Dicen los entendidos que George Lucas siempre quiso llevar a las grandes pantallas El hobbit, de su reverenciado J. R. Tolkien, pero que al no conseguir los derechos pertinentes, se tuvo que poner a idear su propia fantasía de la Tierra Media y crear un personaje inspirado en la famosa saga pero lo suficientemente diferente como para no incurrir en problemas legales.
Así es como, siempre según la leyenda, nació Willow, un relato sobre un nelwyn (una raza de personas de baja estatura) que tiene que devolver a una bebé a su tribu sin sospechar que dicha niña esconde un poder sobrenatural: ella es, según una antigua profecía, la persona encargada de destruir a la poderosa bruja Bavmorda, la cual, por supuesto, hará todo lo posible por matar a la chiquilla.
En busca de un nuevo éxito
Pero no vayamos tan rápido en esta historia y rebobinemos un momento. Vayamos al principio, a los albores de la década de los ochenta, cuando George Lucas ya ha conseguido lo que muchos anhelan y pocos consiguen: crear una saga de culto, un auténtico fenómeno cultural que, encima, le dio sustanciosos réditos en taquilla. La primera entrega de Star Wars había aparecido en 1977 y, tras el éxito descomunal (e insospechado), Lucas se había lanzado a producir dos entregas más: El Imperio contraataca (1980) y El retorno del Jedi (1983). En paralelo había ayudado a crear otra gran franquicia, la de un tipo llamado Indiana Jones, cuyas aventuras dirigió un tal Steven Spielberg, entonces en la cresta de la ola y en su momento más exitoso.
Con semejante palmarés a sus espaldas, todo parecía sonreír a George Lucas, a quien ya muchos consideraban el rey Midas de Hollywood. No había producción en la que él estuviera involucrado que no pareciera estar destinada inexorablemente al éxito más rotundo. Otros productores arrasaban en taquilla; Lucas hacía algo más, además de ser muy lucrativo: él escribía la historia del cine.
Pero como si de un guion de sus películas se tratara, llegó un día en que se le esfumó la fórmula. O, como se dice en lenguaje más castizo, se le acabó el chollo. Dos de sus producciones, Dentro del laberinto y Howard, fueron un fracaso total. La crítica empezó a a escribir su epitafio --Hollywood en esto es implacable-- y Lucas buscó desesperadamente un clavo ardiendo al cual agarrarse. Y dio con Tolkien, su querido y admirado Tolkien.
Muchos años antes de que Peter Jackson se lanzara a la piscina y llevara a la Tierra Media a la pantalla en una superproducción histórica, Lucas ya pensó en hacer lo mismo. Quería otra gran saga, algo que pudiera emular el rico universo de Star Wars, y lo único que podía igualársele era la trilogía de El señor de los anillos. Tenía razón, desde luego, pero la industria del cine aún no estaba preparada, ni tampoco los herederos de Tolkien, quienes no dieron su brazo a torcer y no cedieron los derechos. Ni de El señor de los anillos, ni de El Hobbit. Lucas se quedó sin su nueva gallina de los huevos de oro.
La década de la fantasía
Pero ya le había picado el gusanillo en esto de la fantasía épica y decidió apostar por el género. El tiempo, desde luego, era más que propicio. La década de los ochenta estaba dejando películas icónicas, de Conan el bárbaro a la adaptación de La historia interminable. Lucas debió pensar que una antigua historia que había pensado décadas antes, en 1972, sobre una raza llamada nelwyns, una bruja, un dragón y una profecía podría funcionar perfectamente. Así que debió remover entre los cajones y archivos y dio con el manuscrito de un texto titulado Willow.
En 1985, Lucas se ve que le enseñó el texto a Ron Howard, quien acababa de dirigir la original y brillante Cocoon, una película donde, extrañamente, el encuentro casual entre un grupo de ancianos y unos cuantos extraterrestres en forma de plantas sospechosas funcionó a la perfección. Howard supo darle el toque humano exacto a la cinta y lo que podría haber sido un sinsentido grotesco acabó convirtiéndose en una de las mejores películas de ciencia ficción de la historia. Lucas, cuya compañía, Industrial Light and Magic, había trabajado en los efectos especiales, buscaba alguien con esa sensibilidad para su nuevo proyecto y ambos se pusieron manos a la obra. Le entregaron el manuscrito a Bob Dolman, quien tuvo que hacer siete versiones hasta que a Lucas le gustó el resultado. En 1986, el guion de Willow estaba listo. Ahora quedaba rodarla.
