El 8 de mayo es el Día Mundial de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja y, por ello, durante esta semana esta importantísima institución celebra actos destacados. De hecho, ya sabemos que Letizia participará el martes en un acto al respecto en Valencia: otorgará las Medallas de oro 2022 de la Cruz Roja Española. La Casa Real siempre ha estado muy vinculada a esta institución, aunque sin duda alguna, si hay alguien de la familia real que se entregó en cuerpo y alma a ella esa fue la reina Victoria Eugenia.
Impactada por la pobreza y la tuberculosis
Cuando Victoria Eugenia de Battenberg, la famosa Ena, llegó a España en 1906 para casarse con Alfonso XIII y convertirse inmediatamente en reina de España tras su boda en los Jerónimos, encontró, según ella misma reconoció años más tarde, un Madrid pequeño y provincial, muy alejado del Londres donde ella se había criado. El Palacio Real le impresionó y el resto de palacios de la Casa Real le gustaron bastante, sobre todo el de la Granja en Segovia. Pero la ciudad, ese Madrid de Galdós, le pareció de otro siglo.
A pesar de que no hablaba aún ni una palabra de castellano (lo había empezado a estudiar en Inglaterra, pero aún tardaría seis meses en entender una conversación y un año en atreverse a hablarlo), la nueva reina Victoria Eugenia se enfrascó enseguida en obras caridad y visitó con frecuencia barrios muy pobres de la capital, como el entonces barrio de La Inclusa donde vivían hacinadas miles de personas en condiciones de absoluta miseria. Victoria Eugenia fue por primera vez a este barrio a finales de noviembre de 1906 acompañada de su camarera mayor, Maria Luisa de Carvajal y Dávalos, duquesa de San Carlos y marquesa viuda de Santa Cruz de Mudela. El objetivo era visitar la Casa de Maternidad que había organizado la Junta de Damas del lugar: a pesar de lo bien organizado que estaba todo, Victoria Eugenia se quedó pasmada con el nivel de pobreza que vio.
Hay que decir que, a principios del siglo XX, España sufría problemas de primera magnitud que ningún político estaba sabiendo atajar debidamente. El país contaba con dieciocho millones y medio de habitantes, más de la mitad de los cuales eran analfabetos. Según los libros del historiador Javier Tusell, mientras que en Francia el porcentaje de personas que no sabían leer ni escribir era del 24%, en España era del 63% y, en algunas regiones, sobre todo en el Sur, se superaba el 80%. Y eso, entre los hombres. Entre las mujeres era aún peor: el 71% eran analfabetas.
Las condiciones de salud eran incluso más horrendas: la mortalidad española era superior a la de un país del Tercer Mundo de hoy y una cuarta parte de los recién nacidos no llegaban al año de vida. Incluso los que lograban sobrevivir a los doce meses, no tenían muchas esperanzas de sobrevivir a los treinta y tres años. Una persona de treinta años se consideraba ya vieja y, si vemos las fotografías de la época, realmente lo parecía: la dureza de la vida hacía que envejecieran antes de tiempo.
La insalubridad era galopante y los hospitales, escasos. Fuera de las grandes ciudades apenas había dispensarios y sólo ya entrado el siglo se empezó, aunque muy tímidamente, a construir algún que otro ambulatorio en las capitales de provincia. No es que no dispusiéramos de gente brillante que quisiera cambiar las cosas, pero eran poquísimos y nadie parecía hacerles demasiado caso. El doctor Espina, por ejemplo, médico del Hospital Provincial de Madrid, era una eminencia europea en lucha contra la tuberculosis y viajó a París en 1895 para participar en el Primer Congreso Internacional contra esta enfermedad, pero a su vuelta, a pesar de que regresaba con grandes planes e ideas, el gobierno no le prestó demasiada atención. No fue hasta 1906 que no convenció a las autoridades para crear la Liga Popular Antituberculosa.
Fue, precisamente, la reina Victoria Eugenia quien más hizo por echarles una mano a especialistas como el doctor Espina y otros tantos que también se estaban dejando la piel para que las cosas cambiaran (doctores Codina, Mariani, Gimeno o Verdes Montenegro, entre otros). En el año 1912, por ejemplo, después de asistir al II Congreso Internacional contra la tuberculosis que se celebró en el sanatorio de Nuestra Señora de las Mercedes, en San Sebastián, la reina tomó conciencia del enorme problema. Enseguida se puso a organizar una colecta pública (la fiesta de la Flor) para recaudar fondos para crear dispensarios. Tanto éxito tuvo la iniciativa que al año siguiente también se celebraron Fiestas de las Flores en Madrid y Bilbao. En los años posteriores se extendió a toda la geografía española. Fue su primer gran éxito en defensa de lo que hoy llamaríamos sanidad pública
La acción social de las mujeres
Uno de los grandes males que han acechado a este país es haber dado pésimos políticos. A principios del siglo XX se dio una hornada especialmente mediocre: después de los tiempos de Cánovas y Sagasta que habían conseguido calmar las turbulentas aguas, hubo una retahíla de políticos de bajos vuelos, con alguna honrosa excepción, más interesados en debates filosóficos, abstractos y estériles que de solucionar problemas tangibles, como el analfabetismo y las plagas de tuberculosis. Más que hablar de la creación de escuelas, en los cafés y en el Congreso se hablada de los sentimientos anticlericales, por ejemplo. Y podríamos trazar un largo etcétera.
