La moda es considerada por muchos como una vía de escape consumida por el capitalismo en la que la condescendencia y las miradas por encima del hombro se convierten en reinas de la baraja. No es de extrañar, entonces, que para la primera experiencia en uno de los grandes escaparates del fashion sientas que no estás donde perteneces. Luego ves que hay asistentes que combinan un bolso de Gucci con una falda estilo animal print -muy fea, además- y retiras todo lo dicho.
Caídas por partida doble en la pasarela mientras Carmen Lomana lo grababa todo con su teléfono, modelos que se sujetaban la camisa para que las cámaras no capturaran sus senos -lo que los franceses llamarían un faux pas de la moda- glamour, brilli-brilli, tacones tan altos como el Empire State Building y un bar con escasa oferta alimenticia. La Mercedes-Benz Fashion Week Madrid arrancaba motores este jueves y recuperaba, en mayor medida, el formato tradicional que la pandemia había extinguido. El que antes era un evento de masas se ha convertido, ahora, en un privilegio a celebrar.
Te levantas antes de que suene el despertador porque tu cerebro recuerda que te han acreditado para acudir como prensa y todavía no sabes qué ponerte para el evento. Parece el típico arranque de una película de temática coming-of-age en la que el mayor problema de la protagonista es evitar combinar denim con denim -todas queremos ser Alicia Silverstone en Clueless-, pero cuando nunca has acudido al pabellón 14 de IFEMA, lugar que aúna cada año al caviar de la moda española, el síndrome de la impostora se apodera de ti y tu armario empequeñece al mismo ritmo que tu seguridad.
Tras varios días en los que el sol reinaba en Madrid, las nubes inauguraron la 73ª edición de la semana de la moda más importante en nuestro país. Tiempo engañoso que convierte tu maquillaje perfecto bajo los efectos de luz del baño en un cuadro de Picasso al juntarlo con la paleta grisácea del cielo. Cuando decides que un abrigo trench y un colgante de oro al más puro estilo Versace -aunque de Zara- son las piezas que abrazan tu conjunto, marchas decidida a triunfar. Entonces, cae el chaparrón. No, no la lluvia, sino la idea de que la moda no entiende de clases y que tendrás que ir a la MBFW en transporte público. No todas podíamos ser Carrie Bradshaw y coger un taxi.
El Cercanías no se digna a aparecer y, a una hora de que arranque la primera jornada con el desfile de Andrés Sardá, piensas que quizá es mejor dar media vuelta. Que qué vas a saber tú de moda, si simplemente te dedicas a alabar los looks de Dua Lipa en la alfombra roja. Después de escuchar una playlist motivacional -en la que se incluye el Believe de Cher- llegas al pabellón que no visitabas desde la pasada edición de ARCO, aquella que se consideró como un supercontagiador del coronavirus, en una época en la que la presencia de mascarillas quedaba relegada a los productos de cosmética.
Sales la primera del metro y rezas para que nadie te siga, estás más perdida que Toni Cantó en la política. Al llegar al pabellón en cuestión, preguntas a una azafata si puedes entrar, asombrada ella, responde "claro". Ahí es cuando te equivocas de puerta y el de seguridad te pide que regreses al lugar de donde partías. Tras la medición de temperatura y el gel hidroalcohólico, te dan una mascarilla. Esperabas un bolso de marca o algún souvenir de mayor caché para fardar entre amigas, pero bueno. Son tiempos complicados.
Renegando de Instagram
Llegas al primer desfile con un 50% de batería. Buena suerte sobreviviendo a la jornada. Tienes la osadía de preguntar si te puedes sentar donde quieras. Bendita ilusa, ¿quién eres, Anna Wintour? El Independiente tenía asiento asignado en el sector D del recinto, obvio que no te puedes sentar donde quieras. Tras ese momento tierra trágame en el que dejas entrever que, efectivamente, nunca has acudido a una pasarela de moda, decides abrazar con orgullo cualquier provincialismo que salga de tu boca.
Antes de que comience el primer pase del día, la presentación de la colección de otoño-invierno encomendada a la poderosa lencería de la marca catalana, la sala se llena de rostros conocidos. Boris Izaguirre, Palomo Spain, Belinda Washington y algunas otras caras que no consigues identificar a causa de la miopía. Te sientas en tu espacio asignado y te das cuenta de que tus pies no tocan el suelo: no, no estás soñando, la banqueta está demasiado alta.
Entre flashes y bajo las luces de neón percibes que, con tu iPhone 6s -que cuenta con el accesorio de tener una pantalla quebrada por completo desde hace meses-, no puedes jugar a ser una influencer de moda. Tampoco quieres y la pereza comienza a apoderarse de ti cuando las pantallas se aparecen en la sala como los ovnis en las cabezas de los conspiranoicos. Te sientes un poco boomer, ¿qué persona nacida a finales de los años 90 no explota al máximo el potencial de decir qué hace, cómo y cuándo?
