La barca avanza por una sucesión de playas de arena blanca, acantilados bajos e impresionantes manglares, que hunden sus raíces en un vergel de aguas turquesas. Durante kilómetros no hay más rastro humano que los contados viajeros de a bordo. Las islas de Farasan, en la frontera entre Arabia Saudí y Yemen, es un páramo poco explorado. Un archipiélago al que se llega con dificultad y que guarda uno de los rincones más vírgenes del mar Rojo, por el que durante siglos se sumergieron sus habitantes en busca de sus codiciadas perlas.

“Era el principal oficio de los habitantes de Farasan. Solían bucear y recolectar perlas que luego vendían en los mercados de los países vecinos”, recuerda Ibrahim Muftah, un historiador y poeta que es una institución entre los 12.000 habitantes que siguen poblando sus 381 kilómetros cuadrados. La isla de Farasan, con una superficie similar a la de La Gomera, da nombre a un archipiélago compuesto por 170 islas e islotes célebres por sus arrecifes de coral y sus manglares, los mejor conservados de la región. Cada año, además, es el destino de unas 165 especies de aves en su emigración desde Europa.

“Era el principal oficio de los habitantes de Farasan. Solían bucear y recolectar perlas que luego vendían en los mercados de los países vecinos”

Ibrahim Muftah, historiador y poeta de Farasan

“Farasan es la isla más grande y, junto a otras dos, la única habitada”, advierte Muftah, que conoce palmo a palmo la geografía de una joya plantada en los límites de Arabia Saudí. El anciano, que regenta un pequeño museo en su propia vivienda, recibe a los escasos turistas que se internan en sus dominios con una oferta inagotable de historias. “Ésta es la mayor isla del mar Rojo, desde el estrecho de Mandeb hasta el canal de Suez”, expone orgulloso mientras da pequeños sorbos a un vaso de café arábica.

Manglares de la isla de Farasan, los mejor conservados del mar Rojo
Manglares de la isla de Farasan, los mejor conservados del mar Rojo

“El nombre de Farasan tiene tres historias. Dicen que los primeros pobladores procedían del norte de la Meca, donde existe un monte con el nombre homónimo. La segunda es que el patriarca del grupo tenía como apodo Farasan y la tercera teoría surgió en la década de 1990 cuando unos arqueólogos británicos hallaron unas inscripciones romanas de un líder llamado Fersan”, detalla el académico. Hoy, en cambio, quienes se adentran en su perímetro van al encuentro de su indomable naturaleza.

“Las aguas alrededor de las impresionantes islas de Farasan son ricas en vida submarina y el buceo está ganando popularidad. Sus aguas son el hogar de rayas, delfines, tiburones, ballenas gigantes y muchas variedades de peces”, esboza la guía de viajes. Alcanzar Farasan, sin embargo, no resulta una misión sencilla. La única conexión es vía ferry con el puerto de Jizan, una ciudad situada en el suroeste del reino saudí célebre por su producción de café, mango, higos, papaya y miel. Nuestra travesía, que dura hora y media, comienza, en cambio, en un yate de la Marina saudí.

Las aguas próximas a Farasan son tan preciadas como peligrosas. Los uniformados de la embarcación patrullan una zona fronteriza con Yemen con la orden de abrir fuego contra cualquier navío no identificado. En los bordes acuáticos rige la misma guerra que reina tierra adentro. Desde hace seis años el grupo rebelde chií de los hutíes, que gobierna el norte de Yemen, se enfrenta a Arabia Saudí en una contienda transfigurada en un laberíntico conflicto regional, con la archienemiga Irán también implicada. “Hace unos días tuvimos que destruir un barco hutí que había accedido a aguas saudíes”, rememora uno de los pilotos.

Los uniformados de la embarcación patrullan una zona fronteriza con Yemen con la orden de abrir fuego contra cualquier navío no identificado

FOTO: F. CARRIÓN

Los ecos del fragor, que irrumpe en la cercana Jizan a golpe de esporádicos drones atestados de explosivos, parecen lejano cuando uno desembarca en el pueblo de Farasan, donde su menguada parroquia vive hoy de la pesca y la administración. “A partir de 1950 la búsqueda de perlas, para la que llegaban a bucear hasta 30 metros y mantener la respiración durante cinco minutos, se fue perdiendo. La gente emigró a la ciudad de Yeda, donde empezó a encontrar trabajo”, murmura Muftah. La aparición del petróleo y el surgimiento de las factorías de perlas cultivadas de Japón alimentaron un éxodo que se antoja ya irreversible.

