Nada del tópico de piscina infinita y mastodónticos resorts en línea. Tampoco de ese turismo uniforme que da la espalda a la cultura local. En esta península del norte de la isla encontramos arenales solitarios, ballenas jorobadas, selvas, cascadas y pueblos donde la noche se mueve a ritmo sabrosón.
Hay quienes recalaron un buen día y se quedaron toda una vida, atrapados por la belleza natural, la calidez de sus gentes, la cadencia del trópico. A la vista están los hotelitos con encanto, los chiringuitos a pie de playa o los negocios de deportes náuticos regentados por extranjeros que sucumbieron al flechazo con Samaná. Algo tiene este lugar para que a la sombra de los cocoteros, o en las intrépidas rutas por las sierras, o simplemente en los apacibles paseos por los pueblos, entre coloridas casas de madera, se respire una dulce indolencia, un cierto ambiente bohemio. En definitiva, la más pura esencia caribeña.
Esto también es República Dominicana, eso sí, en su rostro más virgen e incontaminado
Esto también es República Dominicana, eso sí, en su rostro más virgen e incontaminado. Porque en esta isla injustamente asociada a la hilera de gigantescos complejos y sus imbatibles paquetes de all inclusive, en este mal entendido paraíso al que a menudo se presupone una oferta que da la espalda a la cultura local, hay mucho más que turismo de pulserita.
Samaná es un punto y aparte. Una península de apenas 60 km de largo por 20 km de ancho, que se descuelga del norte para colarse en el Océano Atlántico casi de forma accidental. En esta franja de terreno verde se concentran todos los puntos fuertes del país: laderas suaves, exuberante vegetación tropical, pueblos pintorescos... y playas, por supuesto, un buen puñado de playas salvajes y solitarias.
Olvidado del mundo
Su gran baza, sin embargo, es haber sabido poner freno a la explotación desmedida, a lo que ha contribuido la ausencia de buenas carreteras hasta hace bien poco (hoy la autopista Juan Pablo II permite llegar desde Santo Domingo en unas dos horas y media, mientras que antes no se tardaba menos de seis horas). Un hecho que alejó a Samaná de la modernidad, pero también le sirvió para protegerse contra el turismo estridente. El resultado es que se ha mantenido como un oasis, a pesar de haber sido un enclave históricamente codiciado: no sólo potencias europeas han coqueteado alguna vez con plantarle una base naval sino que algún presidente dominicano la llegó a ofrecer a EEUU por un precio más que irrisorio...
Hoy Samaná, con su modo de vida intacto, es el lugar donde tomarle el pulso a la cultura local. Claro que existen también estupendos resorts que brindan el colmo de la felicidad, pero a menudo se presentan discretos, camuflados entre las palmeras y con acceso fácil a las maravillas naturales que salpican esta isla, la primera conquistada en ultramar. Entre ellas, la gran joya: el Parque Nacional de los Haitises. Un territorio virgen que no sólo nutre una de las pocas selvas tropicales que se conservan en República Dominicana, sino que además alberga una de las reservas de manglares más relevantes del Caribe.
Aquí, en este paisaje intricado y misterioso que fue escenario de la famosa película Parque Jurásico, se despliega todo un sistema kárstico formado hace millones de años. Lo suyo es deslizarse a bordo de un bote por sus aguas cristalinas, sortear los mogotes tapizados de bosques que llegan a alcanzar los 40 metros y adentrarse en las numerosas cuevas que, en el pasado, fueron recintos sagrados para los indios tainos, quienes las decoraron con interesantes petroglifos. Y raro será no maravillarse con el festín de las aves migratorias (pelícanos, tijeretas, albatros…) que ponen la banda sonora.
También aquí, entre enero y marzo, tiene lugar un acontecimiento único. Cientos de ballenas jorobadas vienen a retozar a las aguas cálidas de la bahía, para aparearse o dar a luz a sus crías. Desde un barco, y a veces incluso desde la propia orilla, no es difícil distinguir a estas moles de hasta 40 toneladas asomando la cabeza o la cola, o contemplar los saltos como cohetes con los que seducen a sus enamorados.
Planes por tierra y mar
Las rutas en todoterreno resultan apasionantes en estos parajes, donde las vistas se pierden entre cafetales y plantaciones de cacao, yuca y ñame, siempre con el marco de la que está considerada la mayor concentración de cocoteros del mundo. También a caballo existen bonitas excursiones, como la que conduce por un bosque húmedo hasta el Salto del Limón, una cascada de 50 metros de altura que se desploma sobre una piscina natural donde darse un refrescante chapuzón.
Pero a Samaná, como al resto de República Dominicana, se viene sobre todo a disfrutar de unas playas que se le cuelan en los mejores rankings del planeta. Las de esta parte de la isla se presentan infinitamente menos explotadas, más cercanas al concepto de postal que pondríamos en el salvapantallas. Y aunque no hay en todo el catálogo una que no sea deslumbrante, dos se llevan la palma por su incomparable belleza.
La primera es Playa Rincón, un arenal de poco más de tres kilómetros con forma de media luna, encajado entre dos colinas de lujuriosa vegetación. Salvaje y exótico, tranquilo y solitario, lo más sorprendente es su carácter íntimo, el que hace que surcar los fondos con tubo y aletas o entregarse sin complejos al tumbing sean actividades que se desempeñan en la más completa soledad. La segunda es el idílico Cayo Levantado, el lugar que mejor evoca las fantasías de los Robinsones. Nunca la arena fue tan blanca ni el mar tan exponente de todos los matices del azul.
Después quedará empaparse del color local y contagiarse con el ritmo sabrosón. Y para ello, nada mejor que acercarse a las Terrenas y Las Galeras, dos pueblos de pescadores donde dar rienda suelta al ocio en su larga lista de tiendas, bares, restaurantes… Con un fantástico ambiente playero, aquí la vida pasa por improvisar encuentros festivos al son del merengue y la bachata. Será por ello por lo que, como decíamos, muchos llegaron desde muy lejos y se quedaron para siempre.
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