Aunque cueste creer, el docureality Soy Georgina, sobre Georgina Rodríguez, pareja de Christiano Ronaldo, ha arrasado en medio mundo. La serie, a priori, no podía ser menos apetecible: una aprendiz de millonaria nos enseña lo que es vivir rodeada de lujos, pero no de esos lujos a lo Downton Abbey, con casas de ensueño pero rodeadas de arte e historia, sino de lujos a cada cual más innecesario y hortera. Cual Cenicienta postmoderna, Soy Georgina nos descubrió el día a día de alguien que tiene dinero a espuertas gracias a su pareja y quiere ser famosa a cualquier precio. Todo ello aderezado con grandes dosis de estética kitsch y una ausencia total de buen gusto. Ya en el propio cartel publicitario aparecía ella enfundada en un chandal de felpa y zapatillas de deporte encima de la mesa mientras cogía una hamburguesa con una mano y alguien le acercaba una bandeja de plata repleta de patatas fritas. Era como una versión patria de las Kardashian o, al menos, así nos la quisieron vender.
Lo irónico es que ella, más que inspirarte envidia, te acaba dando pena. A pesar de los lujos, las joyas desorbitadas, los trajes de diseñador y el derroche continuo de dinero, ella no aparece en ningún momento como una trepa, ni parece que tenga aires de soberbia. Parece, simplemente, una chica desbordada por las circunstancias, a la que ese mundo le viene grande y que es obligada a convertirse en algo en lo que no acaba de verse cómoda. Georgina, al final, aparece como un intento de pija, más bienintencionada que otra cosa, una mera aprendiz de jet set.
Enseñar la vida con fama y dinero
La idea de enseñar el trasfondo de la fama y el dinero, sin embargo, funciona. O al menos eso deben haber pensado los productores, los cuales ahora vuelven a la carga con La marquesa, el docureality para Netflix de Tamara Falcó, hija de Isabel Preysler y del fallecido Carlos Falcó, marqués de Griñón. La serie, que se estrena el 4 de agosto, tiene pinta de convertirse en otro gran éxito, aunque solo sea porque, esta vez sí, se va a ver de verdad lo que es tener mucho dinero desde la cuna y codearse con la jet desde la más tierna infancia.
Al fin y al cabo, Tamara Falcó ha sido objeto de portada del Hola desde pocos días después de venir al mundo. Cuando ella nació, el 20 de noviembre de 1981, su madre estaba en el apogeo de su fama: la filipina había saltado a la palestra tras su boda con Julio Iglesias y, después de su sonado divorcio, se había vuelto a casar con Carlos Falcó, quien la había introducido en círculos aristocráticos de primer nivel. Al fin y al cabo, él era marqués de Griñón, marqués de Castelmoncayo y Grande de España y, por lo que se dice y se cuenta, era un tipo encantador y exquisitamente bien educado.
Isabel Preysler, elevada a categoría de marquesa de Griñón, título que ahora ostenta su hija, parecía haber nacido para su nuevo estatus: no sólo era guapa a rabiar, sino que sabía ser elegante como pocas. Con ayuda de su nuevo marido, se refinó, adquirió una gran cultura y dignificó sus movimientos. En los actos públicos parecía que se movía a cámara lenta, perfecta para que siempre saliera perfecta en las fotos.
Un nuevo restaurante entre viñedos
Tamara vino al mundo rodeada de dinero y, sobre todo, de viñedos. Su padre, después de pasar por el Liceo Francés de Madrid, hizo la carrera de ingeniero agrónomo en la universidad de Lovaina y se especializó en Economía agraria en la universidad de California en Davis. De regreso a España, se dedicó a la explotación agrícola en sus varias fincas: tenía "La Barquilla" y "Valero" en Cáceres y "Dominio de Valdepusa" y "Casa de Vacas" en Toledo. En Aldea del Fresno tenía otra, El Rincón, ahora propiedad de Tamara. En ellas cosechaba uva y llegó a crear muy buenos vinos (fue uno de los impulsores del Cabernet Sauvignon en Castilla La Mancha).
A pesar de que podría haberse quedado en su casa disfrutando de amplias rentas, la verdad es que Carlos Falcó decidió ser emprendedor y parece ser que esa vena intrépida la ha heredado su hija. Por lo que ya se sabe, el docureality La marquesa girará entorno precisamente al proyecto de Tamara de transformar El Rincón en un restaurante de alto copete, algo para lo cual habrá de esforzarse mucho y, entre otras muchas cosas, superar las reticencias de su madre, Isabel Preysler.
Una carrera meteórica
Tamara, desde luego, le ha pillado gusto a esto de los fogones. Recordemos que, aunque ha sido famosa desde que nació por ser hija de Isabel Preysler, su gran salto a la fama por sí misma lo dio en noviembre del 2019, cuando participó y ganó la cuarta edición de Masterchef Celebrity. Aquello la catapultó a una notoriedad increíble que le ha generado grandes beneficios. En septiembre del 2010 se unió a El Hormiguero y parece no parar de encadenar contratos publicitarios. Sus seguidores en Instagram crecen como la espuma y ha lanzado su propia línea de moda, de la que se cuenta que le va muy bien.
Tamara, lista como pocas a pesar de que se presente como algo ingenua, sabe conectar con un amplio público. A pesar de su acento rematadamente pijo y sus aires de no haber tenido que fregar en su vida un plato, cae simpática y resulta cercana. Es una mezcla entre glamour, trajes de alta costura y chica normal y corriente que quiere labrarse un futuro e independizarse de la casa de su madre (hace poco que se compró un gran ático en el barrio de Peñagrande de Madrid). La mezcla funciona o, al menos, eso parece.
Claro que detrás hay un gran trabajo y una cuidadísima estrategia de marca, de eso que ahora los expertos llaman branding. Al fin y al cabo, Tamara ha recibido una esmeradísima educación: fue a los mejores colegios de Madrid y se graduó en Comunicaciones en el Lake Forest College de Chicago. Hizo cursos de diseño de moda en Milán, trabajó una temporada en Inditex y en el 2019 creó su propia firma de moda.
Desparpajo ante las cámaras, además, no le falta. Ya desde pequeña dejó muy claro que, de todos los hijos de Isabel Preysler, ella iba a ser su verdadera heredera como reina del papel couché. Y de momento, parece que va a conseguirlo.
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