En la última parte del libro "Mi rey caído" (Debate), de la francesa Laurence Debray, apropiadamente llamada "Destierro", la autora describe una llamada de teléfono de Juan Carlos, rey emérito, desde Abu Dhabi. "Al atardecer de uno de estos días tristes y lluviosos de mediados de noviembre en confinamiento, suena mi móvil", explica. "No reconozco el número, pero descuelgo por curiosidad". "¿Laurence?", dice una voz que le suena familiar. "Soy Juan Carlos". Y como la autora no da crédito, él concreta el cerco: "¡El Rey!". Pasados los saludos protocolarios, la periodista no tarda en entrar en materia: "Pero qué idea de irse, francamente... ¡No dejo de preguntarme quién se lo ha aconsejado", desvela compungida. Y poco más tarde, añade tajante: "Tendría que hablar con los españoles, necesitan comprender. Tiene que justificarse. Todos merecemos explicaciones. Y piense en construir su leyenda, Majestad. Nadie lo hará por usted".
Construir su leyenda. En varias de las entrevistas que Laurence Debray ha concedido para promocionar "Mi rey caído", la autora asegura que ése ha sido, precisamente, el gran problema de Juan Carlos: que no supo labrarse una narrativa suficientemente potente como para blindarse frente a las críticas furibundas de la opinión pública. Que no supo explicar a las nuevas generaciones lo mucho que España le debía. Que no repitió, insistió, recalcó y machacó todo lo que había hecho por la democracia. Ese, según Debray, ha sido el gran defecto del emérito --ella se niega a llamarlo así--, que ha cometido un vulgar y lamentable fallo de comunicación. Eso, y que a los españoles nos encanta autoflagelarnos, autodestruirnos, revolcarnos en el fango de una leyenda negra construida, no ya por nuestros enemigos seculares, sino por nosotros mismos.
¿Hemos sido injustos?
¿Ha sido injusta España con Juan Carlos? ¿Lo hemos condenado a un castigo desproporcionado? O, como decimos en castellano castizo, ¿nos hemos pasado tres pueblos? De eso va, en el fondo, "Mi Rey caído", un libro que apareció en francés el año pasado con el título de "Mon roi déchu" (editorial Stock).
No era la primera vez que la historiadora y escritora francesa Laurence Debray hablaba del monarca español. De hecho, parece que ha construido su carrera alrededor de su figura: su propia tesis de grado la centró en él ("La forja de un rey") y en el 2013 ya publicó una biografía del emérito ("Juan Carlos d'Espagne", editorial Perrin). También consiguió entrevistarlo para un documental que apareció en la televisión francesa: "Moi, Juan Carlos, roi d'Espagne" fue visto por 1,7 millones de espectadores cuando se emitió por primera vez en febrero del 2016. Aquí lo emitió el programa Lazos de Sangre.
En todas ellas se repite la misma línea argumental, siempre autobiográfica: la de una joven francesa, criada en medio de la alta intelectual parisina de izquierdas, y que se siente desencantada con la política y los iconos que en su casa reverencian. Hasta que llega a España y descubre la alegría, el sol y a Juan Carlos I, el rey de la Transición, "ese milagro político, rápido y pacífico" como la describe en "Mi Rey caído". Y queda prendada instantáneamente del hombre que representa mejor que nadie las ansias de libertad y modernidad de todo un país. Ella, una "heredera roja, laica, republicana y cartesiana, nacida del progreso y la libertad de los años setenta", se apasiona por "un heredero azul, católico, español y de raíces europeas, criado en medio del recuerdo de la Guerra Civil y de la Segunda Guerra Mundial". "Todo nos enfrenta", escribe poéticamente Debray en el prólogo. "Él, sucesor de un dictador y descendiente de un linaje real; yo, educada entre guerrilleros e intelectuales de izquierda".
Parece el inicio de un cuento de hadas, de un idilio de serie de Netflix almibarado y cursi, el Romeo y Julieta con coronas de por medio. Pero no hay nada amoroso en esta historia, sino una admiración absoluta y descarnada de una joven hacia un monarca que --hay que reconocerlo-- en su momento destilaba carisma a raudales.
Hasta cierto punto, la pasión de Debray es comprensible. Su madre era la antropóloga venezolana Elizabeth Burgos y su padre, el político francés Régis Debray, compañero de fatigas del Che Guevara y consejero durante años del presidente François Mitterrand. Simone Signoret era su madrina; Yves Montand y Costa-Gavras acudían con frecuencia a su hogar. Jorge Semprún también era invitado habitual. El sectarismo militante en su casa era tan enfermizo que la pequeña Laurence no podía beber Coca-Cola, comer cornflakes o ver películas de Disney porque eran productos capitalistas yanquis. Con semejante asfixia ideológica no es de extrañar que ella se revelara y se moviera al otro extremo: a reverenciar a un rey, algo que a su padre, Régis Debray, le debió sin duda poner los pelos de punta. El tema llegó a tal extremo que, después de una temporada viviendo en Sevilla, ella puso un póster de Juan Carlos en su habitación. Tenía diez años. Su padre lo quitó y puso en su lugar uno de Mitterrand. Ella se fue de casa.
