"Ya está hecho. Ya veremos como acaba. A ver si ahora diréis también que no soy catalanista". Las palabras que Lluís Companys compartió con sus colaboradores aquel 6 de octubre de 1934 evidenciaban su satisfacción por haber logrado desmarcarse de la sombra de sospecha que le había acompañado toda su vida política. Habían pasado solo unos minutos desde que el presidente de la Generalitat de Cataluña se había asomado al balcón del palacio presidencial para proclamar "el Estado Catalán de la República Federal Española".
En un momento de elevada crispación en toda España, a raíz de la entrada de varios ministros de la partido de derechas CEDA en el Gobierno de la República, y especialmente tensos en Cataluña tras la suspensión de la Ley de Contratos de Cultivos (anulada por el Tribunal de Garantías Constitucionales), base de la reforma agraria pretendida por el Ejecutivo regional catalán, un Companys desbordado por los sectores más radicales del nacionalismo acabaría declarando la ruptura con un régimen imperante en España que había sido "asaltado" por "las fuerzas monarquizantes y fascistas".
Su desafío, que acabaría desbaratado en apenas diez horas, levantaría, como casi todas sus actuaciones políticas, alabanzas, pero también críticas de una parte de la sociedad catalana para la que siempre había representado un radicalismo populista y demagógico. No en vano, el por entonces director de La Vanguardia, Agustí Calvet "Gaziel", criticaría lo que, según su visión no era ni más ni menos que una declaración de guerra "en el preciso instante en que Cataluña, tras siglos de sumisión, había logrado sin riesgo alguno, gracias a la República y a la Autonomía, una posición incomparable dentro de España, hasta erigirse en su verdadero árbitro, ¡hasta el punto de poder jugar con sus gobiernos como le daba la gana! En estas circunstancias, la Generalidad declara la guerra, esto es, fuerza a la violencia al Gobierno de Madrid, cuando jamás el Gobierno de Madrid se habría atrevido a hacer lo mismo con ella".
Y también en El Diluvio se señalaría que "falto de la videncia y de la previsión de un hombre de gobierno, no supo advertir que nada podía ganar Cataluña con un acto de violencia [...] Débil ante las sugestiones de quienes no eran sus amigos e imprevisor de los graves peligros que amenazaban a Cataluña, arrastróla al más estéril y doloroso de los sacrificios. La responsabilidad moral que Companys ha contraído con Cataluña es enorme".
Su participación en movimientos de carácter español alimentó constantes críticas hacia su compromiso con el nacionalismo catalán
Pero más allá de la conveniencia o no de su acción, la rebeldía del líder de la Esquerra Republicana de Catalunya venía a desterrar cualquier duda sobre su compromiso nacionalista. Sus posteriores imágenes, encerrado tras los barrotes de la prisión del Puerto de Santa María (Cádiz) no harían sino magnificar su simbolismo como mártir de una nación ahora privada de libertad.
Solo unos años antes, sin embargo, Companys había sido objeto de críticas desde ciertos sectores del catalanismo. En unos años críticos, en los que el nacionalismo catalán había alcanzado sus más altas cotas de autonomía con la proclamación del Estatuto de Cataluña, aquel periodista nacido en la localidad ilerdense de Tarrós, en 1882, había sido incluso motejado como "españolista". Argumentos no faltaban a quienes acusaban al sucesor de Maciá al frente de la Generalitat, de un compromiso muy tibio con el nacionalismo catalán. "En su juventud no salió a la calle a cantar Els Segadors y a correr ante la policía", señalaría sobre él un artículo de L'Opinió.
A lo largo de su carrera política, iniciada ya en las primeras décadas del siglo XX, Companys no había dudado a la hora de dar su apoyo a movimientos de carácter nacional, impulsados por el Partido Radical de Alejandro Lerroux -precisamente, el partido que gobernaba en el momento de su insurrección en 1934- o el Partido Reformista de Melquiades Álvarez. Y ya en plena etapa republicana, se había llegado a levantar contra quienes pretendían incubar rencores y diferencias. "España debe ser el centro de todo nuestro amor", afirmaría, dado que "el solo nombre de España despierta nuestra emoción. Además, España es hoy República [...] Sobre el ambiente limpio y claro de nuestro cielo, Cataluña ofrece al resto de España todo el amor de su corazón".
