Con apenas 47 kilómetros de litoral, este país del corazón de Europa se hace un hueco entre Croacia e Italia para asomarse al Adriático. Y en esta escasa franja marinera esconde un tesoro: románticos pueblos de inspiración veneciana y agradables playas alejadas de las hordas turísticas.
Cuando hace poco más de 25 años, Eslovenia irrumpió en el mapa europeo como un estado independiente, el mundo dio la bienvenida a un pequeño gran país, a una joya desconocida, tan antigua como aquellas montañas cuya importancia estratégica ya fue apreciada por el propio Julio César, y al mismo tiempo, tan joven como el mañana que arrancaba aquel junio de 1991.
su salida al mar, la que que tiene lugar tras abrirse paso entre Croacia e Italia ocupa un escaso 7% de la península de Istria
Sorprende, ciertamente, que un espacio tan minúsculo, un territorio inferior a la comunidad de Galicia, pueda concentrar tantas maravillas. Y sin embargo, esta nación que perteneció al imperio austrohúngaro durante 600 años y que formó parte después de la República de Yugoslavia, atesora algunos de los más bellos parajes naturales que se cuentan en el Viejo Continente. Desde la cordillera imponente de los Alpes Julianos hasta un hermoso catálogo de bosques, cuevas, lagos y ríos flanqueados de viñedos, que devuelven caldos de reconocido prestigio. Y todo ello aliñado con un jugoso legado histórico y con una incipiente sofisticación culinaria que comienza a tener mucho que decir: entre sus promesas gastronómicas figura Ana Ros, elegida en 2017 la mejor chef femenina del mundo.
Muy poco, no obstante, se habla de su salida al mar, la que que tiene lugar tras abrirse paso entre Croacia e Italia para ocupar un escaso 7% de la península de Istria. Una franja costera de apenas 47 kilómetros donde, escondido entre bosques de hayas, robles y avellanos, el Adriático irrumpe de pronto con su conjugación de azules y su luz puramente mediterránea.
Eclipsado por la capital, Liubliana, y por el resto de las joyas naturales, no es precisamente el litoral esloveno el que se lleva la mayor porción del pastel turístico. Tanto mejor. Porque lo que aguarda en este pequeño territorio son bonitos y soleados puertos y un puñado de playas más o menos urbanizadas con aguas de color esmeralda. Playas que una veces incluyen buenos arenales, y otras tantas adoptan la forma de íntimas calas de roca y grava. En ambos casos, los fondos son de una transparencia extrema, todo un paraíso para los amantes del submarinismo.
Inspiración veneciana
Si hay un lugar que por sí mismo justifica la visita a la costa, éste es Piran, la coqueta localidad de clara inspiración veneciana con sus casitas de colores desparramadas hacia el mar y su pintoresco casco histórico, uno de los mejor conservados del Adriático. Un entramado gótico que es un reflejo de la ciudad de los canales, pero asentado al borde de un promontorio.
Aquí todo tiene ese romanticismo decadente que destila la ciudad italiana, tan melancólica y alegre al mismo tiempo. Fachadas mordidas por el salitre, callejuelas retorcidas y esa atmósfera atrapada en el tiempo a la luz de los faroles nocturnos. Su plaza ovalada y pavimentada en mármol, una de las más bellas del Mediterráneo, lleva el nombre de Giuseppe Tartini, compositor y violinista barroco nacido en esta ciudad.
En Piran hay que detenerse a degustar un pescado fresquísimo en las terrazas que miran al mar o simplemente dejarse llevar sin rumbo entre esa fabulosa arquitectura que tiene su razón de ser en los 500 años de dominio veneciano, cuando este enclave fue un importantísimo proveedor de sal. De aquel esplendor medieval pervive en los alrededores, justo en la frontera con Croacia, el Parque Natural de las Salinas de Secovlje, que constituye una bonita excursión: además del interesante Museo de las Salinas, se disfruta de un paraje natural con más de 270 especies de aves.
Calidad de vida
Más allá de Piran, existen otras localidades portuarias que marcan el ritmo de la región, dos de las cuales, Kopper e Izola, también con evidentes reminiscencias a la ciudad de las góndolas. La primera, con su delicioso núcleo medieval, es el centro de la comunidad italiana de Eslovenia, hasta el punto de que todas sus calles están señalizadas en los dos idiomas. Las segunda, a primera vista algo desangelada, esconde sin embargo unas cuantas calles atractivas y buenos bares y restaurantes posados en la orilla del mar.
Después está Portoroz, la menos agraciada de todas por tratarse precisamente de la más rendida al urbanismo. Cierto es que sus playas merecen la pena con su fina arena dorada y sus spas naturales a base de barros curativos. Pero los centros vacacionales y los complejos hoteleros han hecho de ella una suerte de Benidorm a la eslovena. Para gustos, ya se sabe.
Entre todas estas ciudades, siguiendo la carretera que discurre al borde del Adriático, se suceden las calas donde darse un buen chapuzón, algunas de ellas equipadas con pequeños muelles de hormigón que facilitan el salto a las aguas. Menos salvajes, pero con un ambiente tranquilo, son algunas otras playas como la de Fiesa, cerca de Piran, con algunos restaurantes bien integrados en el arenal; o la de Strunjanki Zaliv, en una diminuta aldea llamada Strunjan, con unos fondos sumamente cristalinos.
El pueblo de Lucija se emplaza algo más hacia el interior, pero su puerto deportivo, también conocido como Lucija Marina, le convierte en otra puerta abierta al mar. Es el lugar donde la luz rojiza del atardecer se refleja en la cubierta de los yates que pasan de Ibiza o Saint Tropez para venir a atracar a esta diminuta y desconocida costa de Eslovenia.
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