cripta un risco, el de La Nava, ubicado a 1.400 metros de altura, muy por encima del lugar sobre el que se levanta El Escorial. "No pasa inadvertido este dato a los comentaristas de la época, que hablan ya de templo grandioso de nuestros muertos, atalaya para la vigilancia y cumbre para la oración, visible en días claros desde España entera", añade Olmedo.
Cuelgamuros había sido siglos atrás una reserva de caza para los reyes españoles y, a inicios de 1940 pertenecía al marquesado de Muñiz, ostentado por Gabriel y Manuel Padierna de Villapadierna, quien recurrió, en vano, contra la expropiación de sus posesiones. Franco había visualizado allí su sublime mausoleo y la maquinaria del régimen no podía permitir que nada se interpusiera en sus planes. Finalmente, Padierna sería despojado de aquellos terrenos previo pago de una indemnización de 622.630,86 pesetas.
Estos serían una parte menor de la inversión total que hubo que realizar para llevar a cabo las obras, que ascendió a más de 1.086 millones, según los apuntes de Diego Méndez, el arquitecto que se encargó de rematar la construcción. Unos gastos que, paradójicamente, se iniciaban en paralelo a la orden que establece el racionamiento de artículos de primera necesidad, en una economía arrasada por la guerra.
El régimen expropió los terrenos de Cuelgamuros pese a los recursos de sus dueños
Nada de esto frena las pretensiones de Franco, que -sacando a relucir una oculta pasión por la arquitectura- imprime al Valle de los Caídos sus grandiosas ensoñaciones, incluso frente a los criterios más modestos de los encargados de la obra. "Todo le parecía pobre, chato, mezquino para la alta grandeza de los perecidos por la mejor de las causas...No le importaba a Franco que los necios tuvieran por locura la fábrica asombrosa", escribe el propio Méndez.
El 1 de abril de 1940, primer aniversario del fin de la Guerra Civil, fue el día elegido por Franco para presentar ante la plana mayor del régimen y los representantes diplomáticos de Alemania, Italia y Portugal el proyecto del Valle de los Caídos. En una ceremonia calificada de "emocionante" por el diario ABC, en la que se entonó el himno del Movimiento y se emitieron los rituales gritos de "España, una, grande y libre", el propio Franco haría detonar el primer barreno explosivo, con el que se daba inicio de forma simbólica a la construcción.
Aunque el deseo del jefe del Estado era ver concluida aquella magna obra en solo un año, las difíciles condiciones del terreno demoraron durante años la inauguración del Valle de los Caídos. Franco tuvo que esperar hasta 1959 para inaugurar su propia pirámide, capaz de rivalizar con la tumba del mismísimo Felipe II. España tendría que esperar aún mucho más para ver renacer su grandeza.
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