El martes 30 de enero de 1968 amaneció muy frío, casi gélido. A las ocho de la mañana, dos coches se acercaron rápidamente a la clínica Loreto de Madrid. Al volante de uno de ellos iba el príncipe Juan Carlos de Borbón, nieto de aquel Alfonso XIII que tuvo que exiliarse tras la proclamación de la Segunda República. A su lado estaba su esposa, la princesa Sofía, hija de los Reyes de Grecia, que tenía el semblante serio y preocupado. Había pasado muy mala noche pensando que sus peores pronósticos se podrían cumplir: dar a luz a otra niña. El matrimonio ya tenía dos, Elena y Cristina, y necesitaban un varón. Hacía tan sólo tres años, en 1965, cuando Juan Carlos le anunció que "Dios nos ha dado otra hija", Sofía estalló a llorar. Esta vez no podía pasar lo mismo. Llevaba meses preguntando a su ginecólogo, el docto Manuel María Mendizábal, sobre el sexo del bebé. Pero aún no existían las ecografías, por lo que solo se podía especular.
En cuanto llegó a la clínica, Sofía se instaló en la misma suite de siempre, la 605, y pasadas unas horas, fue por su propio pie al paritorio. Nada de camisones: llevaba una camisa de un pijama de su marido. Para estar más cómoda, le dijo años más tarde a su biógrafa, Pilar Urbano. Fue un parto rápido y sin complicaciones y, a las doce y media más o menos, nació el ansiado niño. ¡Un varón, por fin! Pesó cuatro quilos y trescientos gramos y midió cincuenta y cinco centímetros. Su padre estaba tan eufórico que se puso a abrazar a todo el mundo.
Pocos minutos más tarde, Juan Carlos telefoneó al Pardo:
-- ¿Es machote?-- preguntó Franco con su habitual tono militar.
-- Sí, mi general, machote como su padre.
Franco sonrió levemente. Aquel nacimiento era lo que estaba esperando para dar un paso trascendental que cambiaría el rumbo de la historia de España.
Sucesión
El pequeño infante, como se le conocía por entonces, recibió los nombres de Felipe Juan Pablo Alfonso de Todos los Santos. Felipe por Felipe V, el creador de la dinastía Borbón en España; Juan por su abuelo paterno; Pablo por el abuelo materno; Alfonso por su bisabuelo, Alfonso XIII. Lo de Todos los Santos era una tradición de la monarquía española.
En su primera rueda de prensa, dos días después de haber nacido, Felipe apareció como un bebé rubio y de ojos azules, más parecido a su madre que a su padre. Sin él saberlo, su presencia en el mundo ha permitido desencallar una cuestión histórica. Franco, que hasta ese momento no se había pronunciado sobre su sucesión, aprovecha que el príncipe Juan Carlos tiene ya 30 años y un hijo varón, requisitos indispensables según la ley del momento, para nombrarlo pocos meses más tarde, "su sucesor a título de Rey". Sería él quien asumiría la Jefatura del Estado una vez el dictador muriese, algo para lo cual ya no quedaba tanto.
Felipe, por supuesto, no se enteró de nada de todo esto, pero siguió protagonizando momentos históricos en sus primeros meses de vida. Su bautizo, sin ir más lejos, fue todo un acontecimiento que permitió que su abuela, la reina Victoria Eugenia, volviese a pisar suelo español tras haber partido al exilio el 15 de abril de 1931. Su padrino fue su abuelo paterno, Juan de Borbón, a quien en aquel momento muchos consideraban el Rey real de España y se dirigían a él como Majestad y Juan III.
Más allá de estos momentos icónicos, sin embargo, la infancia del "infante Felipe" fue de relativa normalidad. Creció en la Zarzuela con sus hermanas y rodeado de primos y amigos. Sus contactos con el mundo exterior fueron contados y, aunque se aseguró que era un niño corriente, en su círculo todos eran aristócratas, de la realeza, o gentes con bastante rango. Los hijos de los Reyes de Bulgaria en el exilio y sus primos, los príncipes de Grecia, fueron algunos de los más allegados.
