Los inviernos son gélidos en Canencia. En plena sierra madrileña, este pueblo de apenas 500 habitantes se convierte en verano en un refugio para aquellos que deciden cambiar la playa por la alta montaña. A 83 kilómetros de la capital y a 1.150 metros de altitud, sus calles se llenan de vida y en las terrazas de los bares no cabe un alma.
Situado a los pies del puerto del mismo nombre, Canencia vive fundamentalmente de la ganadería, la construcción, los trabajos forestales y el sector servicios. En los últimos tiempos han abierto varios alojamientos rurales que hospedan a visitantes durante todo el año. Aunque muchas otras viviendas se llenan ahora con el alquiler vacacional. "No quedan casas para alquilar este verano", explica su alcaldesa, Mercedes López Moreno, en conversación con El Independiente.
"Se nota que hay más vida en verano. Hay mucha gente alquilada porque en Madrid no se puede estar y, si la economía no da para irse a la playa, se van a los pueblos de la sierra", abunda Natividad López, una vecina que, sin ser oriunda, lleva 50 años viviendo o pasando largas temporadas en el pueblo.
Y tanto los foráneos como los que acuden a su segunda residencia provocan una explosión de niños por las calles que ven duplicarse su población y dejar atrás una cierta sensación de soledad que acompaña a los meses más fríos. Ahora mismo se celebra un campamento con más de cuarenta y esta semana se organizan talleres y actuaciones para los más pequeños en la plaza del Ayuntamiento, dentro de la XXV Semana de Recuperación de las Tradiciones, que organizan diversas asociaciones del pueblo.
El área recreativa, situada dentro del pueblo, se convierte en lugar de encuentro para todos ellos durante las jornadas veraniegas. Allí están la piscina, la pista de pádel, una pista polideportiva techada, una ludoteca y el parque infantil, además del correspondiente quiosco con terraza y mesas. "Cualquier niño que viene por primera vez a Canencia tiene muy fácil socializar con otros", presume la primera edil.
Pero los más mayores también tienen su particular punto de encuentro. Tras algún tiempo cerrado durante la pandemia, hace escasos días ha reabierto el New Port, un discopub con terraza interior por el que han pasado varias generaciones locales y de los alrededores. "Aunque la gente en invierno no esté viviendo aquí, vienen los fines de semana. Y ahora en verano, mucho más. Aquí hace calor también, pero comparado con lo que hace en Madrid, por lo menos podemos dormir por la noche", comenta Jesús, su dueño.
Este último compagina el negocio hostelero con la cría de unas treinta vacas de carne que pastan libremente por la montaña de mayo a noviembre. En cambio, recuerda que el sector atraviesa ahora no pocas dificultades por el alza generalizada de costes. "El ganado no da dinero, pero como lo has tenido toda la vida, cuesta desprenderse", se resigna.
Y el alza de costes afecta también a otro de los negocios del pueblo. El hostal restaurante Colorines, que destaca por su cocina tradicional, con especialidades como el cabrito asado, el cochinillo, el cordero o la carne a la brasa. "Pero nuestro negocio va un poco al revés, porque ahora en verano es la época más floja. Cuando el pueblo está más vacío, es cuando más trabajo", explica José, uno de los responsables del asador.
También hay varios bares como Vedia, Parra, El Pajar, La Borrachería, la cafetería Violeta o el Estanco -con terraza y desayunos con productos de su propia huerta-, que completan la oferta gastronómica y de ocio en una localidad que cuenta también con supermercado, carnicería o farmacia. El colegio al que asisten en torno a quince niños forma parte del Centro Rural Agrupado (CRA) de Lozoya, con varias aulas en varios pueblos por las rotan los profesores.
Enclavado en las estribaciones de la Sierra de La Cabrera, se puede llegar en coche por carretera tomando la salida 69 de la A-1 y cogiendo después la M-604 dirección Rascafría/Lozoya. Pocos kilómetros después y pasando El Cuadrón, hay que coger el desvío por la M-629 que conduce hasta la localidad.
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