Un guion predecible
El guion, todo sea dicho, no es que fuera revolucionario, ni tan solo original. De hecho, era fastidiosamente predecible y, a los cinco minutos de la película, ya se podía intuir más o menos el final. En la historia, una profecía asegura que el maléfico reinado de la bruja Bavmorda será destruido por una niña nacida con poderes especiales, por lo que la terrorífica señora decide encerrar a todas las mujeres embarazadas del reino para descubrir al bebé en cuanto nazca. Pero en cuanto viene al mundo la escogida, su comadrona consigue sacarla sana y salva del castillo y llevarla hasta un río, donde la coloca sobre una especie de cesto que le hace de barca. Así es como la bebé llega hasta las tierras de los Nelwyns y es descubierta por los hijos de un tal Willow (interpretado por Warwick Davies), un joven y tímido granjero cuyo mayor deseo es convertirse en brujo, pero al cual le faltan la seguridad y el arrojo necesarios para superar sus miedos.
El consejo que gobierna al poblado decide que la bebé, a quien llaman Elora, ha de regresar con los suyos --los Daikinis, como se les conoce en esos mundos-- y decreta que sea Willow quien haga la travesía. Hasta aquí todo es parecido a los Hobbits (raza de personas de pequeña estatura que viven en un bucólico poblado y le tienen un miedo febril a salir de su comarca), con un toque del bíblico Moisés, quien también fue puesto de bebé en un canasto que arrastró un río.
Lo que sigue también tiene reminiscencias de otras leyendas. Por el cambio, Willow se topa con Madmartigan (un jovencísimo Val Kilmer), un rufián que ha sido encarcelado y que convence a Willow para que lo libere. Juntos emprenden el viaje hasta la fortaleza de Bavmorda, la cual hospeda a un temido dragón de dos cabezas. Por el camino, habrá hechiceros poderosos, una hada del bosque, un general con un peligroso ejército, una princesa hija de una bruja que resultará que no es tan mala como parece y unas cuantas trampas. No les diré el final, pero si no han visto aún la película y ya han leído hasta aquí, creo que se podrán imaginar por dónde van los tiros.
Efectos especiales (entonces) revolucionarios
Dado que el guion no dejaba mucho margen, la originalidad de la película, además de una interpretación muy bien lograda de Warwick Davies como Willow, vino de los efectos especiales. Aún no se disponía de una tecnología tan sorprendente como la que hay ahora y muchos de los efectos que ahora se consideran básicos aún no estaban ni inventados, pero aún así se consiguió alguna que otra proeza técnica. Por ejemplo, apareció por primera vez el efecto del morphing, es decir, transformar de manera verídica un objeto en otro. En una escena, Willow transforma con su barita de mago a una cabra en un avestruz. Vista ahora, la mutación deja bastante que desear, pero en aquel momento --recordemos que se hizo en 1986-- fue revolucionario. Gracias a ella, además, se pudo hacer, años más tarde, muchas escenas de Terminator.
Cuando se estrenó en cines, Willow fue un relativo fracaso. Consiguió un resultado discreto en taquilla (57 millones de dólares) y la crítica la vapuleó sin piedad, considerándola aburrida y poco original. Lucas, que ya tenía planes para hacer una trilogía y también un película de animación, tiró por la ventana sus ilusiones de volver a llevar a Willow a las pantallas. Con los años, en vez de nuevas cintas, se tuvo que contentar con escribir libros sobre la saga junto con Chris Claremont (quien, años más tarde, sería el guionista de los X-Men). Los tituló Chronicles of the Shadow War, y en ellas habló de cuando, pasados los años, Elora ya era adolescente.
Una película de culto contra pronóstico
Sin embargo, y como suele suceder con estas cosas, Willow puede que no encajara al principio, pero se ganó con el tiempo un seguimiento de culto y hoy son muchos los que destacan sus virtudes como una de las películas más icónicas de los ochenta.
Tanto culto hay, que George Lucas ha decidido dejar de un lado las múltiples spin-offs de Star Wars (algunas ya casan, seamos sinceros) y anunció hace unos años que estaba valorando hacer una serie televisiva sobre el personaje. Poco después, los detalles se fueron concretando y ahora sabemos que Disney+ sacará el 30 de noviembre ocho capítulos. La trama, por lo que sabemos, se sitúa pasados unos cuantos años de los eventos de la película, pero los guiños al film original son, al parecer, continuos.
¿Volverá otra vez a convertirse, sin saberlo, en un fenómeno? Es muy difícil saberlo, pero cuando el nombre de George Lucas está por medio nunca se sabe.
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