Su madre se encargó de cuidarlo personalmente todo lo que pudo, pero también tuvo nannies inglesas: Ann Bell, Pamela Wallace y, más tarde, Mónica Walls. Cuando la princesa Sofía tuvo que empezar a viajar a menudo, se contrató a Mercedes Soriano como governess y, en ocasiones puntuales, llegaba de Grecia Joanna Ravani, a quien doña Sofía conocía de sus años como enfermera infantil en Atenas.
Cuando su madre estaba con él, eso sí, se dedicó a mimarlo todo lo que pudo, con lo que Felipe se convirtió en un niño muy caprichoso, consentido y bastante maleducado. "Un pequeño Napoleón", se quejaban sus hermanas, y no les faltaba razón. Ese mal carácter lo arrastró toda la infancia, la adolescencia y le llegó a la edad adulta. Fue bastante mal estudiante de pequeño, hacía lo que le venia en gana, se quedaba dormido hasta tarde y nadie parecía ponerle límites. De joven fue bastante pijo, se rodeó de amistades no siempre recomendables y disfrutó de una vida de viajes y lujos que fueron, por supuesto, negados al público. Hizo falta el paso por academias militares y enviarlo a estudiar a Canadá el equivalente al COU (hoy, segundo de Bachillerato) para enderezarlo un poco, aunque no fue hasta que apareció Letizia en su vida y, sobre todo, cuando tuvo que hacer frente al golpe de la abdicación, que maduró del todo y dejó atrás su faceta más hedonista, superficial y algo soberbia.
"El preparado"
Su educación fue una cuestión de estado, aunque el apodo de "el preparado" que le ha acompañado durante tantos años --¡carrera y máster! ¡Y habla inglés!-- sirve hoy más para insultarlo que para ensalzarlo. La verdad es que tuvo una formación correcta, pero no tan extraordinaria como nos han hecho creer.
Sus primeros años los pasó en el colegio de los Rosales, donde también han estudiado sus hijas. El centro había sido creado en 1952 por un grupo de personas destacadas y su junta directiva reunía, entre otros, al duque del Infantado y a Jaime Carvajal Urquijo. La matrícula no era precisamente barata (estaban entre los quince colegios más caros de Madrid) y el tipo de alumnos, aunque se volvió a insistir en que todos eran "normales", distaba mucho de provenir de familias humildes. Más bien todo lo contrario.
Se decidió que estudiara el último curso antes de la universidad en Canadá, en el Lakefield College. En aquel momento se arguyó que le vendría bien una formación "cosmopolita" y bilingüe, en inglés y francés, aunque las malas lenguas aseguran que el matrimonio de sus padres ya estaba completamente roto por entonces, Juan Carlos no paraba de hacer de las suyas y, para no contaminar al hijo con los peores vicios del padre, Sofía decidió poner tierra y un océano entero de por medio.
Luego vino el paso por las tres academias y, más tarde, la universidad, donde estudió Derecho, más por imposición que por voluntad propia. Se sabe que Felipe es un apasionado de la astronomía --su abuela materna, la reina Federica, le compró un telescopio cuando tenía once años para que observara las estrellas-- y, si hubiese podido escoger, seguramente hubiese optado por astrofísica o alguna ingeniería. Pero se impuso la razón de Estado y acabó en Derecho (con unas cuantas asignaturas de Economía). Luego estudió un Máster en Relaciones Internacionales en la universidad de Georgetown, en Washington.
Mientras se licenciaba, la brillante historiadora Carmen Iglesias iba a verlo unas cuantas veces por semana para enseñarle Historia. Debieron ser lecciones muy enriquecedoras y estimulantes --Carmen Iglesias, hoy presidenta de la Real Academia de la Historia, es una elegancia y erudición exquisitas--, y a Felipe desde entonces le encanta la materia. También se dice que sabe un poco de Arte y hay quien asegura que le interesa la obra de Dalí.
Un desconocido
Pero todo son suposiciones, claro, porque no se sabe prácticamente nada de él. Cuando, en 1989, justo el día de antes de su 21 cumpleaños, concedió una entrevista a Lola Molinero, no hubo manera de sonsacarle nada. ¿Gustos musicales? De todo un poco, dijo. ¿Preferencias gastronómicas? "Me gusta todo sin grandes preferencias ni grandes rechazos".
