Aunque los británicos estén orgullosos de ser los mejores en cuanto a organización de grandes eventos monárquicos --el "pomp and ceremony", como lo llaman ellos--, la verdad es que tan sólo comenzaron a organizarlos bien hace relativamente poco. Lo normal en la familia real británica era que los funerales --ahora un ejercicio milimétrico-- fuesen un perfecto desastre, que los banquetes acabaran mal --y generalmente con todos los comensales borrachos-- y ni siquiera las ceremonias de coronación se pudiesen llevar a cabo sin meter la pata.
Una sucesión de reyes escandalosos
Para prueba, la coronación de la mismísima reina Victoria, hoy un icono incólume de la monarquía británica, pero en su momento una jovencita de dieciocho años sobre la que pesaba la enorme tarea de reflotar la monarquía británica. Sí, reflotarla, porque la dinastía hannoveriana, a la que pertenecía la joven Victoria, no era precisamente un dechado de virtudes y la paciencia de los ingleses estaba llegando claramente al límite. Ni Jorge I ni Jorge II sabían hablar inglés (hablaban en alemán) y Jorge III, a pesar de que sí dominó la lengua de Shakespeare y de que parecía que iba a ser un buen monarca, acabó con graves problemas de salud mental. Por no decir que perdió las colonias americanas.
Su sucesor, Jorge IV llevó una vida de continuos escándalos: tuvo tantas amantes que los historiadores no se ponen de acuerdo en la cifra exacta y dilapidaba vastas sumas de dinero en divertirse. Por no decir que su matrimonio con la princesa germana Carolina de Brunswick fue un auténtico desastre. No solo se detestaban mutuamente, sino que él prohibió expresamente que ella estuviera presente en su coronación, en 1821. Su sucesor, Guillermo IV, solía emborracharse a diario y tuvo multitud de hijos ilegítimos.
El peor de los comienzos
Delante de semejante percal, no es de extrañar que muchos pensasen que la monarquía tenía los días contados cuando Victoria accedió al trono el 20 de junio de 1837 tras la muerte de su tío Guillermo IV. Si los malos augurios se hubiesen cumplido, Victoria tendría que haber sufrido un reinado penoso. Pero ella supo darle la vuelta a la situación y, junto con su marido, el príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha, creó las bases una monarquía parlamentaria, respetada por el pueblo y, sobre todo, muy sólida.
Y todo ello con el peor de los comienzos posibles. El día 28 de junio de 1838, un año y ocho días después de que se convirtiera en reina, fue coronada en la abadía de Westminster. El acto no pudo salir peor, comenzando porque algunas de las joyas de la corona se habían perdido misteriosamente y se tuvieron que crear coronas nuevas a toda prisa.
Además, el anillo que se les pone a todos los monarcas (para significar su unión con el pueblo y su consagración divina) era demasiado pequeño: estaba pensado para su dedo meñique, pero el arzobispo de Canterbury se lo puso en el anular. O, más bien, le estrujó el dedo para que el anillo le cupiese. Victoria tuvo que hacer acopio de toda su dignidad y compostura para no empezar a chillar de dolor. Se sabe que, después de la ceremonia, tuvo que meter la mano en agua helada para poder quitarse el maldito anillo.
Un evento abierto al público
Lo más destacado de la coronación fue que, siguiendo los designios de Lord Melbourne, entonces primer ministro, se intentó que la ceremonia llegase a más público del que era habitual en estos casos. Si en coronaciones anteriores, todo había estado pensado para una elite muy reducida, Melbourne quiso que el público participara activamente, aunque solo fuera moviendo sus sombreros al aire mientras un largo desfile de carrozas avanzaba desde el palacio de Buckingham. También se organizaron multitud de picnics en los parques de Londres para que los visitantes disfrutaran de un refresco y algo de comer. En Hyde Park incluso se podía visitar un espectáculo de globos aerostáticos, entonces toda una maravilla técnica, y en Green Park se dispararon fuegos artificiales. Tuvieron suerte de que, contrariamente a lo que suele ser habitual en Londres, hiciera buen tiempo.
A parte de eso, la verdad es que el resto fue un verdadero desastre. A diferencia de hoy en día, donde la ceremonia está perfectamente estudiada y estructurada, entonces no tenía un guion predeterminado y era bastante caótica. No ayudó en absoluto que la propia soberana no participase en los preparativos y solo se dignó a visitar la abadía la tarde-noche del día de antes. Y eso porque Lord Melbourne insistió de lo lindo. Menos mal: la propia reina reconoció poco después que no tenía ni idea de dónde tenía que ir ni qué tenía que hacer exactamente, por lo que el ensayo general improvisado le ayudo bastante.
Cinco horas de ceremonia
La ceremonia duró cinco horas, por lo que la joven monarca --que se había despertado a las cuatro de la madrugada por los disparos de salvas de honor-- debió acabar exhausta, aunque ella insistió en todo momento en que estaba perfectamente bien. Llegó a la abadía a las once y media y aguantó estoicamente todo el largo --e improvisado-- ceremonial. No regresó a Buckingham hasta las seis de la tarde. "Recordaré este día como uno de los mejores de mi vida", anotaría en su diario. También uno de los más caóticos, podría haber añadido.
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