Una fría madrugada de octubre de 1793, el capitán de Busne, último guardaespaldas de María Antonieta de Francia, acompañó por última vez a la reina a su fría y oscura mazmorra de la Conciergerie, en la ribera del Sena. A las cuatro de la mañana, un tribunal revolucionario la había condenado a morir guillotinada al mediodía. A la reina, de treinta y ocho años, sólo le quedaban unas pocas horas para escribir una carta a su cuñada, Madame Élisabeth, que nunca llegó a su destino, y prepararse para la ejecución.
La criada de la prisión, Rosalie, llegó a las ocho en punto para ayudar a vestirla; se puso un vestido blanco, una cofia de lino, medias negras y zapatos morados de seda. Minutos antes de las once, la puerta de la celda se abrió con un gran estruendo y un decapitador, con capucha roja, entró en la sala. Le pidió que se diese la vuelta para poder cortarle el cabello; era necesario para que el filo de la guillotina funcionase correctamente. A las once, Maria Antonieta abandonó la Conciergerie, donde había estado confinada dos meses, y fue llevada en carreta por las calles de París hasta la Plaza de la Concordia. Minutos más tarde, el decapitador mostraba la cabeza cortada de la reina a la multitud de la plaza. Sólo se escuchaba un grito al unísono: “Vive la nation!”, "¡Viva la nación!"
Madame Antoine
Poco se podría haber imaginado Maria Antonieta acabar así cuando, siendo todavía una mera archiduquesa de Austria (era hija de la emperatriz María Teresa), llegó en 1770 por primera vez al magnífico palacio de Versalles para casarse con el entonces Delfín de Francia y futuro rey Luís XVI. La ostentación de la corte francesa la impresionó de inmediato. Tan sólo su habitación había sido recientemente decorada con un techo repujado de oro y decorado con querubines y palomas; detrás de una barandilla había una gran cama con un dosel de brocado y dorados.
Se sabe que, al principio, aquel ambiente la intimidó y se sintió angustiada. Maria Antonieta, o Madame Antoine, como la conocían en Austria, no estaba del todo acostumbrada a un protocolo tan asfixiante en que toda la vida de la realeza se debía protagonizar delante de la corte, como si fueran actores y actrices de un baudeville. Incluso, cuando después de ocho años de matrimonio por fin se quedó embarazada, tuvo que dar a la luz en público, delante de cortesanos que llevaban horas sentados delante de su lecho esperando el feliz alumbramiento. La leyenda asegura que algunos llegaron a la osadía de colocar tubos de chimenea sobre las sillas y trepar sobre ellos para tener mejores vistas. También se cree que había tanta gente y hacía tanta calor a pesar de ser diciembre que muchas damas, incluida la propia María Antonieta, se desmayaron. Cuando se recuperó, pudo acabar de parir. Su primera hija fue una niña, Marie Therese. Luego vivieron varios vástagos más. De todos ellos, la única que sobreviviría a la Revolución francesa y a la temible muerte fue la primera, Marie Therese, que logró escapar y refugiarse en Austria.
Una infancia idílica
Aunque mucha gente no lo sepa, la corte de Austria no era tan entonces tan estricta con la etiqueta como lo llegaría a ser décadas más tarde, en la época de la malograda Sissi, y los miembros de la familia real disfrutaban de ciertas libertades.
En realidad, Maria Antonieta siempre reconocería que su infancia fue idílica y que sus padres, la emperatriz María Teresa y, sobre todo, su padre, el emperador Francisco I, hicieron mucho para que se sintiera querida y arropada. El matrimonio tenía muchos hijos y disfrutaba de una vida bastante apacible entre el palacio de Schönbrunn, el palacio de Hofburg (en el centro de Viena) y, sobre todo, en el castillo de Laxemburg, a las afueras de la capital, un bucólico y pequeño (para los estándares de la realeza) edificio rodeado de jardines ingleses, lagos y grutas misteriosas. Allí la pequeña Antoine, como la llamaban sus padres, se convertiría en una magnífica amazona y, en invierno, disfrutó de diversiones con sus hermanos, como lanzarse en trineo. Tanto le gustó el lugar que muchos biógrafos aseguran que el hammeau que se construyó en Versalles, esa especie de granja bucólica donde ella y sus damas jugaban a ser pastorcillas, estaba en realidad inspirado en Laxemburg.
