Lentejuelas, idiomas exóticos que se entremezclan con escenificaciones del todo horteras y un escenario único -e inigualable-. Eurovisión tiene el poder de congregar a feligreses y curiosos por igual, siempre motivados por el factor sorpresa del certamen: ¿habrá este año un país que repita el ridículo de Letonia de 2008, cuando decidió llevar como participantes a un grupo de piratas con disfraces comprados en una tienda de juguetes? ¿Volverá España a repetir su actuación tras una interrupción de Jimmy Jump en el escenario? ¿Habrá tongo político? ¿Dará Portugal sus 12 puntos al país vecino?
Eurovisión encuentra su supremacía al agrupar elementos que funcionan mejor juntos que separados: las actuaciones y votaciones van a la par y el compendio final del evento se resume en una fusión de una verbena de pueblo (aunque en este caso la fiesta es internacional y Camela se aúna con ABBA) y unas elecciones autonómicas. Primero el bling bling, después la tensión de ver a España ser incapaz de pronunciar el "eight points go to..." -que se lo digan a Carolina Casado, la presentadora de la edición de 2014 que se viralizó por pronunciarlo como "oit points"-.
Grandes momentos han recorrido la historia del certamen, desde Massiel y Salomé ganándolo para España en 1968 y 1969 (las dos únicas ocasiones que nuestro país se ha hecho con el micrófono dorado), pasando por grandes acontecimientos recientes como el señor del saxofón que se viralizó por su actuación con Moldavia en 2010, las polacas de 2017 que presentaron una actuación con alto contenido sexual al macerar lácteos en el escenario, el "good evening from Granada, of la Alhambra" de Nieves Álvarez, la mítica caída de Dana International al cederle el trofeo a la candidata sueca en la edición de 1999, el gallo de Manel Navarro, Lordi y su Hard Rock Hallelujah, el Euphoria de Loreen -el que, probablemente, haya sido el éxito más reciente fuera del certamen- o el espectáculo kitsch de Rodolfo Chikilicuatre con una guitarra de plástico comprada en un Todo a 100.
Más allá de los trances virales que marcan el discurso en redes sociales, Eurovisión se convierte en una pachanga política en la que las relaciones institucionales entre países lideran los votos. Aunque el espíritu del certamen presenta una carátula de armonía internacional, la controversia burocrática se ha convertido, en numerosas ocasiones, en principal actuación del festival.
Los amigos de mis amigos son mis amigos
Cualquier devoto de Eurovisión conoce de la A a la Z cuáles son los grandes bloques de votación, una técnica que José Luis Uribarri (la icónica voz del certamen en España desde 1969 hasta 2010) dominaba, y predecía, con total soltura. Grecia y Chipre siempre demuestran su amor y admiración mutua, el bloque del Este juega su propia Eurocopa, y Portugal y España no olvidan la cercanía entre ambos al repartir sus puntos.
También se han generado ciertas polémicas que han convertido a las crisis internacionales en protagonistas. En 2005, la canción libanesa (Quand tout s'enfuit, interpretada por Aline Lahoud) se quedó fuera del certamen porque la legislación del país le impedía reconocer a Israel como nación. En 2012, Armenia decidió no participar porque Eurovisión se celebraba en la capital de Azerbaiyán, Baku, a pesar de que en la edición previa se habían coronado como ganadores con la canción Running Scared, interpretada por Ell & Nikki's.
La controversia más candente se produjo en 2016. Ucrania entró en Eurovisión con 1944, un tema interpretado por Jamala con el que la artista quiso recordar a su bisabuela y a los tártaros de Crimea que fueron deportados en los años 40: un pueblo musulmán de origen turco que fue acusado por Iósif Stalin de haber colaborado con los nazis. La canción, que combinaba el inglés con el tártaro, se convirtió en la gran ganadora del certamen.
"Quería hacer una canción sobre mi bisabuela Nazalkhan y los miles de tártaros de Crimea que nunca han podido regresar a su casa", espetó Jamala. 1944 estuvo rodeado de polémica, pues muchos consideraron su victoria como un claro clavo político del certamen a Rusia en plena crisis de Crimea (territorio reclamado por Ucrania que terminó anexionándose junto con Sebastopol a las anclas rusas el 18 de marzo de 2014). En la edición de 2017, celebrada en Kiev, Ucrania denegó el visado a la participante rusa (Julia Samoylova) por haber viajado al territorio anexionado, lo que provocó la retirada rusa del concurso.