Hay algo en lo que Laurence Debray tiene razón: frente a la pasión por la pompa y ceremonia de François Mitterrand, por todo ese ceremonial vetusto y protocolo de naftalina que lo rodeaba, él más que un presidente parecía un monarca que echaba de menos Versalles o, al menos, su glamour icónico. "Fue, en verdad, el último rey", dijo el New York Times de Mitterrand. Juan Carlos, por el contrario, siempre se jactó de ser un rey republicano, alguien con las maneras y gustos de un burgués y una mentalidad liberal. "Muy socialista", se decía abiertamente; "más de izquierdas que de derechas"; "el rey de los rojos", se llegó a apuntar". Y muchos rojos de toda la vida, como Santiago Carrillo, se lo agradecieron sinceramente. Debray lo explica bien: "Incluso los comunistas, republicanos de toda la vida, amaban al Rey hasta el extremo de convertirse en monárquicos coyunturales, es decir, juancarlistas. Lo digo con todas las letras: amaban a Juan Carlos". Es cierto que, al menos en este punto, Juan Carlos acertó de pleno. Como también acertó en muchas otras cosas, sobre todo al principio de su reinado: fue clave en la Transición y en el establecimiento de la democracia, y ayudó a mejorar exponencialmente la imagen de España en el extranjero.
¿Construir su leyenda?
Construir su leyenda. Me hace gracia esta expresión cuando la leo, tan elegantemente bienintencionada. Porque si hay alguien que tenía una leyenda perfectamente construida, magnífica, impoluta e intocable ese era Juan Carlos. España le agradecía tanto lo que había hecho durante la Transición que, en un país claramente de republicanos, todos, con contadísimas excepciones, se empezaron a denominar "juancarlistas". No monárquicos, sino respetuosos y agradecidos hacia Juan Carlos. Hasta en Cataluña, la región más republicana de España, se le recibía con aplausos: sólo hay que ver los vídeos de la boda de la infanta Cristina con Iñaki Urdangarín.
Lo de las amantes era vox populi y lo de los negocios se decía entre susurros. Pero caía simpático. Era "el campechano", el hombre que tomaba huevos fritos y gazpacho, conducía motos, le gustaba el mar y hacía chistes facilones (y políticamente muy incorrectos). Nadie publicaba nada que fuera a mancillar su inmaculada imagen ("Reinaba la ley del silencio. Y los españoles lo admitían", reconoce Debray). Hasta que un día, todo saltó por los aires y la prensa empezó a airear secretos a espuertas. Lo que antes era tabú, ahora era barra libre.
El problema no fue que el rey no construyó una leyenda, como afirma Debray; es que la hizo añicos. Resultaba que no sólo había algún que otro sobre furtivo con dinero (lo cual, ya de por sí, constituía un escándalo). Es que había millones y millones de por medio, de los cuales nadie sabía ni de dónde venían exactamente ni adónde habían ido. Había tratos con personas de más que dudosa reputación. Había tramas que parecían sacadas de una película de Hollywood. Toda la familia --antaño un dejado de virtudes-- ahora resultaba que era disfuncional en grado sumo. El yerno Urdangarín --el yerno de oro, como se decía, tan guapo y atlético y medallista olímpico-- acabó en la cárcel por malversación de fondos.
No fue una cuestión de que los españoles nos topáramos con Corinna de golpe (en el fondo, eso fue lo menos). La cuestión de verdad fue que durante años nos habían vendido un cuento y resultaba que había sido más bien una pesadilla. España se sintió estafada y con toda la razón del mundo. Aquel campechano que hablaba de humildad y sencillez no era quien nos habían vendido. Y los españoles --asqueados con la crisis, los políticos, los banqueros y el sistema en general-- estaban hartos. Hartos de que, durante tanto tiempo, les hubieran tomado el pelo.
¿Cambiaremos de opinión?
Esa es la cuestión. Y lo que a Juan Carlos, en el fondo, le gustaría. Que, pasado un tiempo prudencial, todos le acabemos dando la razón a Laurence Debray y comencemos a poner por delante lo bueno y relativizar lo malo. Olvidarnos de lo sucedido; pensar que fue un pecadillo menor, algo que, en el fondo, habría hecho cualquiera en su situación. Volver a tratar a Juan Carlos con epítetos grandilocuentes: el rey de todos, el hombre que trajo la democracia, el que nos devolvió la libertad. Tal como lo refleja Laurence Debray en su libro, un verdadero panegírico acrítico.
No pasará por el momento, pero en España nunca se sabe. Seguramente, cuando él muera, el país se rinda en halagos y homenajes. España no sabe ser ecuánime con su historia, pero llora a los muertos como nadie.
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