A Tomás Muntaner, señor bien de la Barcelona de los sesenta, el papa Juan XXIII le dio un disgusto que estuvo a punto de costarle el negocio y la vida: demostrando que era un pontífice progresista o, al menos, no tan carca y casposo como sus antecesores, decidió que no hacía falta que las mujeres siguieran llevando mantilla a misa. Lo que para el señor Muntaner, que regentaba los almacenes de "Muntaner y hermanos. Fábricas de velos y mantillas, blondas, tules, especialidad en lutos y pañuelos de seda", fue el punto y final de toda una era. La suya, para ser exactos. A partir de ese fatídico momento, todo comenzó a desmoronarse a su alrededor. Y no sólo en lo económico: su familia estaba a punto de dar un escándalo que iba a cambiar sus vidas para siempre.
La periodista y escritora Pilar Eyre (Barcelona, 1951) comienza con este episodio su nueva novela, Cuando éramos ayer (Planeta), un retrato de una sociedad --la tardofranquista y la de los albores de la democracia hasta 1992-- y de una ciudad --Barcelona-- que estaban para unas cosas ancladas en el más absurdo de los pasados y, para otras, evolucionando a toda prisa. Las ansias de libertad ya se respiraban entre las nuevas generaciones, mientras que las anteriores se agarraban como un clavo ardiendo a las viejas formas y usanzas, a un manual tan estricto como hipócrita. "No bailes con los chicos Esteban", le dice una de las protagonistas a su hija, "la abuela tenía una pollería en el mercado del Ninot, son muy buenas personas, pero no hay que ser democráticos hasta ese punto". Es una sociedad gris, decrépita y cerrada de mente, donde las clases sociales eran castas infranqueables y todo se basaba en las apariencias, en una sucesión de sonrisas falsas y miradas tristes, de envidias y cuchicheos, para actuar de cara a la galería mientras se intentaba desesperadamente tapar los trapos sucios. Y secretos, desde luego, la familia Muntaner tenía unos cuantos.
'Cuando éramos ayer' es el retrato de una sociedad y una ciudad que estaban para unas cosas ancladas en el más absurdo de los pasado y, para otras, evolucionando a toda prisa.
Pilar Eyre nos presenta en Cuando éramos ayer a esta familia y sus allegados: el padre (Tomás), la abnegada madre (Carmen), y los dos hijos (la bellísima Silvia y el más anodino Queco). Silvia, en realidad, es la gran protagonista de la novela, el personaje a través del cual se construye el relato y se van hilvanando todas las piezas. Es una niña bien, de buena familia, criada en el señorial barrio de Sarrià, educada en el colegio americano, que ha hecho el servicio social en la Sección Femenina y de vez en cuando lee en inglés las obras de Virginia Woolf. Es tan guapa que la comparan a menudo con Natalie Wood ("los grandes ojos oscuros de pestañas larguísimas, una forma de mirar anhelante y prometedora al mismo tiempo, la nariz respingona, los labios gordezuelos siempre curvados en una sonrisa incitante...").
Al principio, Silvia es tan ingenua como cualquier adolescente y con unas ganas de rebeldía incontrolables. Por ello, en el mismísimo día de su puesta de largo (en el hotel Ritz nada menos y con la presencia de la mismísima hija de Franco), en vez de hacerle carantoñas al "chico de los Cobos" ("que era un Ibarra por parte de madre y uno de los dueños de Danone por parte de padre"), ella decide tomar un taxi y aparecer en lo que entonces se llamaba Barrio Chino (ahora, Raval), frecuentado por prostitutas, obreros y tugurios donde se hacinaban los estudiantes universitarios para emborracharse, drogarse, hablar de libros por entonces prohibidos y escuchar a todo trapo la música de los Rolling Stones.
