Cuando Richard Nixon dimitió en 1974 como resultado del escándalo Watergate, los periodistas Bob Woodward y Carl Bernstein, los principales artífices de la investigación que destapó la trama, recibieron una nota de la editora del Washington Post, la indómita Katherine Graham. “No comencéis a tomaros demasiado en serio”, decía. “Algunas de las publicaciones estuvieron bien. Pero quiero daros un consejo: tened cuidado con la maldita pomposidad”. Cuando a Bob Woodward le preguntan hoy en día qué consejo daría a los nuevos periodistas, él insiste en que sería precisamente éste. No caer en la pomposidad. No tomarse demasiado en serio.
Lo hice una persona que, a sus 79 años de edad, está considerada un verdadero héroe en el periodismo, una auténtica leyenda viva. Su vida a sido llevada al cine (y fue interpretada por Robert Redford nada menos), y ha dado pie a numerosos libros y novelas. Y todo porque, hace justamente cincuenta años, el lunes 19 de junio de 1972, él y Carl Bernstein publicaron en el Washington Post el primero de los cinco artículos de lo que, poco tiempo más tarde, se conocería como Watergate y haría caer a NIxon: se titulaba “GOP Security Aide Among Five Arrested in Bugging Affair”, algo así como “Agente de seguridad de los republicanos entre los cinco arrestados por un asunto de ocultación de micrófonos”. Comenzaba con las siguientes frases: “Uno de los cinco hombres arrestados a primera hora del sábado mientras intentaba poner micrófonos en los cuarteles centrales del Comité Nacional Demócrata es el coordinador de seguridad del comité para la reelección del presidente Nixon”. Una sencilla frase que haría caer al hombre más poderoso del planeta.
Cinco detenidos
La información hacía referencia a que cinco hombres habían sido pillados infraganti la madrugada del sábado 17 de junio —a las 2:30 horas para ser exactos— en las oficinas del Partido Demócrata, situadas en la sexta planta del edificio Watergate de Washington, en el número 2600 de Virginia Avenue. Supuestamente estaban poniendo micrófonos. Uno de ellos, un tal James W. McCord, entonces de 53 años, resultaba que era un antiguo agente de la CIA. “McCord se retiró de la Agencia Central de Inteligencia en 1970 después de 19 años de servicio y estableció su propia “empresa de consultoría de seguridad”, McCord Associates”, explicaba el artículo del Washington Post.
Los otros cuatro sospechosos eran todos residentes de Miami. Estaban Frank Sturgis, un “americano que había servido en el ejército revolucionario de Fidel Castro y luego entrenó a una fuerza guerrillera de exiliados anticastristas”; Eugenio R. Martinez, agente inmobiliario; Virgilio R. Gonzales, un cerrajero; y Bernard L. Barker, un cubano sospechoso de ser también agente de la CIA.
De hecho, fue precisamente el anticomunismo furibundo de los cuatro lo que más llamó la atención a Bob Woodward. Eso y que todos hubieran dado nombres falsos a la hora de ser detenidos. Incluso McCord le dijo al abogado de guardia que se llamaba Edward Martin.
Dos periodistas muy jóvenes
Bob Woodward, entonces muy joven, de unos veinte años, había sido enviado a investigar la noticia a los juzgados donde se les estaba tomando declaración a los cinco sospechosos. En principio, aquello no parecía el principio de una gran exclusiva, sino un encargo de tercera. De hecho, los primeros indicios apuntaban a un simple robo, aunque bastante profesional. Todos los sospechosos llevaban guantes y bastante dinero encima.
Pero junto con su compañero Carl Bernstein, Woodward comenzó a investigar y dio con que McCord había sido de la CIA y, lo más importante, que estaba a sueldo del presidente Nixon o, al menos, de su comité para la reelección. Aquello fue el principio. Por supuesto, la Casa Blanca negó que hubiese algún crimen. El portavoz llegó a decir que no pensaba comentar “un robo de tercera”.
A partir de aquí, todo comenzó a escalar exponencialmente y a adquirir tintes de auténtica novela o thriller. Hubo una investigación que parecía sacada de un guion de Hollywood y personajes míticos, como el icónico “Garganta profunda” (en el 2005 se descubrió que era un agente del FBI llamado Mark Felt), el hombre que más que dar información, corroboraba los hallazgos que los periodistas iban descubriendo y les iba dando pistas de por dónde seguir.
La relación entre “Garganta profunda” y Woodward llegó a ser realmente de película de espías. (Por cierto lo del nombre venía de la primera película pornográfica que se había estrenado en Estados Unidos). Ambos se encontraban en un parking de Washington a altas horas de la madrugada después de que uno hubiese puesto una discreta bandera en un balcón.