Fue imposible sacarlo del papel institucional, de pura corrección milimétrica, aunque la imagen que dio fue la de alguien que no se decanta por nada y al que le horroriza tomar decisiones. Dicen que esa incapacidad patológica para decidir es precisamente una de sus principales características. Para algunos es signo de prudencia y buen juicio; para otros, síntoma de una personalidad sosa, gris y bastante aburrida.
Sea como fuera, Felipe siempre se ha presentado así a los españoles: alguien que no se sale ni un milímetro del guion. Es un lástima que la política de comunicación de Zarzuela --entonces y ahora-- haya querido presentarnos a un príncipe acartonado y algo insulso. Se creyó --erróneamente-- que así daba una imagen impoluta, cuando lo único que han conseguido es desdibujarlo.
No pasa nada por dejar entrever lo que realmente es (de hecho, le haría ganar puntos): Felipe no es ni de lejos un intelectual, los libros no son lo suyo y la música clásica no le gusta mucho. Antes de conocer a Letizia nunca veía cine que no fuera comercial. Sus gustos, de hecho, son lo que ahora se llaman mainstream, totalmente alejados del hipsterismo donde se mueve su esposa. En su juventud escuchaba a Mecano y se apasionaba con los libros de Caballo de Troya de J. J. Benítez sobre esoterismo, ovnis y cuestiones por el estilo. Se sabe que, sobre todo, le gusta el deporte y ahí es donde saca su lado competitivo. Eso sí: a pesar de ser muy alto, el baloncesto nunca se le ha dado bien y, aunque siempre se ha dicho que es un seguidor del Atleti, la verdad es que el futbol no le gusta. Lo suyo es la vela, el tenis y el esquí. También pilotar helicópteros y conducir coches de alta gama. Dicen que tiene una bodega de vinos en su casa, que cuando sale de noche se toma algún gin-tonic y que es buen bailarín.
Letizia
La vida sentimental de Felipe, por supuesto, ha sido seguida y analizada al milímetro, para su total desgracia. Sus amores de juventud con Isabel Sartorius hicieron correr ríos de tinta y sus noviazgos con la americana Gigi Howard o con la actriz Gwyneth Paltrow generaron debates airados. Su relación con la modelo noruega Eva Sannum, sin embargo, fue la que más iras destapó. ¡Una modelo de lencería! ¡Y de padres divorciados! ¡Y encima extranjera! Media España se llevó las manos a la cabeza al pensar que aquella belleza nórdica que se paseó con un traje excesivamente escotado y provocativo en la boda del príncipe Haakon de Noruega y Mette-Marit podría un día ceñirse la corona. Felipe intentó por todos los medios convencer a la opinión pública de que estaba enamorado, pero fue en vano: se orquestó tal campaña mediática en contra (se dice que instigada por el propio Juan Carlos) que no hubo nada que hacer. España no quería ni oír hablar de semejante enlace. La frase "el príncipe se puede casar con quien quiera pero no con cualquiera" fue repetida hasta la saciedad.
Felipe se quedó triste y desolado. Pero pronto sanó sus heridas: apareció en su vida una periodista asturiana llamada Letizia Ortiz de quien se enamoró hasta el tuétano. Felipe, que había aprendido la lección, jugó esta vez muy bien sus cartas y, por lo que se cuenta, llegó a poner un ultimátum encima de la mesa: o Letizia o el trono. A Juan Carlos y Sofía no les quedó más remedio que aceptar, aunque la relación fue tensa y desconfiada desde el principio.
Letizia no gustó nunca a sus suegros y su entorno: que si estaba divorciada de su primer marido, que si no tenía pedigrí (muchos la llegaron a llamar "la jolines" o, directamente, la "chacha"), que si tenía una personalidad poco apta para la monarquía, que si en su pasado había demasiados hombres y algún que otro asunto polémico, etcétera. Pero Letizia se acabó imponiendo.
Eso sí, el precio que pagó fue gigantesco. Le pusieron zancadillas, se la recibió con uñas y dientes, se le hizo la vida imposible. Letizia pensó que estaba protagonizando un cuento de hadas pero se topó con una familia desestructurada, completamente rota, que sólo vivía de apariencias de cara a la galería. El ambiente --casposo en grado sumo-- de muchos eventos le debió resultar insoportable. Que ella tuviera una personalidad tan controladora, maniática y perfeccionista tampoco ayudó ni sirvió para acercarla al pueblo, el cual siempre la ha visto con una mezcla de desdén, desagrado y total desinterés.