Un toilette que duraba horas
En Versalles, en cambio, las cosas eran muy distintas. Cada mañana había una ceremonia especial --la ceremonia du lever-- para despertarla, asearla y vestirla. Las damas de más título de la sala eran las que podían desvestirla y, como las duquesas iban y venían a su antojo, podía llevar horas retirarle un simple camisón. En más de una ocasión, la pobre María Antonieta se quedó desnuda y tiritando de frío mientras las grandes aristócratas se ponían de acuerdo en a quién le correspondía vestirla.
Además, ponerle los trajes llevaba horas. Maria Antonieta fue la primera reina en tener diseñadora de cabecera, una única modista que le diseñaba y confeccionaba los trajes. La afortunada se llamaba Rose Bertin, o Madame Bertin, como la conocían en la corte, una marchande de modes que se convirtió en la primera diseñadora profesional conocida de la historia. Aunque pocas veces sea reconocida, la alta costura le debe muchísimo: fue ella quien consiguió que Francia, y sobre todo París, fuesen sinónimos de verdadera elegancia.
Madame Bertin había ejercido de aprendiz de Mademoisselle Pagelle, una de las modistas más famosas de París y la que más cosía para las damas de la corte. Tres de ellas, sobre todo la princesa de Conti, se percataron de la destreza de Bertin y le hablaron a Maria Antonieta de sus creaciones. La reina quedó entusiasmada y desde entonces la vistió en exclusiva. Dos veces por semana, Bertin se desplazaba a Versalles para presentarle sus nuevas colecciones. Por aquel entonces, se habían puesto de moda los vestidos ampulosos, con faldas muy acampanadas, profusión de abalorios y peinados imposibles, altos y repletos de decoración. Bertin los exageró al máximo y llegó a crear auténticas barbaridades estéticas, como trajes que imitaban a barcos y otras horteradas semejantes.
Entre ellas se gestó una gran amistad y la reina acabó adorando sus sesiones con ella. Eran momentos que no sólo servían para decidir modelos: María Antonieta acabó por tomarle tanto cariño y confianza que se desahogaba con ella y le contaba lo que le pasaba por la cabeza.
Peinados imposibles
Otra de las personas que más harían por crear la imagen icónica de María Antonieta que ha llegado a nuestros días fue Leónard Autié, su peluquero. No se sabe exactamente el año en que nació Léonard Alexis Autié (se cree que fue entre 1746 y 1751), pero sí que nació en Pamiers, una pequeña localidad de la Gascuña, en el sudoeste del país. Sus padres eran criados. Se sabe también que Léonard había trabajado como aprendiz de peluquero en Burdeos pero, al no conseguir el favor de las grandes damas de la ciudad, decidió partir hacia la capital del país.
El día que Léonard llegó a París, una tarde del verano de 1769, las calles de la ciudad estaban llenas de gente ansiosas por ver el eclipse de Venus y el Sol. En el château de Luís XV la expectación también era máxima. El rey era un gran aficionado a la astronomía y esperaba junto a su amante, Madame du Barry, tan interesante acontecimiento. Para Léonard, en cambio, el curioso espectáculo del cielo no tenía ningún interés científico, pero pensó que era un signo de buen agüero.
Al principio se hospedó en una modesta casa —sucia, destartalada y con una fachada irregular— en la rue de Noyers, cerca de la Plaza Maubert, una zona de dudosa reputación llena de tabernas de mala fama y frecuentada por personas de baja calaña. No sabía a qué dedicarse exactamente, pues no tenía la inteligencia suficiente para ser científico ni para asumir ningún puesto en la administración, pero tenía clara una cosa: quería hacerse muy rico. Tenía un carisma desbordante, un gran talento artístico y agudos dotes de observación, que le llevaron a percatarse que en París los niveles sociales se demostraban de muchas maneras y, muy especialmente, en el vestido y en el peinado. Los caballeros de mayor escalafón social llevaban chalecos y bombachos que les llegaban a las pantorrillas. Las medias se sujetaban con una especie de liga que se abrochaba justo debajo de la rodilla. Y lo que era más importante: llevaban siempre una peluca empolvada con una especie de talco.
Al no poder permitirse el talco, Léonard comenzó a empolvarse la cabeza con levadura y adecentó sus ropas hasta que dio la impresión de pasar por un noble de cierta fortuna. Para no ser detectado en su barrio, salía a escondidas de su casa con el gorro escondido bajo el brazo.
