Joaquín Leguina y Txabi Etxebarrieta, compañeros de redacción de la revista estudiantil Sarrico, coordinaron en 1964 un número especial en homenaje a Unamuno con ocasión del centenario del pensador bilbaíno. El primero en calidad de subdirector de la revista y el segundo como redactor jefe de la publicación. Y no lo hicieron nada mal, ya que fueron capaces de reunir en un Extraordinario de 60 páginas nombres como los de Azorín, Nicolás Guillén, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Buero Vallejo, Julián Marías, Paulino Garagorri, Alfonso Sastre o Gustavo Bueno. La factura del conjunto de los trabajos fue más que notable, recorriendo todas las facetas de Unamuno, que fueron muchas, y participando, mediante una obra colectiva, de un mismo referente de la cultura española: el primer intelectual moderno que tuvo el país.
Ésta será una de las contadas ocasiones en las que representantes de las más diversas familias políticas de oposición al régimen de Franco (liberales, izquierdistas y nacionalistas) confluyan en torno a un autor que, tanto en vida como en la posteridad, resultó siempre incómodo, para hunos y hotros. También para el franquismo, como se recuerda en la reciente película de Alejandro Amenábar, Mientras dure la guerra. Pese a homenajes como el de esta revista, Unamuno siguió siendo un maldito: 20 años tardó en colocar el Ayuntamiento de Bilbao la escultura del escritor encargada, precisamente en 1964, a Victorio Macho.
A comienzos de los años sesenta, las facultades de todo el país eran un hervidero donde las distintas facciones de oposición al franquismo buscaban la manera de hacer oír sus reivindicaciones, más allá de la tutela administrativa y política ejercida por el SEU, el sindicato estudiantil controlado por la Falange. Una de las estrategias más habituales consistía en hacerse con el control de los organismos oficiales, como Sarrico, la Revista de los alumnos de la Facultad de Ciencias Políticas, Económicas y Comerciales de Bilbao.
En la facultad del mismo nombre coincidieron tres estudiantes de Económicas: dos cántabros que acabarían siendo con el tiempo presidentes de comunidades autónomas, el ya mentado Joaquín Leguina y el actual presidente de Cantabria, Miguel Ángel Revilla; el tercero, bilbaíno, un tipo enclenque y asmático, muy estudioso y “que leía a Ortega y Gasset”. Leguina, el mayor de los tres, estaba acabando la carrera; los otros dos solían estudiar juntos, bien en la pensión en la que residía Revilla o en la casa familiar de los Etxebarrieta, situada en la entonces plaza Brigadas de Navarra, hoy… plaza Unamuno.
Leguina, nada más llegar a Bilbao, se sumerge en la lucha estudiantil: es elegido delegado de curso y, posteriormente, delegado de facultad y subdirector de la revista de alumnos. Txabi, lector de Baudelaire, Dostoievski e Ibsen, que pronto destacará como alumno ejemplar por sus dotes intelectuales y sus inquietudes poéticas, comenzará a escribir en la revista desde temprano y, con apenas 19 años, será nombrado redactor jefe, momento en el que se orquesta una reivindicación sui generis de Unamuno, ya que no todo fueron parabienes.
Junto a la amplísima nómina de primeras firmas, los propios Etxebarrieta y Leguina escribirán sendos artículos dentro de la sección Unamuno, mañana, un espacio en el que los que “no fueron contemporáneos suyos” realizan “el necesario arreglo de cuentas, pendiente, todavía, que nos dará la imagen que de Unamuno haya de ser vigente mañana”. Lo de “arreglo de cuentas” no es una metáfora. La actitud de rebeldía e inconformismo consustancial a la juventud fluirá por sus piezas, que consisten en dar respuesta a tres preguntas: qué impresión tuvieron al leer por primera vez a Don Miguel y su vigencia hoy; a quién prefieren, a Unamuno o a Ortega; y cuál es la herencia que ambos pensadores han dejado en la generación de la juventud española de postguerra.
Leguina cuenta que ya desde los 14 o 15 años pudo vislumbrar que en Unamuno no era oro todo lo que relucía. No se decanta ni por el de Madrid ni por el de Bilbao: ambos le resultan condenables, aunque salvaría más cosas del homenajeado. Termina parafraseando a Sánchez Ferlosio en su desplante a Lope: “Buena ocasión es ésta de su centenario para pensar en enterrarlo definitivamente”. En fin, como señalaba Gustavo Bueno en su artículo, “tengo la impresión que la acción de Unamuno resulta, tal como están hoy las cosas, más eficaz a medida que vamos internándonos más y más en la selva de la vida”.
Javier de Echebarrieta, que así firmaba en la época, admitirá su clara inclinación hacia Ortega y Gasset, por su mayor consistencia filosófica y por saber “ser maestro”, aunque tratará con más benevolencia a su paisano. Cuenta que vivió sus primeras lecturas como una aventura de la que acabaría pronto cansándose. No comparte el irracionalismo romántico de Unamuno, como denunció Ortega en su momento, pues “del irracionalismo al fascismo hay escaso trecho”. Reconoce, eso sí, “el compromiso que ejerció consigo mismo, durante su vida”.
Para quien tres años después lideraría a la nueva ETA nacida de su V Asamblea, y poco después mataría con cinco disparos al Guardia Civil José Antonio Pardines (ahora de actualidad en Movistar + con la serie de Mariano Barroso La línea invisible) , Unamuno era “más una figura para jugar a la heterodoxia que un hombre con el que segregar tus ideas”. Afirma que a Unamuno hay que aceptarlo o rechazarlo entero y no quedarse solo con cierta parte del muerto, pues eso sería faltar a la honradez que caracterizó a Don Miguel “como buen ejemplar de nuestra raza común”. Termina loando su excelente poesía, que quedará: ¿conocía el entonces aprendiz de poeta los versos de Don Miguel que clamaban “No me muestres sendero / no me muestres camino / no me lo muestres / que no lo sigo…”? En cualquier caso Txabi parecía haber tomado ya partido, pues en ese mismo año de 1964 escribió en su cuaderno de poemas los siguientes versos:
“Miguel dice que hambreaba dioses;
Yo, hombres hartos de justicia, hambreo”.
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