Es una de las mentiras más repetidas y asumidas de la historia: que la revolución bolchevique de octubre de 1917 derrocó a los zares, destronó a Nicolás II y abolió la monarquía para siempre. Como propaganda soviética quedó muy bien, pero la realidad, siempre tozuda, fue muy distinta. El zar no pudo abdicar entonces porque ya abdicado antes, el 15 de marzo para ser exactos, tal día como hoy hace 105 años.
Nicolás II, todo hay que decirlo, fue un tipo bastante pusilánime y sin ninguna habilidad apreciable para gestionar un imperio tan vasto y complejo como el ruso. Tanto defensores como detractores le achacaron una pésima falta de preparación, una miopía política sorprendente y una pasión enfermiza por el conservadurismo más atroz en un momento en que se hubiesen necesitado desesperadamente cambios drásticos.
Víctima de su pasado
Hasta cierto punto, Nicolás II fue víctima de sus propias circunstancias. Su abuelo, el zar Alejandro II, había sido un monarca sorprendentemente eficaz: a pesar de que en su juventud nadie dio un duro por él, en cuanto subió al trono demostró una capacidad magnífica para llevar adelante reformar audaces. Fue él quien aprobó la emancipación de los siervos, modernizó la administración, permitió la creación de gobiernos locales con bastante autonomía y abolió la pena capital.
No todo fue de color de rosa, desde luego: durante su reinado, la censura fue férrea y las condiciones de vida de los obreros y campesinos fueron míseras. Las lenguas de varias nacionalidades, como el lituano, el ucraniano, el bielorruso fueron prohibidos. Los movimientos nacionalistas fueron aplastados. Cuando se organizaron pequeñas revoluciones, el zar no dudó en recurrir a la violencia para reprimirlas con fuerza. Como resultado, Alejandro II sufrió varios atentados de asesinato y el 13 de marzo de 1881 varios revolucionarios lograron matarlo: tiraron bombas al carruaje donde viajaba el zar.
Al morir, su hijo, Alejandro III, fue coronado. En vez de continuar con la agenda reformista de su padre, dio un giro claramente autoritario: una de sus primeras medidas fue decretar que la Ojrana, la policia secreta zarista, ostentaría más poder y tendría más capacidad para controlar, repirmir y aniquilar los movimientos contrarios al régimen. También se aseguró de que su hijo y heredero, el entonces zarevich Nicolás, se convirtiera en un autócrata conservador y muy religioso, y lo rodeó de tutores que le inculcaron la desconfianza en la libertad y el liberalismo.
Nicolás demostró ser un alumno muy aplicado con una habilidad sobresaliente para la historia y los idiomas. Por el contrario, su capacidad analítica era lamentable y nunca llegaría a entender las sutilezas de la política y la diplomacia. La política exterior era para él incomprensible. En cambio, Nicolás fue un buen militar. Se enroló en el ejército a los 19 años, sirvió tres y llegó al rango de coroenl.
"Nunca he querido ser zar. No sé nada sobre gobernar"
El 20 de octubre de 1894, su padre murió de una enfermedad del riñón y él ascendió al trono. No estaba preparado para lo que le venía encima y estaba asustado. A un amigo le reconoció: "Nunca he querido ser zar. No sé nada sobre gobernar".
Ese mismo año se casó con la princesa Alexandra de Hesse-Darmstadt, proveniente de un pequeño ducado alemán. Ambos estaban muy enamorados y desde el principio quedó claro que ella era la voz dominante en la relación. Él era débil e inseguro; ella lo animó para que demostrara su fuerza e instigó sus tendencias más autócratas.
Nicolás cometió numerosos y sonados errores. Quiso que Rusia se expandiera a la entonces Manchuria, lo que provocó una guerra con Japón. Miles de soldados murieron y el cabrero de la población fue tan pronunciado que se sucedieron las huelgas y las manifestaciones. En 1905, mientras miles de personas clamaban por reformas en San Petersburgo, envió al ejército a disiparlas (la masacre resultante se conoció como Domingo Sangriento). Sus relaciones con la Duma, el parlamento ruso, fueron turbulentas y, cada vez que la Duma le exigía cambios en el país, él exigía nuevas elecciones. En 1915, en medio de la Primera Guerra Mundial, Nicolás II se puso a la cabeza del ejército, un gesto que él pensó que se valoraría por su valentía, pero que fue catastrófico para el trono: cada derrota fue achacada a la estupidez del zar. El ejército acabó por darle la espalda y muchos de sus generales le llegaron a pedir formalmente que abdicara.
Los últimos días
La situación en el imperio en 1917 era muy grave: las hambrunas eran notables, faltaban alimentos básicos y los que había cada vez eran más caros. La pobreza más abyecta se podía ver en todos los rincones del imperio.
Nuevas huelgas y graves disturbios explotaron en San Petersburgo. Nicolás II, que había estado visitando unos cuantos cuarteles militares en Mogilev, a más de 600 kilómetros de la capital, regresó a toda prisa el 13 de marzo para reprimirlas. Pero los eventos, esta vez se le fueron de las manos. Muchos destacamentos militares se unieron a los manifestantes y la Duma, el parlamento ruso, le dio la espalda al zar. Se creó un Comité Interino para hacerse cargo de la situación y dos de sus representantes partieron a verse con Nicolás para informarle del nuevo status quo. Lo encontraron en el tren imperial a la altura de Pskov. Nicolás entendió que aquello era su final y abdicó. De hecho, abdicó en su nombre y en el de su hijo, el zarevich, que sufría hemofilia.
Era la primera vez desde 1613 que el trono de los Romanov quedaba vacío. Pero no fue por los bolcheviques, como se dice con frecuencia, sino más bien por el ejército.
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