Otro momento clave en Eurovisión, y que sigue teniendo recorrido en la actualidad, se produjo cuando la banda islandesa Hatari, que participó en el certamen de 2019 celebrado en Tel Aviv (Israel), mostró una bandera de Palestina mientras se sucedían las votaciones. Un momento 'tierra, trágame' para la organización del evento, pero un escaparate inconfundible para los jóvenes cantantes, que sabían que miles de espectadores estarían pegados a su televisor para prestar atención a su pequeña gran reivindicación.
La reactivación del conflicto entre Israel y Hamás en las últimas semanas ha vuelto a llevar al escenario eurovisivo la polémica participación del país que preside el primer ministro Benjamin Netanyahu. Miles de manifestantes se reunieron el pasado martes en los aledaños del Ahoy Rotterdam, recinto que albergará la final este próximo sábado, coincidiendo con la actuación de la participante israelí, Eden Alene, que se disponía a cantar en la primera semifinal del certamen.
Con banderas de Palestina y mensajes de apoyo a la nación, los manifestantes acusan a Eurovisión de "apoyar crímenes de guerra" contra los palestinos al permitir que Israel pueda participar en el festival.
'Europe's living a celebration'
En 2020, Eurovisión se canceló por primera vez en su historia a causa de la pandemia del Covid-19. La edición de este próximo sábado es una versión remasterizada de la que debería haberse organizado el año previo. La ciudad holandesa de Rotterdam seguirá siendo su sede y se espera que cerca de 3.500 asistentes puedan acudir al Rotterdam Ahoy. Eso sí, el virus sigue acechando a sus participantes: Duncan Laurence, ganador del último Eurovisión con su tema Arcade, no podrá actuar en la final tras haber dado positivo y tener que cumplir cuarentena obligatoria.
El 24 de mayo de 1956 se organizó el primer certamen de Eurovisión, aunque por aquel entonces era conocido como Eurovision Song Contest Grand Prix. Tuvo lugar en Lugano, Suiza, ganando dicho país. Desde entonces ha habido 67 campeones del codiciado trofeo del canto europeo. 43 ha sido el mayor número de participantes que el festival ha tenido (cifra que se ha dado en 2008, 2011 y 2018). El país que más veces ha ganado el concurso ha sido Irlanda, en un total de siete ocasiones.
En 1965, el tema del francés Gall, Poupée de cire, poupée de son, no solo se convirtió en un hit internacional, también fue la primera canción de temática pop que se coronó como ganadora en la gala. Nueve años más tarde, el Waterloo de ABBA haría que la competición musical entrara en una nueva dimensión y galaxia, convirtiendo al grupo sueco en auténticas estrellas planetarias.
En 1969, el certamen se organiza en la España franquista con cierta controversia. En caso de empate, la nación no tenía preparada una hoja de ruta para solucionar el entresijo generado por el voto del festival, lo que provocó que vencieran cuatro países a la vez: Salomé (España) con Vivo cantando, Lulu (Reino Unido) con Boom Bang-a-Bang, Lenny Kuhr (Países Bajos) con De troubadour y Frida Boccara (Francia) con Un jour, un enfant.
En otras grandes apariciones estelares, Céline Dion ganó el certamen para Suiza en 1988 con Ne partez pas sans moi, pero en aquella época no era ni la diva del pop ni la banda sonora del Titanic (1997) de James Cameron. En el año 2000, Eurovisión se retransmite por primera vez en internet y en 2001 Estonia se convierte en el primer país del Este en ganar el certamen con la canción Everybody, interpretada por Dave Benton, que hizo historia al ser el primer participante no-blanco en alzarse con el triunfo.
Con una audiencia estimada de 180 millones de espectadores, la edición más caro de la historia del festival fue la celebrada en 2012 en Baku, Azerbaiyán, con un presupuesto total de 60 millones de euros.
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