Poco a poco subió escalafones, fue codeándose con las personas adecuadas y, finalmente, llegó su gran momento: hacerse cargo de la cabeza de la mismísima María Antonieta. Para completar los extravagantes vestidos de Madame Bertin, Léonard creó peinados absurdos y exagerados. La moda del momento dictaba que el pelo había que llevarlo cardado y muy elevado, en una especie de columna que anticipaba el postizo de Marge Simpson. Leónard no solo le elevó el pelo a la reina: le puso postizos, plumas, aderezos, joyas, flores y abalorios y le creó columnas que llegaron a medir metro y medio. A veces, incluso le incluía barcos: una vez, cuando Francia ganó una importante batalla naval, María Antonieta apareció en público con una gran columna de pelo coronada con un barco de juguete. Léonard incluso le había ondulado el pelo de tal manera que parecieran ondas de mar.
Obviamente, no debían ser muy cómodas y, como no cabía en la carroza que la transportaba, la reina tenía que ir de rodillas. Muchas damas, además, tenían miedo de que los peinados acabasen ardiendo: eran tan altos que podían dar en un descuido con las velas de los candelabros y terminar en llamas.
Aquella extravagancia hizo que el pueblo criticara sin piedad a la reina. Se dice que Léonard fue el inicio de la caída de María Antonieta y que sus creaciones, a todas luces exageradas, desencadenaron tal nivel de críticas que la imagen de la reina quedó irremediablemente destrozada. En 1775, numerosos panfletos circulaban por París denunciando las tonterías de la soberana. Nunca se recuperaría de ellas y aún hoy la seguimos considerando una mujer frívola, disoluta y excesivamente excéntrica.
No fue tan excéntrica como parecía
No lo fue. O no lo fue tanto como creemos. Es cierto que no era una gran intelectual y que su nivel cultural dejaba mucho que desear. También es verdad que le gustaba participar en fiestas de disfraces y divertirse. Pero lo mismo se podía decir de todos los reyes, aristócratas y burgueses del momento.
En realidad, su gran delito no fue ser joven y guapa, sino ser austríaca, hija de la nación con la que Francia llevaba enemistada desde hacía siglos y con la que había librado guerras cruentas. El matrimonio de María Antonieta con el delfín de Francia --el pusilánime y bastante bobo príncipe Luis, luego Luis XVI-- fue una boda de Estado para intentar limar rencillas entre ambos países. Pero aunque Antoine se esforzó en adaptarse a su nueva patria y en parecer francesa, los franceses siempre la trataron como una extranjera y, peor, como una traidora.
Una de las mayores campañas de difamación de la historia
De ahí que no se sepa hasta qué punto sea verdad todo lo que se ha dicho sobre ella. En su época, y sobre todo después de que le cortaran la cabeza, circularon toda clase de rumores a cada cual peor intencionado. En vida, dos de sus más poderosos enemigos, el duque de Orleans y el conde de Provenza, se encargaron de financiar la publicación masiva de panfletos donde la acusaban de depravada y de haber provocado la ruina del país. Los más ligeros la tachaban de inmoral, de prostituta, de haber encadenado amantes y de haber sido mala madre. Se distribuyeron dibujos donde María Antonieta y su dama de compañía, la duquesa de Polignac, aparecían en la cama, algo que entonces se consideraba ofensivo. Incluso se llegó a decir que María Antonieta había tenido una relación incestuosa con su hijo, Luís Carlos, el delfín.
También la acusaron de borracha, aunque se sabe que detestaba el alcohol y que tan sólo bebía champán de vez en cuando. En realidad, lo que más le gustaba era un agua mineral que le traían de la Ville d'Avray, la limonada que le preparaban en palacio y jarras de chocolate deshecho (su "maestro chocolatero", al parecer, le preparaba un brebaje de cacao, almendras y un toque de naranja).
Lo de las joyas fue un capítulo aparte. Todos los retratos de antes de la Revolución Francesa retratan a María Antonieta cubierta de joyas, aunque lo mismo se puede decir de todas las reinas antes y después de ella. Se sabe que le gustaban especialmente las perlas y los diamantes y que su marido le regaló por su compromiso matrimonial un parure espectacular de collar, pendientes y brazaletes de diamantes. Pero de nuevo, aquello era normal entre la realeza. La propia Sissi, de hecho, recibió más joyas por su compromiso que María Antonieta. Y, siglos más tarde, la reina Victoria Eugenia también disfrutaría de carísimas alhajas por su boda.
Nada que ver con el mito
Por lo que han contado muchas personas que la conocieron, María Antonieta era una persona bastante opuesta al mito que de ella conservamos. Es cierto que fue excéntrica y algo frívola y que en Versalles se sucedían los entretenimientos y las fiestas, pero no fue la mujer superficial y disoluta que la historia nos ha contado. Decían que era bastante simpática, alegre y, sobre todo, muy generosa. Y que todos aquellos que la conocieron lloraron mucho su pérdida.
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