Lo único bueno es que Letizia fue clave para darle a Felipe una vida familiar de la que siempre había carecido. Según todos los que lo conocen bien, Felipe es un padrazo y se desvive por sus hijas, Leonor y Sofía.
Problemas siempre al acecho
Felipe y Letizia han tenido altibajos matrimoniales e incluso una fuerte crisis que hizo que muchos en Zarzuela se temieran un divorcio. Por lo que se dice, la crisis de Corinna y todos los escándalos que azotaron a la Corona sirvieron para unirlos y, desde que están en el trono, su relación ha mejorado substancialmente. Ahora pueden ser ellos mismos, sin estar a la sombra de nadie.
Los problemas, eso sí, no han dejado de acecharlos. Desde que es Rey, Felipe ha tenido que enfrentarse a numerosos problemas políticos (la repetición de elecciones, por ejemplo, cosa que nunca había pasado antes, la situación en Cataluña, etcétera). Juan Carlos no ha parado de darle disgustos y, últimamente, cuando ya parecía que todo empezaba a calmarse, la situación de su hermana Cristina con Iñaki Urdangarín ha resucitado viejos fantasmas.
El nuevo monarca se propuso una tarea imposible: reflotar la monarquía, una institución que llegó a estar en muerte clínica. "Una monarquía renovada para un tiempo nuevo", prometió en su discurso ante las Cortes, y a ello se ha entregado. Atrás quedaban los años de falsa "campechanía": Felipe tiene un aire más marcial, serio y prusiano, más inspirado en el de su madre y, sobre todo, en el de su abuelo, el rey Pablo de Grecia. No hay carisma ni grandes emociones, pero tampoco hay fallos, o no los hay en exceso.
Un rey que necesita definirse
El gran problema es que, durante todos estos años que lleva en el trono, Felipe ha intentado hacer tan poco ruido, ser tan cuidadoso para no romper un solo plato, intentar contentar a todo el mundo, que su figura se ha diluido en exceso. Ha pecado de excesiva prudencia y de falta de garra, por decirlo con finezza, y muchos le achacan ahora una falta de personalidad y de carácter. El Rey es aburrido, aseguran. Dicen sus críticos que es un tipo inseguro, incapaz de tomar una decisión y con un punto pachorra. Un hombre que no logra hacerse un hueco entre dos personalidades tan fuertes como la de su padre y su esposa. Un calzonazos, vaya, a las órdenes de Letizia, una mujer sin duda de ordeno y mando.
Algunas críticas son excesivas, pero otras llevan algo de verdad: Felipe aparece en demasiadas ocasiones desenfocado. Confunde institucionalidad con aburrimiento supino y no entiende que lo único que genera así es el total desapego, desinterés e indiferencia. Y de la indiferencia a la irrelevancia hay un paso muy pequeño.
Felipe necesita aprender a comunicar mejor y a dejar atrás hábitos nocivos (la mitad de los actos que protagoniza son anacrónicos, soporíferos y excesivamente casposos). La política de transparencia de la Casa Real tiene que mejorar. Tiene que aprender a conectar mejor con los problemas reales de la gente y dejarse de tanta audiencia con asociaciones de las cuales prácticamente nadie ha oído hablar. Tiene que salir más a la calle (gana mucho cuando está con gente), rodearse de jóvenes, de asociaciones de ayuda a los parados, de personas que lo han perdido todo y dejarse de tanto discurso inaugurando seminarios de negocios.
El Rey, en resumen, debería pasar a la acción, si me permiten la expresión peliculera. Dicen quienes lo conocen que, a pesar de sus defectos, Felipe es en el fondo un buen tipo. Tímido, muy reservado, pero muy buena gente. En eso están de acuerdo todos, desde los monárquicos más acérrimos a los republicanos más recalcitrantes que lo han tratado. Que tiene buen fondo y que quiere hacerlo bien.
Y que está dispuesto a esforzarse para conseguirlo.
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