"Me levanto a las cinco y media o seis de la mañana y no me acuesto hasta cerca de las doce de la noche y, a veces, estoy tan cansada que no me queda más remedio que echarme a llorar. De no ser por el aceite de hígado de bacalao que estoy tomando, creo que habría tenido que guardar cama". Harriet tenía que cepillar los suelos de madera con una mezcla de jabón líquido y polvo de sílice que le dejaba las manos y los antebrazos en carne viva, y la mayoría de las noches se quedaba dormida llorando. Como Ellen, o las tantas doncellas, institutrices, cocineras o lacayos que han formado parte del servicio doméstico de la precariedad laboral, el abuso sexual o el clasismo desde el esplendor del sector a mediados del siglo XIX, y hasta su progresiva decadencia a partir de la I Guerra Mundial dando voz a las que no la tuvieron y que ahora, gracias a movimientos como el de las Kellys, comienzan a ser visibilizadas. "Las doncellas no tenían libertad, estatus social ni privilegios. A mi entender, el sistema era una prolongación de la esclavitud, con la diferencia de que podías presentar tu renuncia y marcharte en vez de tener que quedarte de por vida. Una no se atrevía a responder cuando la agraviaban de palabra o sufría una humillación".
Su testimonio lo recoge el periodista e hijo de una criada, Frank Víctor Dawes, ya fallecido, en Nunca delante de los criados, el libro que pretende mostrar "la realidad del trabajo doméstico a partir de los testimonios de sus protagonistas, y contar lo alejado de sus realidades con series como Downton Abbey o Arriba y abajo", en la televisión británica.
De 250 páginas, Nunca delante de los criados es "la agridulce radiografía" de la servidumbre en la época victoriana y el resultado de las cartas que el periodista recibió tras poner un anuncio en The Daily Telegraph, en 1972, en el que pedía a personas que hubieran trabajado como sirvientes, que le contaran sus vivencias. Dawes recibió cerca de 700 cartas en pocos meses, de entre ellas, la de una señora que empezó a trabajar a los doce años en la cocina de una anciana soltera que tenía 30 gatos y cuyo trabajo consistía en cocinar cantidades asombrosas de comida para los animales, o la de quien estuvo al servicio del duque de Bedford, que detestaba a las sirvientas hasta tal extremo que cualquiera que se cruzara con él después de mediodía, cuando se suponía que las tareas de la casa habían terminado, se arriesgaba a un despido inmediato; que le sirvieron así para escribir el que fue un best seller cuando se publico en 1973, y que la editorial Periférica publica ahora por primera vez en español con traducción de Ángeles de los Santos.
A lo largo de los cien años que abarca el libro del autor inglés, se pagaron salarios "escandalosamente bajos". Además, "todas las barreras sociales se desmoronaban cuando se trataba de sexo", indica el autor, ya que la liberación de los complejos sexuales nunca iba acompañada de ninguna idea progresista sobre las clases. "El único soplo de aire fresco que tenían esas esclavas del trapo y el cubo y la única vez que veían la fachada de la casa era por la mañana temprano, cuando había que limpiar los escalones de la entrada. Los recuerdos que se desgranan en este libro son trágicos, cómicos, evocadores, ridículos y, a veces, crueles, y conforman una historia social decisiva que corrobora la idea de que desde siempre se les ha tenido por trabajadores e incluso seres humanos de segunda".
La publicación de la novela, coincide en España con el lanzamiento de la segunda secuela cinematográfica de la serie Downton Abbey, estrenada en 2010 y que recrea de manera idealizada la vida cotidiana de una familia victoriana y sus sirvientes, y donde no se atisba la crudeza que reflejan los testimonios recopilados por Dawes. "Todo parece estar donde tiene que estar, tanto los objetos como las personas: cada cual contento en el lugar que le corresponde".
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