"Hay ciertas reglas, pero él lanzó una granada y las destruyó todas". Con esta breve premisa definió David Fincher en el documental Hitchcock/Truffaut (2015) el legado que el director británico dejó al séptimo arte.
Ninguneado sistemáticamente por la crítica, que durante mucho tiempo dijo de él que sólo hacía películas sin sustancia, y olvidado por Hollywood en las ceremonias de entrega de los Oscar, Alfred Hitchcock (1899-1980) demostró que en el cine se podía supeditar la historia al servicio de la técnica.
No fue hasta su confluencia con el cineasta francés François Truffaut, en 1962, cuando Hitchcock cobró importancia y se convirtió en la leyenda que es hoy, en el 40 aniversario de su muerte. Truffaut, un joven regidor de 30 años con tres películas a sus espaldas, decidió empeñarse en que la industria y la crítica hiciesen justicia con este director.
El francés, que conoció a Hitchcock en la Costa Azul durante el rodaje de Atrapa a un ladrón (1955), comenzó a rescatar su nombre al citarlo continuamente en la revista Cahiers du Cinéma, donde llegó a afirmar que el genio británico era "el mejor director del mundo". Le puso a la altura de Ingmar Bergman (El séptimo sello, Como en un espejo) y Roberto Rossellini (Roma, ciudad abierta, Stromboli, tierra de Dios).
Desde que recaló en Estados Unidos con Rebeca, en 1940, hasta la década de los sesenta, cuando rodó cintas como Los Pájaros, Psicosis y Topaz, la crítica veía a Hitchcock como un director que sabía venderse a sí mismo y que acertaba con las expectativas del público.
Hay ciertas reglas en el cine, pero él lanzó una granada y las destruyó todas"
David Fincher
Lo que no supieron percibir estos sabios es que ese inglés había desencadenado un torbellino experimental que se sigue imitando en el siglo XXI. Ese tipo obsesivo, neurótico y antipático proporcionó a la Meca del cine una de las mejores películas de la Historia grabada en plano secuencia, La soga; técnicas como picados y contrapicados, primeros planos, el uso del zoom y unos rudimentarios efectos especiales; la incesante tensión que roza elegantemente el sentimiento de terror; y, por supuesto, la importancia, por encima incluso de los diálogos, de la correcta elección de la banda sonora.
Para él, en un Hollywood perdido entre caras bonitas y cotilleos, los intérpretes figuraban en sus secuencias como una parte más del decorado. "Nunca dije que los actores fueran ganado. Lo que declaré es que deberían ser tratados como ganado", llegó a afirmar. Él mismo fue una de esas reses: en casi 40 ocasiones apareció fugazmente en sus propias escenas, siempre al principio para no desviar la atención de los espectadores durante el resto de la cinta. Porque lo importante de este arte no era la persona, sino lo que su personaje, los fotogramas y el sonido relataban: "La función del cine es unir imágenes para transmitir una idea".
La función del cine es unir imágenes para transmitir una idea"
Alfred Hitchcock
Dentro de la mente del perfil más recordado del cine, se tejían las más espeluznantes y angustiosas tramas, conducidas por personas comunes a las que su vida les había desviado al extremo. En esa normalidad y en el verdadero desconocimiento del prójimo, surge el miedo. En nuestra raíz, en lo terrenal.
Hitchcock disfrutaba asustando a la gente. Pero él también sentía miedo con lo mundano. En 1963, confesó en una entrevista para ABC que "la policía me infunde un verdadero terror", a pesar de no haber tenido nunca un incidente con la autoridad.
En una conversación con Truffaut, le contó el origen de ese temor. Cuando Hitchcock sólo era Alfred, con unos cuatro o cinco años, su padre le encargó ir a la comisaría a entregar una carta. "El comisario la leyó y me encerró en una celda durante cinco o diez minutos diciéndome: 'Esto es lo que se hace con los niños malos'". Nunca supo cuál fue su pecado, pero siempre recordaría la penitencia.
Sentía "miedo moral a ser asociado a todo lo que está mal. Siempre he permanecido apartado de ello. ¿Por qué? Por temor físico, quizá. Tenía terror a los castigos corporales. Entonces existía la palmeta", explicaba a su amigo francés en una de sus conversaciones para el libro El cine según Hitchcock.
Pero en sus películas lo importante era "que el miedo, y aun el crimen, estén sazonados de buen humor". Y si es humor inglés, mejor.
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