Dicha sensación se intensifica cuando, en el desfile Fernando Claro, el segundo de la jornada, observas a Carmen Lomana sentada enfrente de ti y gozando de mayor soltura a la hora de fotografiar a las modelos. Toda de negro, y con una envidiable figura que acompañaba con unos pumps de Christian Dior, la diva de la moda y de la fama grababa con su lente cada paso, cada estilismo. Por un momento se te pasa por la cabeza que te encantaría ser ella y tener la elegancia como apellido. Luego piensas que hizo un anuncio con Burger King, lugar que no pisaría ni para pedir una Coca-Cola Zero, y se te pasa el mareo.
¿Qué hacen comiendo hidratos?
Las pausas entre desfile y desfile son las horas más críticas de la Mercedes-Benz Fashion Week. Son las 16:21 de la tarde y, tras dos presentaciones, una entrevista y un paseo kilométrico en el que preguntas a cuatro personas dónde puedes revivir tu móvil, en el límite entre lo considerado como poca batería y muerte en ciernes, llegas al baño. Suena el Hallelujah, los pájaros cantan y sientes que el champán que te han regalado, y que llevas colgando del hombro desde mediodía, ya no pesa tanto. Encuentras un enchufe para poder emplear la tecnología de nuevo.
Cuando llevas desde las nueve de la mañana con tres cafés y una alimentación basada en chicles de frutas que te están hinchando el estómago como si fueras el muñeco de los neumáticos Michelin, empiezas a plantearte si merece la pena pagar siete euros por ese mini bocadillo de jamón que hay en la cantina del recinto. Decides pedirte un café solo y capturar el aura del ambiente. Luego escuchas que una asistente ha comido medio bocadillo de salmón -la otra mitad se la ha guardado, aunque me gustaría haberme girado y haberle dicho que, seguramente, el pescado llegue tremendamente pocho a su casa- y recapacitas acerca de la elección de no haber comido nada. Al final vas a ser tú la que se desmaye.
Mientras los famosos y las caras conocidas del folclore español reían y tomaban gintonic, al lado opuesto de la mesa en la que trabajaba tenía a unos señores comiendo hamburguesas y patatas Jumpers, una verdadera debilidad hipercalórica. Hablaban sobre fútbol, el Granada y su gesta europea. En ese instante me apetece unirme y que me den algo de comer. Se produjo, así, una auténtica revelación en el pabellón 14: la consumición de hidratos en un evento en el que el alimento más calórico era un sandwich vegetal con mayonesa.
Homenaje a la confección tradicional
Otrura, el tercero en discordia, entabló un emocionante discurso sonoro acerca de la importancia de la mano de obra, de las máquinas de coser y del confeccionado manual que existe tras las piezas que se presentan en la ya pulida pasarela. Con música conformada por ruidos de máquinas Singer, de tijeras y de costuras, la marca que confecciona todas sus piezas a mano marcó el camino a seguir para un sector de la moda que necesita, cada vez más, nuevos caminos sostenibles para su supervivencia.
Se acercan los dos desfiles finales, y con ellos, las ganas de ingerir algo para no hundirte en el suelo. Decides pedirte una magdalena de chocolate. Si caes en la tentación de dejarte un riñón en la única cantina del recinto, que al menos sea con estilo, como la modelo de antes.
Con Maya Hansen, la cuarta colección del día en IFEMA, entramos en un mundo futurista en el que Mad Max, el vinilo y el universo femme fatale se fusionan para mostrarnos que, en efecto, hay gente que nace con la bendición de poder llevar cualquier cosa. Si buscas un outfit para impresionar, que sea de la diseñadora madrileña de padre argentino y madre danesa, cuyas colecciones han llegado hasta la única e inigualable Lady Gaga.
Cuando empiezan a salirle brillos al maquillaje que llevas desde las 11 de la mañana -y que no has retocado-, piensas que qué pena no haberte traído las gafas de sol para invocar a Victoria Beckham. Luego caes en la cuenta de que, junto con la mascarilla, el look sería más Hannibal Lecter y menos Spice Girl venida a fashionista.
La jornada termina con Pablo Erroz, que regaló a los asistentes a su desfile un azulejo: lo más cerca que estaremos los allí presentes de un debate político. Aunque seguro que para Begoña Gómez, esposa de Pedro Sánchez y eminencia en la presentación de la colección de Erroz, la escena ha sido mucho más familiar. Con su moda sostenible y minimalista, el diseñador recuerda a un Jacquemus castizo.
Llega la hora de volver a casa. A la salida, una fila de taxis que no puedes coger si no te quieres dejar medio sueldo acampa a sus anchas en la avenida de la Feria de Madrid. Te haces la interesante, como con los hombres, pero sin que se note que te estás muriendo: la clave es seguir caminando imperante como si fuera decisión propia coger el metro de nuevo. Mañana será otro día.
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