Hay que puntualizar que fueron, precisamente, las mujeres quienes impulsaron realmente una eficaz —aunque muy limitada— red asistencial de beneficencia. Cuando Victoria Eugenia pisó por primera vez España, la reina María Cristina, su suegra, ya había puesto en marcha numerosas iniciativas sociales influenciada por los escritos de Concepción Arenal, a la que la reina madre era muy aficionada. Muchas aristócratas también hacían una labor social considerable: más allá del modelo inglés de tomar el té y organizar colectas, mujeres como la duquesa viuda de Bailén o la marquesa del paso de la Merced habían puesto en marcha instituciones eficientes e incluso, en algunos casos, pioneras a nivel europeo. La red de organizaciones de caridad era ya extensa, aunque desgraciadamente no lo suficiente para cubrir todas las necesidades y, además, se circunscribía a las grandes ciudades.
Victoria Eugenia tuvo un papel crucial para extender esta red al mundo de la sanidad. Después de sus primeros pasos en San Sebastián para luchar contra la tuberculosis, la reina impulsó la creación en Madrid de varios dispensarios públicos, como el de María Cristina, en la calle de Goya. También tuvo un papel destacado en la fundación de los sanatorios de Humera y Valdelatas. Pero, sin duda, sería su contribución al desarrollo de la enfermería durante la Primera Guerra Mundial lo que de verdad la haría conocida.
Las Damas enfermeras
Se dice que la enfermería moderna nació con la inglesa Florence Nightingale en 1859, en plena guerra de Crimea. La verdad es que la enfermería —como hoy mismo reconocen incluso los ingleses— nació mucho antes: hacía varios siglos que algunas congregaciones de monjas ya se dedicaban a formar a mujeres para atender a heridos y, de hecho, años antes de que Nightingale pisara Crimea, las monjas francesas de San Vicente de Paul ya ejercían plenamente de cuidadoras de soldados en el frente. Pero Florence Nightingale fue la primera en escribir un libro con sus experiencias y hacerse famosa, por lo que es ella la que se llevó la medalla que, en verdad, debería haber correspondido a otras.
Sea como fuere, es verdad que Nightingale creó la primera escuela de enfermería de Inglaterra, el Hospital de Santo Tomás, y fue ella quien más hizo para visibilizar la importancia de las enfermeras. Fue a través de su ejemplo, además, que Victoria Eugenia primero descubriría su labor. Ya instalada en España, la reina intentó que se crearan centros de gran prestigio para profesionalizar la práctica de la enfermería en España y también de la Cruz Roja. Hay que tener en cuenta que, a principios del siglo XX, el cuidado a los enfermos solo lo realizaban monjas de la caridad o criadas, por lo que estaba considerado al mismo nivel que fregar suelos. De ahí que muchas mujeres de clases altas y no tan altas no quisieran implicarse por las connotaciones que tenía. Que la mismísima reina de España y muchas altas aristócratas (sobre todo, la duquesa de la Victoria) se entusiasmaran por esta causa fue clave para cambiar la percepción social de los cuidados a enfermos.
Hay que decir, eso sí, que la enfermería como tal ya existía en España: fue gracias a la congregación religiosa de las Siervas de María, Ministras de los enfermos, la cual pidió a Alfonso XIII que se estableciese una Real Orden para la profesionalización de su labor. A través de este documento se aprobó el primer programa de estudios (70 lecciones para ser exactos) y estableció un duro examen teórico-práctico frente a un tribunal de la Facultad de Medicina de la Universidad Central de Madrid.
Aquello fue el pistoletazo de salida a nuevos centros de enseñanza profesional de la enfermería, en donde la reina Victoria Eugenia tuvo un papel fundamental. Fue ella quien, muy inspirada en el movimiento de la Cruz Roja, decidió crear una nueva escuela de referencia europea, la Escuela de San José y Santa Adela en 1918. No sólo presidió la comisión para su creación, sino que escribió cartas a todos sus parientes europeos (que eran muchos) para que éstos le enviasen informes y temarios de sus respectivos países. Con toda esta información, Victoria Eugenia impulsó uno de los programas de formación de enfermeras más exhaustivos de Europa (si no el que más). Tan sólo en el primer año, las señoritas se examinaban de: anatomía, fisiología, sepsia y antisepsia, instrumental quirúrgico y de laboratorio, química, patología, microbiología, alcoholismo, tuberculosis y puericultura.
También fue la reina Victoria Eugenia quien mandó reorganizar toda la Asamblea de Señoras de la Cruz Roja para hacerla más eficiente (y poder recaudar más fondos) y también quien impulsó la formación de las Damas Enfermeras entre las clases altas, las cuales tuvieron un papel fundamental en tiempos de guerra (y, sobre todo, en las guerras de África). Además, se implicó mucho en la creación de nuevos hospitales por toda la geografía española y visitaba con frecuencia sus instalaciones. En 1921, por ejemplo, viajó hasta Sevilla para ver los tres centros que tenía allí la Cruz Roja. Unos años más tarde se desplazó hasta Hospitalet de Llobregat, en Cataluña, para ver el dispensario.
Su actividad fue intensa hasta que, en 1931, la proclamación de la II República, la envió al exilio. Se dice, incluso, que cuando se marchó del Palacio Real, se giró a los presentes y les pidió que “le cuidasen la Cruz Roja”. Y, puede ser, porque cuando pasados los años regresó a España para el bautizo de su bisnieto Felipe (ahora Felipe VI), una de las cosas que hizo fue precisamente visitar aquel hospital de la Cruz Roja que ella tanto había ayudado a crear.
Aquel fue, sin duda, su gran legado.
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