Aunque hasta hace muy poco no se había reconocido ni reivindicado ni se hablaba demasiado del tema, en la historia ha habido muchos royals homosexuales, muchos de ellos —y de ellas— abiertamente homosexuales a pesar de que vivieron en épocas donde, desgraciadamente, su orientación sexual era delito o, en el mejor de los casos, causa de oprobio y marginación social. Del lejano Alejandro Magno al emperador romano Adriano, de la reina Ana de Inglaterra a Cristina de Suecia, Federico el Grande de Prusia o Ludwig II de Baviera, pasando por tantos otros, muchas biografías no han querido tocar el tema o, durante décadas, intentaron camuflarlo.
En España se conocía, claro, el caso de Francisco de Asís, duque de Cadiz y marido de Isabel II, de quien el historiador Pierre Luz dijo que era “de gesto amanerado, de voz atiplada y andares de muñeca mecánica. En la intimidad lo llamaba el pueblo Paquita, doña Paquita, Paquita natillas o Paquito Mariquito”. Incluso la propia Isabel, cuando supo que la iban a casar con él, protestó: “¡Con Paquita no!”. Y, después de la noche de bodas, ella misma reconoció que “qué podía esperar de un hombre que llevaba más encajes que yo”. Sea como fuere, era público y notorio en la Corte que el consorte de la soberana estaba enamorado de un hombre, el aristócrata Antonio Ramos Meneses, duque de Baños, con quien incluso llegó a convivir.
Más allá del caso de Francisco de Asís, empero, apenas se sabía nada más de otros posibles homosexuales de la Familia Real. Casi nadie, por ejemplo, conoce la existencia de Isabel de Borbón-Parma, nacida en 1741 en el palacio del Buen Retiro, en Madrid, y casada con diecisiete años con el futuro emperador José II de Austria, el hijo mayor de la emperatriz María Teresa. Isabel fue capaz de deslumbrar en la Corte de Viena por su belleza e inteligencia y se sabe que su marido se enamoró perdidamente de ella, pero ella nunca le correspondió. Su corazón pertenecía a su cuñada, la archiduquesa María Cristina, duquesa de Sajonia-Teschen. Aún se conservan cartas entre ellas donde se declaran su amor.
Otro royal homosexual fue el infante Luis Fernando de Orléans, de quien se conocían algunos detalles: que si organizaba y participaba en orgías homosexuales; que si había sido repudiado por su propia madre, la Infanta Eulalia (hija menor de Isabel II); que si el rey Alfonso XIII le había retirado el título de infante “en atención a la conducta que viene observando”; que si dilapidó toda su fortuna en aquel París de los cabarets de la Belle Époque; que si sirvió de inspiración para un personaje de Proust (es cierto: fue la base para el Palamède de Guermantes, barón de Charlus, que sale en En busca del tiempo perdido).
Rescatar al personaje del mito
Todo esto se conocía, pero faltaba explicar toda la historia detrás de estos pasajes. Rescatar al personaje de los clichés y los estereotipos de mero enfant terrible, y explicarlo a él y a su época, lo que significaba ser abiertamente homosexual en una época, como era el final del siglo XVIII y principios del XIX, donde los prejuicios y estigmas hacía los gays eran tan profundos como aberrantes.
El periodista Eduardo Álvarez es precisamente lo que consigue en El hijo de Eulalia (La Esfera de los Libros), una biografía novelada que, de entrada, sorprende por la profundidad de la investigación. No es fácil sumergirse en una época de que la que hay mucho escrito, pero poco con rigor, y de la que no abundan excesivos documentos fidedignos más allá de unos cuantos documentos oficiales escuetos y perdidos en carpetas cubiertas de polvo en algún archivo.
El libro consigue rastrear al personaje y a su época, y también destaca por lo bien que describe a los personajes que rodearon al Infante Luis Fernando, en especial su madre, la indómita y extraordinaria Infanta Eulalia, duquesa de Galliera, la verdadera protagonista, a mi entender, de la primera parte del libro, cuando narra la infancia y la adolescencia del Infante.