A las pocas semanas de haber publicado su primer artículo, Woodward y Bernstein sacaron a la luz que los cinco hombres detenidos estaban conectados con dos hombres que habían trabajado en la Casa Blanca de Nixon: uno era el antiguo agente de la CIA E. Howard Hunt y el otro, el antiguo agente del FBI G. Gordon Liddy. Los dos hombres, supuestamente, habrían guiado a los otros con walkie-talkies desde un hotel cercano.
Hubo más: después de tirar del hilo, Bernstein descubrió que un cheque de 25.000 dólares de la campaña para la reelección de Nixon se había depositado en la cuenta corriente de uno de los detenidos. Los dos periodistas luego consiguieron demostrar que el entonces Fiscal General John Mitchell controlaba un fondo secreto para pagar información relevante sobre los demócratas. Y que la Casa Blanca de Nixon era, en realidad, un nido de espionaje, sabotaje y auténtica histeria y paranoia tóxica.
Y Nixon ganó…
Obviamente, que semejante información surgiese a la luz puso a mucha gente nerviosa, comenzando por la Casa Blanca, pero también dentro del propio Washington Post. La entonces editora, Katherine Graham, reconocería más tarde en sus memorias los nervios que pasó y el pánico que había a las represalias políticas. Más teniendo en cuenta que, aunque ahora parezca mentira, al principio ningún otro periódico relevante quiso dar demasiada importancia a aquellos supuestos ladrones que habían sido cazados infraganti. Todo había sido un maldito robo. O, como se insistía desde la Casa Blanca, “un maldito robo de tercera”.
Además, ¿no estaban las elecciones a la vuelta de la esquina y había que centrarse en el programa electoral? Una de las cuestiones más irónicas de todo el escándalo del Watergate es que, cuando explotó, Nixon se enfrentaba a la reelección. Y, a pesar de que el Washington Post insistía en que no era de fiar, la campaña republicana consiguió que los votantes no le hicieran caso. El propio Nixon echó balones fuera —aunque luego se supo que estaba intentando comprar el silencio de los detenidos con grandes sumas de dinero—. En la campaña la indicación era negar rotundamente cualquier acusación de fraude o espionaje. A pesar de que los nervios eran visibles —y de que hubo muchas dimisiones en el equipo de campaña de Nixon—, muchos periodistas prefirieron mirar hacia otro lado. La Casa Blanca lanzó todo su arsenal sobre el Washington Post y sobre los intereses empresariales de su propietaria, Katherine Graham. Las acciones de la compañía cayeron un 25%.
Al final, Nixon ganó las elecciones por una mayoría arrolladora. Es uno de los elementos que siempre se pasan por alto al contar la historia.
Una investigación contra corriente
Woodward y Bernstein siguieron investigando. Visto ahora, cincuenta años después, parece obvio, pero hay que trasladarse a aquella época en la que prácticamente nadie daba un duro por ellos. Aunque nos parezca mentira, tuvieron que luchar contra todos los elementos para seguir haciendo periodismo.
Muchas de sus técnicas, eso sí, ahora nos parecerían ciencia ficción. Woodward y Bernstein tenían por costumbre ir a llamar a la puerta del Comité de la Reelección de Nixon para hablar con los trabajadores e intentar sonsacarles información. Y lo consiguieron con dos: un contable y un responsable de finanzas, muy preocupados por lo que estaba sucediendo en el partido, accedieron a hablar. Sus pistas y explicaciones fueron claves en la investigación.
En marzo de 1973, además, otro golpe de suerte ayudaría a Woodward y Bernstein. James McCord, uno de los detenidos iniciales, escribió una carta al juez que lo había condenado por robo afirmando que había mentido, que había recibido presiones para callar y que había personalidades muy importantes implicadas en el caso. Aquello hizo que toda la prensa, finalmente, se diera cuenta de que la investigación del Post había sido la acertada.
A partir de ese momento, todos los periódicos del país se pusieron a indagar. El Senado inició una investigación oficial. En la Casa Blanca comenzó a cundir tanto el pánico que algunos mandamases, totalmente acorralados, llamaron a Woodward y Bernstein y les filtraron información más que sorprendente. Entre otras cosas, reconocieron que Nixon grababa todas sus conversaciones en el Despacho Oval en un magnetófono colocado secretamente. Prácticamente nadie en su gobierno lo sabía.
La opinión pública quedó tan impactada que Nixon tuvo que salir a defenderse y, en una histórica frase (hecha, irónicamente, durante una visita a Disneylandia), dijo: “I am not a crook”, algo así como “No soy un ladrón”. A día de hoy, esa frase aún lo persigue.
Un juicio histórico
En julio de 1974, los jueces exigieron que el presidente entregara las cintas secretas dentro del juicio a los cinco detenidos por el Watergate. Él se negó, pero los jueces le obligaron. El Congreso se le giró en contra y comenzó un proceso de impeachment. Ni siquiera los republicanos le apoyaron. Al final, completamente acorralado, dimitió del cargo.
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