Aquel 22 de mayo del 2004, hoy hace exactamente 18 años, Madrid puso su mejor cara para la primera boda de Estado que se celebraba en España desde que, en 1906, Alfonso XIII se casara con Victoria Eugenia de Battenberg, princesa inglesa y nieta de la reina Victoria. Por supuesto, aquel día semejante antecedente no se citó demasiado, básicamente porque el enlace del bisabuelo de Felipe VI acabó con un ataque terrorista --Mateo Morral lanzó una bomba desde un balcón en la calle Mayor-- y murieron veintitrés personas. Los periodistas y locutores que retransmitieron la boda tuvieron el tacto de pasar por alto este cruel atentado: España, recordémoslo, aún estaba en estado de shock por los recientes y abominables atentados del 11-M, y no era cuestión de traer a colación datos históricos sobre bombas.
Lo que sí se comentó --y mucho-- fue que la seguridad fue extrema aquel 22 de mayo del 2004. Incluso se suspendió temporalmente el Tratado de Schengen sobre la libertad de circulación de personas. En Madrid se desplegaron 20.000 agentes, un dispositivo que costó 7 millones de euros.
Desfile de modas bajo la lluvia
La seguridad estaba en boca de todos. Eso, y que iba a llover a mares. El parte metereológico ya venía advirtiéndolo desde hacía días: pronóstico de lluvia torrencial. Y no se equivocaron: a las 11 de la mañana, justo cuando Letizia Ortiz Rocasolano iba a salir del Palacio Real hacia la Almudena, comenzó a llover a cántaros. Las personas que habían acudido al Patio de la Armería para ver a la Familia Real y a la novia tuvieron que correr a resguardarse bajo los pórticos de palacio.
Quedó la consolación, al menos, de haber podido ver la llegada de los invitados. Antes de las once, España entera se deleitó con un fastuoso pase de modelos en donde --qué duda cabe--, la reina Rania de Jordania destacó por encima de las demás. Aquella falda con encajes y una sencilla blusa blanca se convirtió en un icono que luego muchas otras intentaron imitar. Carolina de Mónaco también destacó, y no sólo por su belleza: apareció sola, sin Ernesto de Hannover, y con el rostro entre serio y cabreado. Luego se sabría que, tras la cena de gala de la noche anterior (donde Carolina brilló con un deslumbrante traje de Chanel), Ernesto había puesto rumbo a la discoteca Gabana y había pillado tal soberana borrachera que no se había podido levantar de la cama. No se incorporaría a la boda hasta el ágape y, para no llamar la atención, entró al palacio real por una discreta puerta lateral.
En la Familia Real española, la infanta Elena, entonces todavía con Jaime de Marichalar, fue la que más miradas acaparó con un elegante traje de Christian Lacroix y una mantilla con peineta. Su hermana, la infanta Cristina, con un sonriente Iñaki Urdangarín a su lado, iba ataviada con una creación de Jesús del Pozo. La reina Sofía había apostado por su modista de cabecera, Margarita Nuez, una profesional que realmente sabía confeccionar un buen traje (el patronaje era perfecto) y que le había diseñado un vestido de satén en un color que no quedaba claro: entre champán, oro y verde tornasolado. El resultado era majestuoso, aunque quizás el dobladillo no se tomó bien porque parecía demasiado largo.
Un vestido de novia que no funcionaba
El vestido más esperado, el de la novia, no lo vimos sobre la alfombra roja. Llovía tanto que, en vez de paseíllo desde el Palacio Real, la novia tuvo que salir en uno de los Rolls Royce de la Corona. Sólo cuando vimos a Letizia en el pasillo de la Almudena pudimos verle bien la cara y admirar el vestido de novia. La cara la tenía algo pálida y muy seria. Entre que la habían despertado casi de madrugada para comenzar a prepararla, que la noche anterior había estado de cena de gala, que se había despertado con algo de fiebre y que debía tener los nervios a flor de piel, Letizia, aunque muy guapa y muy bien maquillada, se notaba agotada.