Eduardo Álvarez se ha referido en alguna ocasión a ella como “la primera feminista de la Familia Real Española” y motivos, desde luego, no le faltan: sumamente inteligente (hablaba francés, inglés, alemán e italiano), aficionada a los intelectuales, buena lectora y con un carácter fiero, rebelde y muy independiente, se codeó con algunas de las figuras más interesantes de su época, como Emilia Pardo Bazán y el gran Lázaro Galdiano, y llegó a publicar un libro, titulado Au Fil de la Vie (escrito con el seudónimo de Condesa de Ávila), el cual fue prohibido en España por su sobrino Alfonso XIII por ser demasiado feminista. Un periodista de la época lo tildó de “atentado contra la religión, la monarquía, las buenas costumbres y el orden establecido”.
Su vida privada, eso sí, fue tumultuosa hasta decir basta: se casó en contra de su voluntad con su primo carnal, Antonio de Orleans y Borbón, hijo del duque de Montpensier y nieto del rey Luis Felipe de Francia, un tipo anodino con pasión por la botella y las mujeres que la maltrató durante años. Enfrentándose a todas las normas y convencionalismos, Eulalia dio la campana y anunció que quería divorciarse, un auténtico escándalo para un miembro de la Familia Real por entonces. No sólo eso: asqueada por su situación matrimonial, no dudó en buscarse un amante y lo encontró en el conde Georges Jametel, muy buen deportista y descendiente de una riquísima familia de banqueros.
Dada su compleja vida personal, Eulalia no pudo estar pendiente de sus hijos, que se criaron con tatas y tutores y, llegado el momento, fueron enviados a un internado inglés. El libro narra muy bien cómo fue esa infancia solitaria y triste del pequeño Luisito, como se le llamaba entonces, cómo tuvo que sortear las complicadas relaciones entre sus padres, cómo se hizo muy amigo de su primo Alfonso XIII, cómo acabó siendo también muy amigo de la amante de su padre y cómo poco a poco fue descubriendo sus primeros amores, unos amores que por entonces estaban prohibidos.
En busca de la felicidad en París
La segunda parte del libro, centrada en la vida en París del Infante, es quizás la más interesante, aunque sólo sea porque es capaz de transportarnos a aquel París mágico de la Belle Époque poblado de fiestas aristocráticas, cabarets, restaurantes repletos de artistas y también bajos fondos que el autor describe sin caer en lo sensacionalista o lo grotesco. Ahí encontramos a un Infante Luis que puede disfrutar del buen gusto selecto y de su pasión por el refinamiento —era, al fin y al cabo, un hombre muy culto y un verdadero dandy—, pero que encuentra huecos (muchos) para darse a la buena vida, dilapidando una auténtica fortuna en fiestas, diversión y desenfreno. También un Infante Luis que vive su homosexualidad abiertamente. Ése es quizás una de las cuestiones más fascinantes del personaje: que en una época en donde muy pocos se atrevían a salir del armario por miedo a las repercusiones, el ostracismo social o, directamente, el código penal, él no dudó en vivir plenamente su sexualidad.
El Infante, eso sí, también se vio en inmerso en escándalos sonados y en crímenes no del todo claros. El libro bucea tanto en aquellos cafés repletos de artistas bohemios y en las mansiones de Saint Germain como en orgías en burdeles de baja estofa. Luis Fernando fue acusado de contrabando, en el libro salen alguna que otra redada policial y también tuvo un papel bastante desafortunado en la muerte —todo apunta a que accidentada— de un marinero al que pagó para que satisficiera sus fantasías sexuales más profundas. Torpemente, el Infante pensó que podría librarse del cadáver si lo llevaba a la embajada española y alegaba la extraterritorialidad. Para Alfonso XIII, su primo, aquello fue la gota que colmó el vaso y lo expulsó de la Familia Real.
Luis Fernando continuaría con su vida y sus escándalos —se llegó a casar con una anciana y excéntrica pero millonaria Marie Constance Charlotte Say tan sólo por dinero—, hasta que murió en Francia en 1945. Sus restos siguen enterrados allí, en una discreta cripta en la que nadie repara. Es una tumba que acoge a un personaje cuya memoria no debería haberse perdido.
Leer el libro El hijo de Eulalia es una buena manera de recuperarla.
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