Sus cesiones durante la negociaciones en las Cortes del Estatuto catalán y sus supuestas aspiraciones a nivel nacional motivaron continuas críticas que se verían reforzadas tras su nombramiento como ministro de Marina en 1933, en un gobierno presidido por Manuel Azaña. Contra esas críticas, Companys trataba de poner en valor su papel en abril de 1931, cuando, adelantándose a Macià, había proclamado desde el Ayuntamiento de Barcelona la República catalana.
Si estas actitudes ya resultaban controvertidas en un momento de entendimiento entre el Gobierno nacional y el catalán, la situación resultaría aún más comprometida tras la victoria del centro derecha en las elecciones celebradas en noviembre de 1933. Pocas semanas después de aquello, el 31 de diciembre, Companys resultaría elegido presidente de la Generalitat, tras la muerte de Macià. Fue a partir de entonces que Companys fue adoptando una actitud cada vez más nacionalista, agudizada por los encontronazos con el Ejecutivo -y la Justicia- central y que desembocaría en la proclamación del Estado catalán el 6 de octubre de 1934, con el que, según el historiador Père Anguera, había tratado de adelantarse a una revolución social que se desbordaba.
Un símbolo
Condenado a 30 años de prisión -por un Tribunal dividido, en el que los 10 votos a favor se impusieron a 8 en contra-, la reclusión del líder de la Esquerra en prisión resultaría mucho más reducido, dado que tanto él como los miembros de su Gobierno -entre los que también se encontraba Josep Tarradellas- serían liberados tras la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936. En ese momento, un Companys revestido de un elevado prestigio popular pasaba a ser el símbolo de la Cataluña redimida, tras la postración a la que le habían sometido las derechas y aquel ambiente seguiría muy presente tras la sublevación militar de julio.
En aquellas circunstancias, Companys volvió a verse superado por el proceso revolucionario que se extendió por Cataluña. Con sus posibilidades de actuación claramente limitadas, el Ejecutivo de la Generalitat fue testigo en cierto modo pasivo, de los asesinatos de religiosas y derechistas, de los asaltos a la propiedad y la quema de edificios religiosos y otros desmanes que se producirían en los meses posteriores al inicio de la Guerra Civil. Refugiado en Francia tras la entrada de las fuerzas franquistas en Cataluña, su detención en territorio galo por parte de las fuerzas invasoras de la Alemania nazi permitiría su entrega al nuevo régimen español para su enjuiciamiento.
Durante la guerra, favoreció la huida de políticos de derechas, empresarios y altos miembros de la Iglesia, según Sánchez Cervelló
Un Consejo de Guerra "sin ninguna garantía jurídica", celebrado el 14 de octubre de 1940 en el castillo de Montjuic lo condenaría a la pena de muerte, al considerarlo responsable último de los delitos acaecidos en Cataluña durante el conflicto, "sin entender que estos hechos eran consecuencia directa del levantamiento militar y que Companys", como se evidenciaría durante el proceso, "había tenido una actitud resueltamente humanitaria, pues ayudó a salir del país a muchos dirigentes de la Lliga, a industriales y a jerarquías de la Iglesia, como los obispos de Gerona, Tortosa y Tarragona", según ha escrito el profesor Josep Sánchez Cervelló en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de Historia.
Su muerte, enmarcada por gestos de notable dignidad y serenidad y coronada por sus últimas palabras -"per Catalunya"- impulsarían la definitiva "canonización" de su figura (en palabras del historiador Ángel Duarte) por encima de cualquier duda que hubiese suscitado en el pasado. Con Companys moría un símbolo, moría el creador del Estado catalán. "Con su trágico final, todas las contradicciones de su actuación política quedaron en un segundo plano", sentencia Sánchez Cervelló.
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