Farasan es hoy un remanso de paz que apenas se parece al resto de un país de nómadas agraciados por los petrodólares. Poco desarrollado y explotado, sus autoridades tratan desde hace dos años de incluir el archipiélago, de 5.400 kilómetros cuadrados, en la lista de Patrimonio Mundial de la Unesco. Alegan para ganar la designación su tesoro natural, formado por la mayor población gacelas del reino -en peligro de extinción-, los flamencos, los pelícanos y una especie autóctona de serpiente. Sus aguas aún sirven de hábitat para un “rara avis”, el dugón, el único representante vivo de la familia Dugongidae, entre la que figuraba la vaca marina de Steller.

Durante toda su historia, ha sido un lugar estratégico en la ruta de la India y Asia hacia Europa

Habitado ininterrumpidamente desde hace seis milenios, Farasan trata ahora de resucitar como destino turístico en un país que, tras décadas cerrado a cal y canto, aspira a regresar al mapa de las escapadas internacionales. Uno de sus principales adalides es el príncipe heredero, el treintañero Mohamed bin Salman, que tiene un palacio en su discreta geografía de islotes y que ha incluido el desarrollo de la isla en su ambicioso Visión Saudí 2030 con el que persigue acabar con "la adicción al petróleo" del reino. “Durante toda su historia, ha sido un lugar estratégico, en la ruta que iba de la India y Asia hacia Europa”, argumenta Mohamed, un guía local mientras deambula por Al Qessar, los vestigios de un pueblo tradicional.

El páramo, convertido en una suerte de parque temático, acoge aún las viviendas que hasta hace medio siglo servían como vecindario de los pobladores de Farasan. Sus callejuelas empedradas están jalonadas de pequeños recintos donde se levantan humildes estructuras de barro y coral, bendecidas por palmeras y pozos de agua fresca. Todas sus puertas están orientadas hacia el mar, en busca de la brisa marina. “La gente solía vivir aquí en los meses de verano y era cuando aprovechaban para celebrar todos los festejos, incluidas las bodas”, arguye Mohamed. “Es un asentamiento en el que se han encontrado algunos restos romanos”, añade. A unos metros de la costa, emerge un viejo fuerte otomano que una vez montó guardia frente al mar.

Interior de la Casa de Refai, una joya construida por un comerciante de perlas local
Interior de la Casa de Refai, una joya construida por un comerciante de perlas local

El alma de Farasan todavía late en el viejo barrio de comerciantes de perlas. Muestra de su “Belle Époque” es la casa Refai, la mansión construida en 1922 por Ahmed Munawar Refai, un rico empresario dedicado a la venta del nácar. La trabajada yesería del palacete y su techo de colorido artesonado transportan, entre motivos florales y bellos arabescos, a la ensoñación del Al Andalus.

Puerta de la Casa Refai

La vivienda, levantada con rocas de coral del mar Rojo recubiertas de yeso, es la mejor conservada de un distrito que levanta acta de que la isla efectivamente conoció tiempos mejores, infinitamente más prósperos. La docena de cúpulas de la cercana mezquita Najd también fue un suntuoso encargo sufragado por los cazadores de perlas.

Una profesión, otrora pujante, que hoy se ha extraviado por completo. Ni siquiera quedan ya en la isla quienes relaten los pormenores de bucear al hallazgo de moluscos y su preciado interior. “Eran tan expertos en su búsqueda que a menudo solían embarcarse durante tres meses y viajar hacia el sureste, a la zona del mar Rojo administrada por la actual Eritrea. Regresaban con buenos cargamentos de perlas”, narra Muftah, que se educó en la primera escuela abierta en la isla.

Perdida en un recoveco olvidado del reino de los Saud, Farasan vivió ignorada hasta finales de la década de 1970, cuando un monarca protagonizó la primera visita real. Por aquel entonces no había luz ni carreteras. “Hoy tenemos los servicios necesarios aunque sigue sin cumplirse la promesa de abrir un aeropuerto”, balbucea uno de sus vecinos más ilustres, que aguarda con ansiedad la llegada en masa de los turistas. Cualquier peregrino estaría encantado con uno de los espectáculos que describe el libro de viajes: pescar llamativos peces loros en las playas de arena dorada y aguas turquesas.