El traje no la ayudaba. Aunque no hay duda de que Manuel Pertegaz fue uno de los mejores diseñadores que ha dado el país (y podemos decir que incluso de Europa), y que era un genio a la hora de concebir trajes, el vestido de Letizia no acabó de salirle bien. El patronaje era impecable, los bordados eran exquisitos y la idea era acertada (un traje sobrio, de líneas puras y elegancia atemporal). Los materiales, inmejorables: seda valenciana de la casa Rafael Catalá, hilos de seda y plata de Tarrasa. Pero el vestido llevaba tanta tela que pesaba mucho (y con la humedad de la lluvia debió añadir varios quilos extra), no se movía con soltura y se notaba que Letizia tenía problemas para andar. En ocasiones parecía que lo arrastraba. Por no decir que las mangas se veían largas y ese cuello, a medio camino entre flor de lis y traje de la mala de la Cenicienta, estuvo mal planteado: era excesivo, no quedaba bien proporcionado y no enmarcaba bien el cuello de Letizia.
Años más tarde, se supo que la relación entre Letizia y el genial Pertegaz no había sido del todo idílica. Letizia lo escogió por indicación de su futura suegra, la reina Sofía, pero no le gustó el diseño, se quejó repetidas veces de que no le quedaba bien y, por lo que se dice, fue ella quien quiso que se pusiera ese cuello horrendo que descompensó toda la harmonía del vestido. Se llegó a publicar que se habían oído chillidos de ella en el taller que el modisto tenía en la Diagonal de Barcelona, pero él, siempre un caballero, lo negó y dijo que ella era "encantadora". Pero algo de razón debían llevar los rumores cuando ella nunca volvió a contar con él para ningún traje.
Una ceremonia excesivamente adusta
Una vez en el altar, comenzó la ceremonia. Setenta y cinco minutos de misa oficiada por el arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, asistido por varios arzobispos más. Todo serio, muy serio, adusto y poco emotivo. Siendo sinceros, fue un verdadero tostón, soporífero y alejado de las notas de espontaneidad que habíamos visto en otras bodas reales. Ni siquiera la música ayudó a aliviar lo soporífera de la jornada, y eso que estaba muy bien escogida, con varias piezas del renacentista Tomás Luís de Vitoria, conocido como el "compositor de Dios" y más valorado en Inglaterra que en España (qué lástima que este grandísimo compositor no se conozca más).
Que la catedral de la Almudena sea horrenda no ayudaba en exceso. Madrid tiene algunas de las iglesias más bonitas del mundo (la basílica de San Francisco el Grande, por ejemplo), pero la Almudena es un despropósito estético y, aunque se intentó tapar al máximo con unos (espectaculares) tapices de Patrimonio Nacional y altas columnas de flores blancas (calas sobre hojas verdes), el desastre visual era dolorosamente obvio. Además, las imágenes de televisión fueron tan recatada, parca y casposa --todo el rato enfocando al coro y dando imágenes del Madrid lloviendo-- que no pudimos divertirnos comentando los atuendos de los invitados. Tan sólo cuando la abuela de la novia, Menchu Álvarez del Valle, leyó la segunda lectura del Evangelio, hubo una nota emotiva. Aunque lo hizo con una dicción tan perfecta y una voz tan profunda y reposada, que más que la Carta del Apóstol San Pablo a los Corintios parecía una telenovela radiofónica de los años cincuenta.
La nota simpática
Siendo sinceros, tan sólo la famosa patada que Froilán de Marichalar le propinó a uno de los pajes del cortejo puso una nota simpática a la retransmisión. No sería hasta al cabo de años que se filtrarían otras anécdotas. La más divertida, desde luego, fue la que protagonizaron algunos dignatarios internacionales en la cola del baño. Como los invitados tenían que estar dos horas antes en la catedral de la Almudena, y la ceremonia en sí se preveía larga, se habilitaron unos baños en una discreta ala de la catedral. Sin que las cámaras los enfocasen ni los fotógrafos los inmortalizasen, presidentes, jefes de estado, reyes, príncipes y princesas fueron procediendo al baño. El entonces presidente de Colombia, Álvaro Uribe, intentó colarse y, de hecho, lo consiguió, aunque la princesa Magdalena de Suecia intentó impedírselo (en vano). A punto estuvo de crearse un conflicto diplomático transoceánico.