Silvia nos sirve de entrada a este demimonde poblado por jóvenes estudiantes de la Central que hacen comentarios solemnes sobre Fidel Castro, el Mayo Francés, Simone de Beauvoir o la última película del cine club Diana. Casi todos son de clase alta, como Silvia, excepto una tal Mati, que "era pobre y tan inteligente que estudiaba con un beca". Todos se las daban de poetas, artistas vanguardistas y rebeldes, y disfrutaban siendo bohemios e incomprendidos, sobre todo Norman Doménech, "que había nacido en México, hijo de un catedrático de Literatura que había sido conseller de la Generalitat y se había exiliado después de la guerra civil", y de quien Silvia se enamora perdidamente. O eso cree ella.
La turbulenta relación que se gesta entre Silvia y Norman le sirve a Pilar Eyre para describir a la perfección a aquella generación que quería romper todas las normas y ser libre. Sobre todo, le sirve para explicar los tiempos en que las mujeres tuvieron que luchar lo indecible para ser dueñas de sus cuerpos y sus vidas, y poder disfrutar de su sexualidad sin complejos sociales y religiosos enfermizos. Pero también --y esta es una de las partes más interesantes del libro-- le sirve para destapar la hipocresía de muchos de aquellos jóvenes que vociferaban frases de El capital y defendían la dictadura del proletariado, pero que a la hora de la verdad no dudaron en dejar tirados a los obreros. La misma Mati, por ejemplo, sufre en el libro unas cuantas tragedias sin que a nadie le importe lo más mínimo.
"Pero, ¿no lo perdió todo en la guerra?", pregunta ingenuamente Silvia sobre la familia de Norman. "Los ricos siempre son ricos", le contestan. "Pase lo que pase, siempre salen a flote como la mierda". Salir airoso es, en realidad, lo que mejor se le da a Norman, que se jacta de ser comunista, pero vive en un piso en la calle Balmes y tiene una chica de servicio. Con los años además, se hará político profesional y vivirá en el Putxet (otra de las zonas acomodadas de Barcelona), mientras Silvia tendrá que hacer frente a varias desgracias personales, una gravísima enfermedad e incluso una temporada entre rejas por un error descomunal que comete a mitad del libro.
La suya no será, sin embargo, la única bajada a los infiernos en la novela. Mientras Silvia se consume, su madre deberá vivir su particular calvario. Ella, que ha vivido en un mundo donde las aventuras extramatrimoniales de los hombres eran vox populi pero nunca públicas, tiene que hacer frente a las infidelidades de su marido en su propia cara. Con el final del franquismo y la democracia las fórmulas sociales se relajan no sólo en los jóvenes: algunos matrimonios ya mayores deciden hacer vidas abiertamente por separado y a la vista del personal, por lo que a Tomán Muntaner no le importa pasear de la mano de una "monada con estudios universitarios e idiomas", por supuesto muchísimo más joven que él. Pero sólo los hombres podrán disfrutar de total inmunidad frente a miradas atónitas y los chismorreos en voz baja. A las mujeres, como antes y como siempre, sólo les queda callar y asumirlo con dignidad. El machismo es inmune al paso de los tiempos.
Ésta, en realidad, es una de las grandes moralejas del libro: que frente a los aires de cambio y los torbellinos políticos que prometen libertades, los viejos prejuicios de clase y de género siguen prácticamente intactos, apuntalados irónicamente por muchos de aquellos que en su día se rebelaron contra ellos. O, al menos, dijeron hacerlo, porque su retórica --esa "dialéctica" de la que siempre presumían--, tuvo más de postureo que de otra cosa.
En este sentido, Cuando éramos ayer se erige como una gran novela sobre la Transición, una novela necesaria sobre un tiempo muchas veces explicado pero pocas veces bien comprendido y que necesitaba de una mirada ácida y desacomplejada como la de Pilar Eyre. Sobre el período en cuestión se ha escrito mucho, desde luego, pero casi siempre con estereotipos y clichés, puro maniqueísmo sin sitio para los matices. Pero eso es lo que hace este libro precisamente: descubrir los claroscuros de una época convulsa, llena de esperanzas y también repleta de trampas, que nos ha llevado hasta donde estamos ahora.
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