Un pequeño baño de masas
Ya convertidos en marido y mujer, y bajo los acordes del Aleluya de Händel, los nuevos esposos --y príncipes de Asturias--, abandonaron el templo cogidos del brazo a las 12.45 horas. A las puertas de la Almudena les esperaban compañeros de promoción del ejército de Felipe, que formaron un arco de sables.
Aún llovía y, mientras el matrimonio se dirigía en coche a la basílica de Atocha, donde la nueva princesa de Asturias iba a depositar el ramo, los madrileños se agazapaban bajo paraguas mientras saludaban. Cuando llegaron a Atocha, por fin el tiempo les dio un pequeño respiro.
En el balcón, pero sin beso
Antes del ágape, los nuevos príncipes de Asturias y los reyes Juan Carlos y Sofía salieron a saludar al balcón de palacio. Todos sonrientes, felices y demostrando una estampa de unidad que entonces resultaba perfectamente creíble. El gran público aún no sabía nada de Corinna y, aunque los amoríos del ahora emérito eran vox populi, se asumía que el matrimonio regio no estaba en crisis. En el 2012, esa estampa idílica saltaría por los aires cuando al monarca le dio por matar elefantes en Botsuana mientras el país se enfrentaba a una grave crisis. En el 2014, abdicaría.
Después del saludo en el balcón, vino la foto de familia. Una estampa que hoy sería irrepetible. Aquel 22 de mayo del 2004, Cristina e Iñaki eran aún la pareja de oro de la monarquía: modernos, simpáticos, cercanos y con hijos tan guapos que parecían diseñados por ordenador. Ella acabaría imputada y sentándose en un banquillo de un juzgado. Él acabó directamente entre rejas en una prisión de Brieva. Hace poco, después de que a él se pillara de la mano con otra, se anunció la separación.
La infanta Elena y Jaime de Marichalar también dieron que hablar, aunque viéndolo en perspectiva, fueron los más discretos. El día de la boda de Felipe, ya circulaban rumores de fuertes crisis entre los Marichalar. Pocos años después se confirmarían: Casa Real hizo público el "cese temporal de la convivencia", ese eufemismo que fue la mofa de toda España y que, en castellano llano quería decir que el divorcio estaba en marcha.
Un menú histórico que comenzó a servirse muy tarde
Pero para todas estas desgracias aún faltaba. Aquel día los españoles estaban aún convencidos de estar viendo un cuento de hadas y nos deleitamos con detalles como el menú, servido por el restaurante Jockey de Madrid.
Como todo se había ido retrasando con el saludo en el balcón, el besamano y las fotos de familia, el convite no comenzó hasta las tres y media de la tarde, una hora que a los invitados europeos les debió parecer excesiva (recordemos que, en algunos países, se cena a las seis de la tarde). El primer plato fue una tartaleta hojaldrada con frutos de mar sobre fondo de verduras. Luego llegó el capón asado al tomillo.
El repostero Paco Torreblanca se encargó de la tarta. Años más tarde, en un programa de televisión explicó cómo había sido el proceso para escoger la tarta. Resulta que, como a Felipe resulta que sólo le gusta el chocolate muy amargo, Torreblanca planteó un postre basado en él, pero se topó con que a doña Letizia no le gustaba en absoluto. "Paco, pero es que a mí solo me gustan los de leche", le dijo la entonces periodista. Y luego añadió que a ella lo que le gustaban eran las magdalenas y el chocolate con almendras.
Así que hubo que cambiarlo todo. Al final, Torreblanca ideó un postre a base de chocolate con leche y avellanas, acompañado de una Casta Diva cosecha miel de Gutiérrez de la Vega. Felipe lo felicitó el mismo día de su boda, pero ni corto ni perezoso le comentó: "Oye, Paco, exquisito, pero a mí tráeme unos cuantos de esos de chocolate...".
Como se supo más tarde, no sería la primera vez que Felipe y Letizia demostrasen que tenían gustos más que distintos.
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